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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (2 page)

Tras la primera expulsión, se sucedieron una serie de edictos que insistían en la deportación de los que pudieran haberse quedado o regresado a España, o permitiendo y premiando el asesinato o la esclavitud a voluntad de quien los hallase. Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que los diferentes edictos de expulsión de cada uno de los reinos españoles diferían entre sí, aunque en el fondo tales diferencias fueran mínimas. A efectos de la novela me he basado en el primer edicto que se promulgó, el del reino de Valencia.

Entre las excepciones, es particularmente curiosa la de la ciudad de Córdoba que, mediante acuerdo de su cabildo municipal de 29 de enero de 1610, suplicó al rey que concediera licencia para que se quedaran en la ciudad dos freneros moriscos viejos y sin hijos, «por el bien que resultará y al ejercicio de la jineta della». No tengo constancia de que, salvo esos dos viejos moriscos que debían seguir atendiendo a los caballos, se solicitase ninguna otra excepción; tampoco me consta la respuesta de Su Majestad a esa súplica.

En el año 1682, tras hacerse con ellos a la muerte del arzobispo don Pedro de Castro, el papa Inocencio XI declaró falsos los Libros Plúmbeos del Sacromonte y el pergamino de la Torre Turpiana. Sin embargo, nada dijo el Vaticano acerca de las reliquias, calificadas de auténticas por la Iglesia granadina en el año 1600 y que han continuado siendo veneradas hasta la fecha. Es una situación similar a la que vivió el protagonista de esta novela: los documentos —aunque fueran en plomo— que acreditaban que tal o cual hueso o ceniza correspondían a un mártir determinado fueron declarados falsos por el Vaticano; pero las reliquias, cuya credibilidad se basaba precisamente en esos documentos —¿por qué si no unas cenizas halladas en una mina abandonada de un monte podían atribuirse a san Cecilio o a san Tesifón?— se siguieron considerando auténticas de acuerdo con la Iglesia granadina.

Hoy, la mayoría de los investigadores se hallan contestes en que los Libros Plúmbeos y el pergamino de la Turpiana fueron falsificados por los moriscos españoles, en un desesperado intento de sincretismo entre ambas religiones para hallar lazos comunes que efectivamente pudieran cambiar la percepción que tenían los cristianos de los musulmanes, sin renunciar a los dogmas de su fe.

También existe casi unanimidad en considerar impulsores de la fabulación a los médicos y traductores oficiales del árabe Alonso del Castillo y Miguel de Luna, que escribió una
Verdadera historia del rey Rodrigo
en la que ofrecía una visión favorable de la invasión árabe de la península y de la convivencia entre cristianos y musulmanes. La intervención de Hernando Ruiz en todo ello es ficticia; no así la de don Pedro de Granada Venegas, citado en algunos estudios, quien terminó sustituyendo su emblema nobiliario, ese victorioso «Lagaleblila» —
wa la galib ilallah—
nazarí, por el cristiano
«Servire Deo, regnare est»
. En 1608, poco antes de la expulsión, vio la luz el libro escrito por el licenciado Pedraza,
Antigüedad y excelencias de Granada
, en el que se ensalza la conversión del príncipe musulmán y antecesor de don Pedro, Cidiyaya, a raíz de la milagrosa aparición de una cruz en el aire frente a él. Muchos fueron los nobles musulmanes que, al igual que los Venegas y de una forma u otra, lograron integrarse en la sociedad cristiana.

La conexión entre los Libros Plúmbeos y el evangelio de Bernabé, tesis sostenida por Luis F. Bernabé Pons en
Los mecanismos de una resistencia: los Libros Plúmbeos del Sacromonte y el Evangelio de Bernabé
y
El Evangelio de san Bernabé. Un evangelio islámico español
, se origina con el hallazgo en 1976 de una transcripción parcial efectuada en el siglo XVIII del supuesto original, en español, del que ya se tenían ciertas referencias escritas, sobre todo tunecinas; dicha copia se conserva en la Universidad de Sidney. Esta moderna teoría, sin embargo, podría poner en entredicho el exclusivo objetivo de sincretismo entre las religiones cristiana y musulmana que se imputa a los Libros Plúmbeos. Parece lógico pensar que los autores del Libro Mudo de la Virgen, cuyo contenido, según su prólogo y otro de los libros, éste sí legible, sería dado a conocer por un rey de los árabes, preveían la aparición de un nuevo escrito, aunque no existe constancia de que llegara a suceder. Si este nuevo escrito era o no el evangelio de Bernabé, cuyas semejanzas con los Plúmbeos son notables, no deja de ser una hipótesis. Lo que no es hipótesis, sino fruto exclusivo de la imaginación del autor, es la relación entre el evangelio y ese ficticio ejemplar que se libró de la quema de la magnífica biblioteca califal de Córdoba ordenada por el caudillo Almanzor, hecho que desgraciadamente sí fue cierto, como tantas otras bárbaras hogueras de triste recuerdo en la historia de la humanidad en las que el conocimiento se convierte en objeto de la ira de los fanáticos.

Por otra parte, también es cierto que se realizaron estudios sobre los mártires cristianos de las Alpujarras, si bien en fecha posterior a la que se consigna en la novela: la primera actuación de la que se tiene constancia, a través de unas informaciones efectuadas por el arzobispo Pedro de Castro, data del año 1600. En las actas de Ugíjar (1668), que recogen la mayor parte de las matanzas de cristianos acaecidas en las Alpujarras, aparece citado un niño llamado Gonzalico, el cual calificó de «lindo» su sacrificio por Dios antes de ser martirizado. La acción de extraerle el corazón por la espalda que se describe en la novela es reiteradamente citada por Mármol en sus crónicas como muestra de la crueldad de los moriscos con sus víctimas cristianas.

Córdoba es una ciudad maravillosa, razón por la que posee la extensión urbana más importante de Europa declarada Patrimonio Histórico de la Humanidad por la Unesco. En algunos lugares se puede dejar volar la imaginación para revivir la esplendorosa época del califato musulmán. Uno de ellos, qué duda cabe, lo constituye la mezquita-catedral. No se puede asegurar con certeza que el emperador Carlos I pronunciara esas palabras que se le atribuyen cuando contempló las obras que él mismo había autorizado en su interior: «Yo no sabía qué era esto, pues no hubiera permitido que se llegase a lo antiguo, porque hacéis lo que puede haber en otras partes y habéis deshecho lo que era singular en el mundo». La verdad es que la catedral, tal y como fue concebida a través de los diferentes proyectos con la consecuencia de quedar embutida en el bosque de columnas de la antigua mezquita, es una obra de arte. Ciertamente, se cegó la luz del templo musulmán, se quebró su linealidad y se cercenó su espíritu pero, con todo, ahí está buena parte de la fábrica califal. ¿Por qué no se arrasó, al igual que sucedió con muchas otras mezquitas, para alzar sobre su solar una nueva catedral cristiana? Quizá, dejando de lado posibles intereses de los veinticuatros y la nobleza, valga la pena recordar la sentencia de muerte que dictó el cabildo municipal contra los que osasen trabajar en las nuevas obras de la catedral.

En el alcázar de los reyes cristianos todavía se pueden ver las ruinas y las marcas en el suelo de las antiguas celdas de la Inquisición rodeando uno de los patios; a su lado está otro de los edificios que puede trasladar al visitante a aquellas épocas: las caballerizas reales, en las que Felipe II decidió crear, y lo consiguió, una nueva raza de caballos cortesanos, una raza que hoy enaltece y caracteriza la ganadería equina de este país.

La mano de Fátima
(al-hamsa)
es un amuleto en forma de mano con cinco dedos, que, al decir de algunas teorías, representan los cinco pilares de la fe: la declaración de fe
(shahada)
; la oración cinco veces al día
(salat)
; la limosna legal
(zakat)
; el ayuno (Ramadán) y la peregrinación a La Meca al menos una vez en la vida
(hach)
. Sin embargo, este amuleto también aparece en la tradición judía. No es momento ni lugar para entrar a considerar sus verdaderos orígenes y mucho menos para discutir la funcionalidad de los amuletos. Los estudios insisten reiteradamente en que no sólo los moriscos, sino la sociedad de la época, utilizaba amuletos y creía en todo tipo de hechicerías y sortilegios. Ya en 1526, la Junta de la Capilla Real de Granada hizo referencia a las «manos de Fátima», prohibiendo a los plateros que las labraran y a los moriscos que las utilizasen; similares preceptos fueron establecidos en el sínodo de Guadix de 1554. Hay numerosos ejemplos de «manos de Fátima» en la arquitectura musulmana, pero quizá el más representativo, dentro del marco de esta novela, sea el de la mano con los cinco dedos extendidos, cincelada en la piedra de clave del primer arco de la Puerta de la Justicia que da acceso a la Alhambra de Granada y que data del año 1348. Así pues, el primer símbolo con el que se encuentra el visitante de ese maravilloso monumento granadino no es otro que una mano de Fátima.

No podría terminar estas líneas sin expresar mi agradecimiento a cuantos, de una u otra forma, me han ayudado y aconsejado en la escritura de esta novela, en especial a mi editora, Ana Liarás, cuya implicación personal, consejos y trabajo han tenido un valor incalculable, reconocimiento que hago extensivo a todo el personal de Random House Mondadori. Mi gratitud, desde luego, a mi primera lectora: mi esposa, incansable compañera, y a mis cuatro hijos, que se empeñan en recordarme con tenacidad que hay muchas cosas más allá del trabajo, y a quienes dedico este libro en homenaje a todos esos niños que sufrieron y desgraciadamente todavía sufren las consecuencias de un mundo cuyos problemas somos incapaces de resolver.

Barcelona, diciembre de 2008

En nombre de Alá

… En fin, peleando cada día con enemigos, frío, calor, hambre, falta de municiones, de aparejos en todas partes, daños nuevos, muertes a la continua, hasta que vimos a los enemigos, nación belicosa, entera, armada y confiada en el sitio, en el favor de los bárbaros y turcos, vencida, rendida, sacada de su tierra y desposeída de sus casas y bienes; presos, y atados hombres y mujeres; niños cautivos vendidos en almoneda o llevados a habitar a tierras lejos de la suya… Victoria dudosa, y de sucesos tan peligrosos, que alguna vez se tuvo duda si éramos nosotros o los enemigos los que Dios quería castigar.

Diego Hurtado de Mendoza
Guerra de Granada
, Libro Primero

1

Juviles, las Alpujarras, reino de Granada

Domingo, 12 de diciembre de 1568

El tañido de la campana que llamaba a la misa mayor de las diez de la mañana quebró la gélida atmósfera que envolvía a aquel pequeño pueblo, situado en una de las muchas estribaciones de Sierra Nevada; sus ecos metálicos se perdían barranco abajo, como si quisieran estrellarse contra las faldas de la Contraviesa, la cadena montañosa que, por el sur, encierra el fértil valle recorrido por los ríos Guadalfeo, Adra y Andarax, todos ellos regados por infinidad de afluentes que descienden de las cumbres nevadas. Más allá de la Contraviesa, las tierras de las Alpujarras se extienden hasta el mar Mediterráneo. Bajo el tímido sol del invierno, cerca de doscientos hombres, mujeres y niños —la mayoría arrastrando los pies, casi todos en silencio— se dirigieron hacia la iglesia y se congregaron a sus puertas.

El templo, de piedra ocre y carente de adorno exterior alguno, constaba de un único y sencillo cuerpo rectangular, en uno de cuyos costados se alzaba la recia torre que alojaba la campana. Junto al edificio se abría una plaza sobre las intrincadas cañadas que descendían hacia el valle desde Sierra Nevada. Desde la plaza, en dirección a la sierra, nacían estrechas callejuelas bordeadas por una multitud de casas encaladas con pizarra pulverizada: viviendas de uno o dos pisos, de puertas y ventanas muy pequeñas, terrados planos y chimeneas redondas coronadas por caparazones en forma de seta. Dispuestos sobre los terrados, pimientos, higos y uvas se secaban al sol. Las calles escalaban sinuosamente las laderas de la montaña, de forma que los terrados de las casas de abajo alcanzaban los cimientos de las superiores, como si se montasen unas sobre otras.

En la plaza, frente a las puertas de la iglesia, un grupo formado por algunos niños y varios cristianos viejos de la veintena que vivía en el pueblo observaba a una anciana subida en lo alto de una escalera que estaba apoyada en la fachada principal del templo. La mujer tiritaba y castañeteaba con los escasos dientes que le quedaban. Los moriscos accedieron a la iglesia sin desviar la mirada hacia su hermana en la fe, que llevaba allí encaramada desde el amanecer, aferrada al último travesaño, soportando sin abrigo el frío del invierno. La campana repicaba, y uno de los niños señaló a la mujer, que temblaba al son de los badajazos, intentando mantener el equilibrio. Unas risas rompieron el silencio.

—¡Bruja! —se oyó entre las carcajadas.

Un par de pedradas dieron en el cuerpo de la anciana al tiempo que los pies de la escalera se llenaban de escupitajos.

Cesó el repique de la campana; los cristianos que todavía quedaban fuera se apresuraron a entrar en la iglesia. En su interior, a un par de pasos del altar y de cara a los fieles, un hombretón moreno y curtido por el sol permanecía de rodillas sin capa ni abrigo, con una soga al cuello y los brazos en cruz: sostenía un cirio encendido en cada mano.

Días atrás aquel mismo hombre había entregado a la anciana de la escalera la camisa de su mujer enferma para que la lavase en una fuente de cuyas aguas se decía que tenían poderes curativos. En aquella fuentecilla natural, oculta entre las rocas y la tupida vegetación de la fragosa sierra, jamás se lavaba la ropa. Don Martín, el cura del pueblo, sorprendió a la mujer mientras lavaba esa única camisa y no dudó de que se trataba de algún sortilegio. El castigo no tardó en llegar: la anciana debía pasar la mañana del domingo subida en la escalera, expuesta al escarnio público. El ingenuo morisco que había solicitado el encantamiento fue condenado a hacer penitencia mientras escuchaba misa de rodillas, y de esa guisa podían contemplarlo entonces los allí presentes.

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