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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

La muerte del dragón (3 page)

—Si Xanthon os persigue, ¿debo entender que también él es una ghazneth? —preguntó Sarmon—. Creía que las ghazneth eran espíritus resucitados de antiguos traidores a Cormyr.

—Así es, al menos en la mayoría de casos —respondió Tanalasta—. Fue Xanthon quien los desenterró. Al parecer, también descubrió la forma de convertirse en una.

La nube de insectos empezó a oscurecer a los hombres que hostigaba. Rompieron a trotar cansinos y empezaron a darse manotazos y proferir maldiciones. El que estaba envuelto en una capa se cubrió con la capucha y miró hacia la ciudadela. Tanalasta creyó distinguir una mata de pelo blanco y la piel pálida de su mano, que el interesado en cuestión llevó al broche de la garganta.

El rostro arrugado de Alaphondar Emmarask apareció en la mente de Tanalasta. Con la mirada perdida y las mejillas hundidas, el anciano parecía un loco. Fruncía el ceño con denuedo, y una voz ronca resonó en el interior de su cabeza.

«¡Tanalasta! Eres demasiado lista para seguir aquí. ¡Vete a Arabel en este mismo instante! Llevas en tu vientre el futuro de Cormyr.»

Tanalasta se enojó ante el tono autoritario que utilizara el sabio, ante el hecho de que la tuteara, pero entonces se dio cuenta de que el muy instruido sabio de la corte tenía toda la razón del mundo. Aunque apenas hacía un mes que estaba embarazada, llevaba un bebé en las entrañas. El reino estaba al borde de la guerra, y el rey Azoun IV cargaba a cuestas con unos cuantos inviernos, que pasaban de los sesenta, de modo que lo peor que podía hacer la princesa de la corona era arriesgar su vida o la de su bebé. En tiempos tan precarios, su muerte podía significar el final de la dinastía Obarskyr, y quizá también la del propio reino.

«Esperaré en el interior de la muralla», replicó Tanalasta, que habló con Alaphondar mediante el pensamiento. «¡No tardes mucho!»

En cuanto hubo terminado, la imagen del sabio desapareció de su mente. Éste no tuvo ocasión de discutirlo con ella. El hecho de cerrar el broche de la capa permitía a quien lo hiciera un único intercambio de pensamientos al día, e incluso entonces el mensaje tenía, por fuerza, que ser breve.

Tanalasta se apartó de la muralla.

—Filmore y sus hombres parecen tener la situación controlada. Le esperaré en el interior de la muralla.

—Por supuesto, princesa. —Sarmon enarcó una ceja—. No tiene sentido que os arriesguéis más. —Un amago de sonrisa desdeñosa asomó a la comisura de sus labios, y señaló al patio, a la puerta de la torre situada enfrente—. Ese lugar ofrece un escondite seguro.

—No pienso esconderme, Sarmon —dijo Tanalasta—. Pero me mantendré al margen.

—Por supuesto, alteza. —La expresión del mago se volvió inescrutable—. Que no os ofendan mis palabras.

Aunque herida por aquellas excusas carentes de sinceridad, Tanalasta se mordió la lengua y descendió por la mohosa escalinata de piedra. Por mucho que aquel comentario pudiera haberla importunado, era verdad. No importaba la razón, se ponía a resguardo mientras Alaphondar y los demás compañeros corrían peligro, y eso hizo que se sintiera cobarde.

Tanalasta salió de la torre. El aire estaba impregnado de un tufo acre en el que se mezclaba el olor cobrizo de la sangre. Varias docenas de Dragones Púrpura heridos gemían tendidos en filas dispuestas a lo largo de la muralla, atendidos por dos clérigos de expresión inflexible y una docena de mujeres que apenas se tenían en pie de las náuseas. Al parecer, había corrido la noticia de la presencia de Tanalasta en la ciudadela, puesto que los soldados la saludaron al pasar y las mujeres se inclinaron ante ella. Uno de los clérigos incluso le ofreció un hechizo de curación para su rostro. Se deshizo del persistente hombrecillo, diciéndole educada pero firmemente que tenía mejores cosas a las que dedicar sus oraciones.

Cuando Tanalasta llegó al lugar asignado y se volvió hacia el baluarte, los hombres de Filmore tiraban de cuatro de sus compañeros por las aspilleras. Exhaustos, ensangrentados, gruñendo, aquellos hombres apenas se encontraban en mejores condiciones que Owden. Incluso desde el pie de la muralla, alcanzó a ver su armadura hecha harapos colgando de su pecho, y las túnicas empapadas en sangre. Cuando quienes los habían rescatado deshicieron los nudos de las cuerdas atadas al pecho, Tanalasta se sintió vacía y culpable por dentro. Aquellos hombres habían arriesgado sus vidas para que ella pudiera huir.

Una nube de insectos superó las almenas. Los Dragones Púrpura de Filmore echaron pestes y se abofetearon el rostro, y varios de ellos se inclinaron sobre las aspilleras para abrir fuego con las ballestas precipicio abajo. A las saetas respondió una risotada, y después una nube de insectos oscureció el cielo. Los hombres aullaron, arrojaron las armas al suelo y se retiraron como pudieron de la muralla.

Sarmon fue el primero en recuperar el ánimo. El mago levantó las manos y formuló en voz alta un hechizo implorando un viento fuerte que sopló a lo largo del patio y arrastró la nube de insectos hasta el bosque. En cuanto el enjambre desapareció, los soldados procedieron a recargar las armas, quienes tiraban de las cuerdas volvieron a descolgarlas por la muralla y Filmore gruñó nuevas órdenes.

Ante la entrada del castillo la cabeza del ariete orco empezó a asomar a través del boquete que habían practicado en el duro roble. Una compañía de Dragones revestidos de púrpura descendió de las almenas, dispuestos sus soldados a formar ante la brecha.

Quienes tiraban de las cuerdas introdujeron a otro de los compañeros de Tanalasta a través de una de las aspilleras. Uno de ellos lanzó un grito cuando cedió la cuerda que lo sostenía. Media docena de Dragones se asomaron por las aspilleras para abrir fuego muralla abajo. Remolinos de avispas engulleron sus cabezas, picándolos en los ojos y los oídos e impidiendo que dispararan las armas. Trastabillaron hacia atrás para apartarse de la muralla y, mientras gritaban aquejados de un dolor intenso, hicieron lo imposible por abofetearse el rostro.

Un segundo chillido hizo eco en las murallas, y acto seguido se partió otra cuerda. Tanalasta tenía el corazón en un puño. Aunque la voz de Alaphondar no estaba entre las que había oído gritar, no pudo evitar temer la posibilidad de que ya estuviera muerto. Tan sólo había una cuerda tendida por encima de la muralla, y quienes tiraban hacia arriba de ella no cumplían con su deber. Su única esperanza residía en el hecho de que el anciano sabio no la necesitaba, ya que si le había enviado el mensaje telepático era porque llevaba puesta una de las capas mágicas, de modo que lo único que tenía que hacer era teletransportarse al interior del castillo.

Filmore se asomó para dar una orden a voz en cuello. Su cabeza desapareció engullida por el enjambre negro, después profirió un grito y desapareció al saltar por la muralla. Sus hombres corrieron de un lado a otro, asomándose con cuidado por las aspilleras para atacar con las espadas de hierro. La nube de insectos se volvió tan densa que Tanalasta apenas podía ver lo que sucedía.

Finalmente, el ariete de los orcos partió la puerta en dos con un estruendo de mil demonios. Un coro ensordecedor de gritos guturales reverberó en toda la ciudadela, y después retiraron el ariete. El orco ancho de espaldas que atravesó la brecha fue recibido por los virotes de las ballestas. Murió de pie en el boquete.

En la parte trasera de la ciudadela, Sarmon profirió un grito repentino y trastabilló al retirarse de la muralla. Una figura desgarbada de gran tamaño ganó la almena junto a él. Estaba desnuda y famélica, tenía una barba rala y una nube de insectos volaba alrededor de su cuerpo. Tanalasta no necesitó más para reconocer a Xanthon Cormaeril, la más joven de las ghazneth, primo de su esposo Rowen. Llevaba días siguiendo su rastro, y lo había visto las veces suficientes como para reconocerlo a simple vista.

Xanthon se agazapó y salió disparado, ayudándose de una mano y luego de otra para agarrar por la garganta a un par de Dragones Púrpura. Se oyeron dos escalofriantes crujidos, y acto seguido las cabezas de los soldados cayeron de sus manos, aunque el asesino permitió que sus cadáveres dieran un postrer paso antes de caer y retorcerse espasmódicamente.

Sarmon señaló al intruso y empezó a recitar un complejo encantamiento. La ghazneth se volvió hacia la almena para controlar al mago y extendió un par de alas rudimentarias que llevaba plegadas sobre los hombros. Estos apéndices eran delgados y membranosos, rectangulares, con los bordes dentados y un color gris ceniza que les confería la apariencia de las alas de una polilla. En cuanto Xanthon aterrizó sobre la muralla, se volvió hacia el mago, procurando mantener las alas entre él y el enemigo. La nube de insectos se movió con él; tenía un aspecto vagamente fantasmagórico. La voz de Sarmon tembló y subió una octava, pero continuó recitando el hechizo al mismo ritmo.

Un trío de valientes Dragones Púrpura se dispuso a defenderlo, y sus espadas de hierro trazaron arcos a la espalda de la ghazneth desde tres ángulos diferentes. Xanthon soltó una patada que hundió el peto de acero de uno de ellos, y después, con la velocidad del rayo, descargó otra en la cabeza del segundo, que rodó hacia atrás por el baluarte. Detuvo el tercer ataque con un simple bloqueo de muñeca que partió el brazo del pobre desgraciado, al que envió rodando por las almenas.

Finalmente Sarmon guardó silencio, y un rayo grisáceo atravesó la nube de insectos alcanzando a Xanthon en mitad del ala. La ghazneth trastabilló hacia el mago y cayó sobre una rodilla, sacudiendo la cabeza mientras el ala desprendía un intenso brillo plateado. Sarmon se quedó boquiabierto y de su garganta surgió un gemido de asombro. Tanalasta había reconocido el hechizo: era un rayo desintegrador, uno de los más poderosos con que contaba el arsenal de los magos guerreros cormytas, un hechizo que no había hecho más que aturdir momentáneamente a la ghazneth.

El sargento de la torre rugió algunas órdenes. Media docena de Dragones Púrpura cargaron contra la ghazneth y la rodearon; sus aceros cayeron sobre ella para sacar partido de la confusión. Xanthon profirió un gruñido ronco y la emprendió con los soldados con uñas y garras. Arrancó la pierna del primer soldado a la altura de la rodilla, después observó el miembro, que había ido a parar detrás del soldado, y se agachó para cogerlo. Otros dos Dragones profirieron un grito y cayeron cuando los golpeó con tan espantoso garrote. Xanthon se levantó, hundió sus garras en la garganta del cuarto y empujó con el hombro al quinto, que cayó por la muralla.

Sarmon levantó la mano y masculló una única sílaba mágica, momento en que un meteoro del tamaño de un puño alcanzó la sien de la ghazneth. Xanthon dio una voltereta muralla abajo, salpicándolo todo de sangre y astillas de hueso. Una docena de pasos después, al llegar al borde, logró finalmente recuperarse y cayó en el patio, mientras la inefable nube de insectos se reunía a su alrededor.

Al ver que la ghazneth yacía inmóvil, Sarmon conminó a los Dragones supervivientes a que se asomaran por la muralla.

—¿Queréis que nos mate a todos? ¡Encerradla en la jaula!

El sargento de la torre recurrió a la ayuda de otros dos soldados y empujó la jaula por el baluarte que formaba pendiente, hasta el cuerpo inmóvil de la ghazneth, y acto seguido se descolgó por el borde tras la jaula. Sarmon se limitó a dejarse caer, confiado en que la magia de su capa de mago guerrero le permitiría aterrizar suavemente entre el enjambre de insectos.

A medida que descendía, la silueta huesuda de Alaphondar se materializó en las alturas. El anciano apretaba la mano ensangrentada contra su costado, y con la otra hacía lo posible por librarse de los insectos que lo acribillaban. Sacudía la cabeza confuso, mientras intentaba superar el aturdimiento que seguía irremediablemente a la teletransportación.

—¡Arriba, Sarmon! —gritó Tanalasta—. ¡Alaphondar!

La princesa no logró que la oyeran debido al estruendo que enmudecía la puerta frontal, donde agonizaba un centenar de orcos que, tarde o temprano, franquearían la puerta resquebrajada. Pese a la mortífera lluvia que se abatía sobre ellos a través de las aspilleras, los orcos se abrían paso lentamente, y Tanalasta sabía que no tardarían mucho en irrumpir en el patio. Cerró el broche mágico de la capa y visualizó el rostro de Sarmon.

El mago enarcó una ceja, y ella le habló a través del pensamiento.

«Alaphondar está en el baluarte, encima de usted. Cójalo y vayamos a Arabel.»

Sarmon levantó la mirada, después miró en su dirección e hizo un gesto de asentimiento.

«En cuanto metamos a la ghazneth en la jaula. Quizá nos ayude a descubrir qué ha sido de Vangerdahast.»

—¿Meterla en la jaula? —exclamó Tanalasta, demasiado asombrada como para reparar en el hecho de que había agotado la magia del broche y que Sarmon ya no podía oírla—. ¿Ha perdido el juicio?

Con el corazón en un puño, Tanalasta se libró del broche para desactivar la magia de la capa, antes de sacar los brazaletes de combate del bolsillo. No obstante se contuvo, y no llegó a deslizar las muñecas en su interior. El hecho de ponérselas activaría su magia, y lo último que quería cuando Xanthon se recuperara era estar rodeada de un aura mágica. Las ghazneth absorbían la magia del mismo modo que las plantas absorben la luz del sol, y podían detectar los encantamientos a varios kilómetros de distancia.

Para asombro de Tanalasta, los Dragones Púrpura hicieron lo que el mago les ordenó, y metieron a empellones a Xanthon en la caja, cerrando la reja antes de que pudiera recuperarse. Sarmon se acercó a la jaula y extendió la mano para correr el cerrojo.

Un graznido ahogado surgió de la parte posterior de la torre, y el mago levantó la mirada para ver de qué se trataba. Era lo único que necesitaba Xanthon, una distracción. La reja se abrió, golpeando a Sarmon tan fuerte que cayó hacia atrás trastabillando por el patio. La ghazneth se incorporó, extendió el brazo para apartar la hoja de hierro de un Dragón que estaba alerta, y después miró por el patio en dirección a Tanalasta. A través de la nube de insectos, la princesa pudo ver un rostro extraño en forma de cuña y un par de ojos rojos de forma oval, antes de que el Dragón Púrpura bloqueara su línea de visión.

Tiró de espada una sola vez, después lanzó un grito y se llevó las manos al estómago. Al cabo de un instante, una mano negra lo cogió por el cuello, que partió como si fuera una rama seca.

Con los brazaletes de combate a punto, Tanalasta se retiró hacia la torre situada a su espalda. Aunque no había tenido ocasión de hablar cara a cara con Xanthon Cormaeril, conocía su odio hacia los Obarskyr y no albergaba dudas acerca de lo que le haría, a ella y a su hijo nonato, si la capturaba viva. Sarmon seguía inconsciente en el mismo lugar donde Xanthon lo había golpeado, así que Tanalasta tendría que subir sin ayuda la pendiente y huir hacia la torre de entrada, donde no tendría problemas para encontrar a magos guerreros dispuestos a teletransportarla a Arabel.

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