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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

La muerte de lord Edgware (13 page)

BOOK: La muerte de lord Edgware
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—No pareció muy desconcertada cuando le demostraste que no había podido ver el rostro de Jane Wilkinson —dije pensativamente.

—No; eso fue lo que me convenció de que era una de esas personas inconscientemente falsarias, mas una deliberada embustera. En realidad, no veo motivo para una mentira deliberada, a no ser que... ¡Ah, caramba, qué idea!

—¿De qué se trata? —pregunté con ansiedad. Pero Poirot movió la cabeza.

—Nada; una idea que se me ha ocurrido. Pero es imposible; sí, es imposible —y luego se negó a decir más.

—Parece que la secretaria quiere mucho a la joven —dije yo.

—Sí; seguramente estaba decidida a asistir a nuestra entrevista. Hastings, ¿qué impresión te ha producido la honorable Geraldine Marsh?

—Me ha dado muchísima lástima.

—Tienes un corazón muy sensible, Hastings. Una belleza angustiada te trastorna siempre.

—¿No te ha ocurrido a ti lo mismo? Afirmó gravemente:

—Sí...; no ha tenido una vida muy fácil. Eso lo lleva escrito claramente en su rostro.

—De todos modos —dije con calor—, ¿te das cuenta de lo absurda que resulta la ocurrencia de Jane Wilkinson de que esa muchacha tendría algo que ver con el crimen?

—Indudablemente, su coartada debe de ser satisfactoria, aunque Japp no me la ha explicado aún.

—¡Por Dios, Poirot! ¿Me vas a decir acaso que después de verla y oírla no estás convencido y que todavía deseas una coartada?


Eh bien
, amigo mío. ¿Cuál es el resultado de verla y hablarle? Nos encontramos con que ha sufrido mucho, con que asegura que odiaba a su padre y que se alegra de su muerte, mostrándose sumamente inquieta respecto a lo que él pudo haberme dicho ayer por la mañana. Y a pesar de todo eso, me sales diciendo que no hay necesidad de una coartada.

—Su misma franqueza demuestra su inocencia —dije calurosamente.

—La franqueza es, por lo mismo, una de las características de esa familia El nuevo lord Edgware también ha puesto tranquilamente sus cartas sobre el tapete.

—Sí, es verdad —dije sonriendo ante aquel recuerdo—; es un método original.

Poirot asintió, diciendo:

—Con el cual cree él desconcertarnos.

—¡Ya lo creo!, y nos ha vuelto locos.

—¡Qué ocurrencia! Te habrá vuelto loco a ti, pero a mí no me ha hecho ningún efecto. Al contrario, he sido yo quien le he desconcertado a él.

—¿Tú? —dije incrédulamente, no recordando haber advertido el menor indicio de tal cosa

—Sí, sí, yo le escuché pacientemente, y al fin hice una pregunta, para él inesperada, que, como ya lo debiste notar, desconcertó mucho a nuestro caballero. Por lo visto, ya no te fijas en nada, Hastings.

—Yo creí que el asombro y el horror que demostró al oír que Charlotte Adams había muerto eran reales. Supongo que tú quieres decir que fue una hábil maniobra suya.

—Eso no se puede afirmar. Convengo en que parecía verdadero.

—¿Por qué motivos crees tú, pues, que nos metió en la cabeza todas esas cosas? ¿Lo hizo sólo por divertirse?

—Es posible. Vosotros, los ingleses, tenéis una idea muy rara del humor. Pero puede también haber sido habilidad o diplomacia. Los hechos que se ocultan adquieren un gran valor; en cambio, a los que se explican claramente se les concede menos importancia de la que tienen en realidad.

—La riña con su tío aquella misma mañana, por ejemplo, ¿verdad?

—Eso es. Él sabe que ese hecho está a punto de saberse.
Eh bien
, lo cuenta sencillamente.

—No es tan loco como parece.

—No tiene nada de loco. Usa bien las células grises cuando tiene que hacerlo. Sabe perfectamente los pasos que debe dar y cuándo debe enseñar sus cartas, como te he dicho antes. Tú sabes jugar al
bridge
, ¿verdad, Hastings? Dime; ¿cuándo debe uno hacer eso?

—Tú también juegas al
bridge
y sabes muy bien que se hace cuando se tienen todos los triunfos y no se quiere perder tiempo, con el fin de jugar una nueva partida.

—Sí,
mon ami
, eso es verdad; pero a veces hay otra razón, lo he advertido en una o dos ocasiones, jugando con
dames
. A lo mejor se presenta una pequeña duda.
Eh bien, la dame
tira los naipes sobre el tapete diciendo resueltamente: «Ahora todo lo demás es mío», y recoge las cartas y las baraja. Seguramente, los demás jugadores se conforman... particularmente si no tienen mucha experiencia. Cuando se ha empezado ya la otra partida, alguno de los jugadores piensa: «Me parece que con su juego no podía ganarme a mí. Sí, sí, no hay duda; mis triunfos mataban a todos los suyos.»

—Entonces, ¿tú qué crees?

—Pienso, Hastings, que tanta baladronada es muy interesante. Y pienso, además —añadió festivo—, que ya es hora de que cenemos.
Une petite omelette, n'est ce pas?
Después de cenar, allá a las nueve, quisiera hacer otra visita.

—¿A quién?

—Cenemos antes, Hastings, y hasta que no hayamos tomado el café, no nos ocupemos más de este asunto. Cuando se empieza a comer, la cabeza debe someterse al estómago.

Poirot cumplió su palabra. Fuimos a un restaurante del Soho, donde Poirot era muy conocido; comimos una deliciosa tortilla, un lenguado, una gallina y un budín al ron, que le gustaba mucho a Poirot.

Mientras tomábamos el café, Poirot me sonrió amablemente desde el otro lado de la mesa.

—Amigo mío —dijo—, confío en ti mucho más de lo que te figuras. Quedé confundido y halagado con aquellas inesperadas palabras.

Jamás me había dicho una cosa así. Siempre pareció que despreciaba mis propias ideas.

Aunque no creyese precisamente que flaqueaba su cerebro, de pronto comprendí que acaso confiaba demasiado en mi ayuda. Él siguió vagamente:

—Sí, puede ser que tú no te hayas dado cuenta, pero infinidad de veces me has indicado el camino que debía seguir.

—¿De veras, Poirot? —tartamudeé—. ¡Qué alegría! Pero si sé algo lo habré aprendido de verte trabajar a ti una y otra vez... Él movió la cabeza.


Mais non, ce n'est pas ça
. Tú no has aprendido nada de mí.

—¡Oh! —dije desconcertado.

—Y así debe ser. Ningún hombre debe imitar a otro. Cada uno debe desarrollar su propia inteligencia hasta el grado máximo, sin tratar de imitar la de nadie. Yo no quiero que seas un segundo Poirot, inferior a él. Mi deseo es que llegues a ser el supremo Hastings. No me has entendido; lo que pasa, amigo mío, es que en ti encuentro el cerebro normal por excelencia.

—Desde luego, no creo que sea anormal.

—¡Qué has de serlo! Estás perfecta, admirablemente equilibrado. ¿Te das cuenta de lo que esto significa para mí? Cuando el criminal acaba de cometer un delito, su primera preocupación es la de engañar. ¿A quién? Naturalmente, a las personas normales. Tanto en los momentos de lucidez como, te ruego que me perdones, en los de mayor torpeza, siempre eres maravillosamente normal,
Eh bien
, ahora me preguntarás que cómo aprovecho yo tu normalidad. Pues, sencillamente, viendo reflejado en tu pensamiento lo que el criminal desea hacer creer a los seres normales. Como verás, me eres de gran ayuda.

No entendía casi nada de lo que me estaba diciendo, y todo ello me parecía muy poco halagador para mí.

—Me he expresado mal —añadió rápidamente—. Para ciertas cosas, tú tienes una perspicacia de la que yo carezco. Tú siempre me indicas lo que el criminal intenta hacer creer a la Justicia. Y como te he dicho antes, eso es una gran ayuda para mí.

Le observé. Fumaba un cigarrillo y me miraba con gran benevolencia.


Ce cheri
Hastings —murmuró—. No sé por qué siento tanto afecto por ti.

Yo estaba contento, pero algo avergonzado, y deseaba cambiar de conversación.

—Bueno —dije—, vamos a discutir el asunto.


Eh bien
—echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Lanzó lentamente una bocanada de humo—.
Je me pose des questions.

—¿Sí? —dije ávidamente—. ¡Qué casualidad!

—¿Tú también?

—Claro —respondí. Y echando hacia atrás la cabeza y cerrando los ojos, dije—: ¿Quién mató a lord Edgware?

Poirot se enderezó y movió enérgicamente la cabeza.

—No, no. Nada de eso. ¿Qué interés puede tener esa pregunta? Eres como el lector de novelas detectivescas, que se pasa el tiempo sospechando de cada uno de los personajes que aparecen en ella sin más razón que la de despistarle. Una vez, lo confieso, también lo hice yo. Pero fue un caso excepcional. Cualquier día de estos te lo contaré —hizo una pequeña pausa y añadió—: ¿De qué hablábamos?

—De las preguntas que te hacías —repliqué secamente. Estuve a punto de decirle que mi verdadera misión era procurarle un compañero ante el cual pudiera dárselas de listo. Sin embargo, me contuve. Ya que quería aleccionarme, lo mejor era dejarle hablar—. Vamos, empieza —dije.

Era lo que esperaba la vanidad de mi hombre. Se echó otra vez hacia atrás y empezó:

—La primera pregunta nos la hemos repetido ya muchas veces: ¿Por qué lord Edgware cambió de manera de pensar respecto al divorcio? Ese hecho sugiere dos ideas, una de las cuales ya la conoces tú. La segunda es ésta: ¿Qué ha ocurrido con esa carta? ¿A quién le interesa que lord Edgware y su mujer continúen unidos? Tercera pregunta: ¿Qué significa el cambio de expresión de su rostro, que advertiste al volverte para cerrar la puerta de la biblioteca ayer por la tarde? ¿Puedes contestarme tú a esto, Hastings?

Denegué con la cabeza y dije:

—No lo entiendo.

—¿Estás seguro de que no te lo imaginaste? A veces, amigo mío, tienes la imaginación un
peu vive
.

—No, no —moví la cabeza vigorosamente—; estoy seguro, no me equivoco.

—Bien, es otra cosa por explicar. La cuarta pregunta se refiere a las gafas. Si ni Jane Wilkinson ni Charlotte Adams las usaban, ¿qué hacían aquellas gafas en el monedero de Charlotte? Y va la quinta pregunta. ¿Quién y por qué telefoneó a la Chiswick para saber si Jane Wilkinson estaba o no allí? Estas cinco preguntas, Hastings, son mi tormento. Si pudiese responder a ellas, me encontraría mucho mejor. Si, al menos, se me ocurriese alguna hipótesis que me las explicase satisfactoriamente,
mon amour propre
no sufriría tanto.

Yo dije:

—Pues quedan todavía en pie algunos interrogantes más.

—¿Cuáles?

—En primer lugar, ¿quién propuso a Charlotte Adams aquella farsa? ¿Dónde estuvo ella la noche del crimen, antes y después de las diez? ¿Quién es ese D. que le regaló la cajita de oro?

—Eso está clarísimo —dijo Poirot—. No hay el menor enigma en tales preguntas. Son sencillamente cosas que ignoramos, pero que podemos conocer en cualquier momento. En cambio, las que yo he formulado, amigo mío, son de orden psicológico, de las que hacen trabajar las células grises.

—¡Poirot! —exclamé desesperado—. Te ruego que no sigas. Presiento que no podría soportarlas nuevamente. ¿No hablaste antes que teníamos que hacer cierta visita?

Poirot miró su reloj.

—Es verdad —dijo—; voy a telefonear y resolveré lo que sea conveniente.

Se marchó y volvió a los pocos momentos, diciendo:

—Vámonos. Todo va bien.

—¿Dónde vamos? —pregunté.

—A casa de sir Montagu Córner, en Chiswick. Quiero saber algo más acerca de esa llamada telefónica.

Capítulo XV
-
Sir Montagu Córner

Eran cerca de las diez cuando llegamos a la magnífica mansión de sir Montagu Córner, en Chiswick. Nos introdujeron en un vestíbulo de bellísimo artesonado. A la derecha vimos el comedor, cuya brillante mesa estaba alumbrada con candelabros.

—¿Tienen ustedes la bondad de seguirme?

El criado nos hizo subir una magnífica escalera y nos guió hasta una amplia habitación del primer piso.

—Monsieur Hércules Poirot —anunció.

Nos encontrábamos en una vasta y hermosa habitación. Las lámparas, cuidadosamente veladas, le daban un aspecto de acogedora antigüedad. En un ángulo, y cerca de una de las abiertas ventanas, había una mesa de
bridge
, alrededor de la cual estaban sentadas cuatro personas. Al entrar nosotros, una de ellas se levantó y vino a nuestro encuentro. Era sir Montagu Córner.

—Me alegro mucho de conocerle personalmente, monsieur Poirot.

Yo miré con interés al aristócrata. Tenía aspecto de verdadero judío, con sus ojos menudos e inteligentes y su tupé cuidadosamente arreglado. Era de estatura mediana (mediría metro sesenta y cinco, aproximadamente) y de afectuosos modales.

—Les presento a míster y a mistress Widburn...

—Ya nos conocemos —dijo orgullosamente mistress Widburn.

—...y a míster Ross —siguió haciendo presentaciones sir Montagu. El llamado Ross era un joven de unos veintidós años, de rostro simpático y rubios cabellos.

—Les pido mil perdones por haber interrumpido su juego —dijo Poirot.

—De ninguna manera. No habíamos hecho más que preparar las cartas.

—Tomará usted un poco de café, ¿verdad, monsieur Poirot?

Poirot se excusó, pero aceptó un coñac añejo, que nos fue servido en unas altísimas copas.

Cuando las hubimos vaciado, sir Montagu Córner empezó a hablar de distintas cosas, de pintura japonesa, de lacas chinas, de tapices persas, de los pintores impresionistas franceses, de música moderna y de las teorías de Einstein.

Cuándo terminó su peroración, se recostó en la butaca y paseó sobre el auditorio su bonachona mirada. Se le veía encantado de su gran talento. En la tenue luz parecía como una especie de genio medieval. A su alrededor veíanse por todas partes exquisitos detalles de arte y cultura.

—Ahora, sir Montagu —dijo Poirot—, si no fuera abusar de su bondad, quisiera que habláramos del asunto que ha motivado mi visita.

Sir Montagu movió la mano, diciendo:

—Pero eso no corre prisa. Además, hay tiempo de sobra para ello.

—Siempre hay tiempo para todo en esta casa —suspiró mistress Widburn—. ¡Se encuentra uno tan bien en ella!

—Yo —dijo sir Montagu— no viviría en Londres ni por un millón de libras. Tengo en esta casa una sensación de agradable apartamiento, de paz. ¡Ay!, de esa paz que hemos alejado de nosotros en estos tristes días de grosero materialismo.

Un impío pensamiento cruzó por mi mente. Me hizo el efecto de que si alguien se llegaba a sir Montagu y le ofrecía un millón de libras, aquel bendito apartamiento y aquella deliciosa paz se irían al diablo. Pero en seguida alejé de mí aquellas heréticas ideas.

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