Read La loba de Francia Online

Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (24 page)

El hecho de que Mahaut fuera el único par de Francia exceptuado de esta correspondencia demostraba bien a las claras su relación con Eduardo y que éste no había considerado necesario notificárselo de manera oficial.

Roberto, al desellar el pliego a él destinado, lleno de alegría, con grandes risotadas y golpeándose los muslos, se presentó en casa de su prima de Inglaterra. ¡Estupenda historia para saborearla! Así que el rey Eduardo enviaba jinetes a todas las partes del reino para informar a todo el mundo de sus disgustos conyugales, defender a su amigo del corazón y mostrar que no era capaz de hacer regresar a su esposa al hogar. ¡Pobre Inglaterra, y en qué manos de estopa había ido a caer el cetro de Guillermo el Conquistador! ¡No se había oído nada igual desde los embrollos de Luis el Piadoso y de Alienor de Aquitania!

—Hacedlo bien cornudo, prima mía —gritó Roberto—, y sin ninguna consideración; que vuestro Eduardo se vea obligado a inclinarse para poder pasar por las puertas de sus castillos. ¿No es verdad que merece esto, primo Roger?

Y golpeaba alegremente el hombro de Mortimer.

En su arrebato, Eduardo había tomado también medidas de represalia, confiscando los bienes de su hermanastro el conde de Kent y los de Lord de Cromwell, jefe de la escolta de Isabel, y había hecho algo peor: acababa de firmar un acta Por la que se instituía «gobernador y administrador» de los feudos de su hijo, duque de Aquitania, y reclamaba en su nombre las posesiones perdidas. Eso era decir que invalidaba el tratado negociado por su mujer y el homenaje prestado por su hijo.

—Dejadlo, dejadlo —dijo Roberto de Artois—. Iremos a quitarle de nuevo su ducado; al menos lo que queda de él. ¡Las ballestas de la cruzada empiezan a oxidarse!

Para esto no era necesario poner en pie al ejército, ni enviar al condestable, que empezaba a debilitarse por la edad; los dos mariscales, a la cabeza de las tropas permanentes, bastaban para castigar un poco a los señores gascones que habían tenido la debilidad y la necedad de permanecer fieles al rey de Inglaterra. Esto ya se había convertido en costumbre; y cada vez se tenían que enfrentar con menos gente.

La carta de Eduardo fue una de las últimas que leyó Carlos de Valois, uno de los últimos ecos que le llegaron de los asuntos del mundo.

Monseñor Carlos murió a mediados de ese mes de diciembre; sus funerales fueron pomposos como lo había sido su vida. Toda la casa de Valois, cuyo número e importancia podía comprenderse mejor al verla en el cortejo, toda la familia de Francia, todos los dignatarios, la mayoría de los pares, las reinas viudas, el Parlamento, la Cámara de Cuentas, el condestable, los doctores de la Universidad, las corporaciones de París, los vasallos de los feudos patrimoniales, los clérigos de las iglesias y abadias citadas en el testamento, condujeron hasta la iglesia de los Franciscanos, para colocarlo entre sus dos primeras esposas, el cuerpo, bien aligerado por la enfermedad y el embalsamamiento, del hombre mas turbulento de su tiempo.

Las entrañas, tal como Valois había dispuesto, fueron llevadas a la abadía de Chaalis y su corazón, encerrado en una urna, fue entregado a su tercera esposa, en espera del momento en que ella tuviera sepultura.

Después de lo cual, cayó un extremado frío sobre el reino, como si los huesos de aquel príncipe, al ser enterrados, hubieran helado de golpe la tierra de Francia. Para la gente de esa época sería fácil acordarse del año de la muerte de Valois; no tendrían mas que decir: «Fue el invierno del gran frío.»

El Sena estaba completamente helado; se atravesaban a pie sus pequeños afluentes, tales como el arroyo de la Grange Bateliere; los pozos se habían helado, y el agua de las cisternas se sacaba no con cubos, sino a golpes de hacha. Por los jardines se desparramaban las cortezas de los árboles, y los olmos se hendieron hasta el corazón. Las puertas de París sufrieron grandes daños, ya que el frío no respetó ni las piedras. Pájaros de todas clases, desconocidos en las ciudades, tales como arrendajos y urracas, buscaban comida en el pavimento de las calles. La carga de leña se vendía a doble precio, y en las tiendas no se encontraban pieles, ni una piel de marmota, ni de vero, ni siquiera un vellón de lana de cordero. Murieron muchos viejos y niños en las viviendas pobres.

A los viajeros se les helaban los pies dentro de las botas; los jinetes entregaban el correo con las manos amoratadas y se interrumpió el tráfico fluvial. Los soldados, si cometían la imprudencia de quitarse los guantes, dejaban pegada la piel de las manos en el hierro de sus armas; los pilluelos se divertían convenciendo a los tontos del pueblo para que pusieran la lengua sobre un hierro de hacha. Pero, sobre todo, lo que quedaría en el recuerdo sería una tremenda impresión de silencio porque la vida parecía haberse detenido.

En la corte, el año nuevo se celebró de manera bastante discreta, debido al duelo y a la helada. Sin embargo, se ofreció el muérdago y se intercambiaron los regalos rituales
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. Las cuentas del Tesoro permitían prever, para el ejercicio que se cerraría en Pascua, un excedente de ingresos de setenta y tres mil libras —de las que sesenta mil provenían del tratado de Aquitania— y de las que Roberto de Artois se hizo entregar por el rey ocho mil. Era bien justo, ya que desde hacia seis meses, Roberto gobernaba el reino en nombre de su primo. Activó la expedición de Guyena, donde las armas francesas obtuvieron una victoria tanto más rápida cuanto que no encontraron prácticamente resistencia. Los señores locales, que sufrieron una vez más la cólera del soberano de París contra su vasallo el rey de Londres, comenzaron a lamentar haber nacido gascones.

Eduardo, arruinado, endeudado y sin poder conseguir crédito, no había podido enviar tropas para defender su feudo; pero envió barcos para conducir a Inglaterra a su mujer. Ésta acababa de escribir una carta al obispo de Winchester para que la hiciera conocer a toda la clerecía inglesa: Ni vos ni nadie de buen entendimiento debe creer que dejamos la compañía de nuestro señor sin causa grave y razonable, y si no fuera por el peligro corporal que nos hacía correr el dicho Hugh, que tiene el gobierno de nuestro dicho señor y de todo nuestro reino, y nos quería cubrir de deshonor, cosa de la que estamos cierta por haberla experimentado. Mientras Hugh siga, como hasta ahora, dueño de nuestro esposo y del gobierno, no podremos volver a Inglaterra sin exponer nuestra vida y la de nuestro muy querido hijo a peligro de muerte.

Esta carta se cruzó justamente con las nuevas órdenes, que, a comienzos de febrero, dirigió Eduardo a los sherifs de los condados costeros. Les informaba de que la reina y su hijo, duque de Aquitania, enviados a Francia en misión de paz, se habían aliado, bajo la influencia del traidor y rebelde Mortimer, con los enemigos del rey y del reino; por eso, en caso de que la reina y el duque de Aquitania desembarcaran de las naves que el rey les había enviado a Francia, y solamente si llegaban con buenas intenciones, su voluntad era que fueran recibidos cortésmente; pero si desembarcaban de naves extranjeras y mostraban deseos distintos a los suyos, la orden era apartar a la reina y al príncipe Eduardo, y tratar como rebeldes a todos los otros que desembarcaran de las naves.

Isabel notificó al rey, por medio de su hijo, que estaba enferma e imposibilitada para embarcar.

Pero en el mes de marzo, el rey Eduardo, informado de que su esposa se paseaba alegremente por París, tuvo un nuevo acceso de furor epistolar. Parecía que esa indignación era como una especie de afección cíclica que le sobrevenía cada tres meses.

Al joven duque de Aquitania escribió lo siguiente: Con falso pretexto, nuestra compañera vuestra madre se aparta de nosotros, a causa de nuestro querido y fiel Hugh Despenser que siempre nos ha servido bien y lealmente; pero vos veis, y todo el mundo puede verlo, que abierta y notoriamente, apartándose de su deber y en contra del estado de nuestra corona, ha atraído hacia si a Mortimer, nuestro traidor enemigo mortal, juzgado en pleno Parlamento, y va acompañada de él dentro y fuera de palacio, a pesar de nosotros, de nuestra corona y de los derechos de nuestro reino. Y todavía hace algo peor, si puede, al teneros en compañía de nuestro dicho enemigo, delante de todo el mundo, con muy gran deshonor y villanía, y en perjuicio de las leyes y usos del reino de Inglaterra, que vos estáis soberanamente obligado a salvar y mantener.

Y al rey Carlos IV escribió:

Si vuestra hermana nos amase y deseara estar en nuestra compañía, como os ha dicho, mintiendo, no habría partido de nuestro lado con el pretexto de establecer la paz y amistad entre nosotros, cosa que creí de buena fe al enviarla a vuestro lado. Pero la verdad es, muy querido hermano, que nos damos cuenta de que ella no nos ama, y la causa que da, al hablar de nuestro querido pariente Hugh Despenser, es fingida. Pensamos que eso es desordenada voluntad, puesto que tan abierta y notoriamente retiene en su consejo a nuestro traidor y enemigo mortal Mortimer, y va acompañada en su palacio y fuera de él por ese ser malvado. Deberíais, muy querido hermano, hacer que ella se comportara como debe por el honor de todos a quienes está obligada. Quered hacernos conocer vuestra voluntad de lo que os plazca hacer, según la razón de Dios y la buena fe, sin tener consideración a impulsos caprichosos de mujeres y otro deseo.

1.1 Mensajes del mismo estilo fueron enviados de nuevo a todos los horizontes: a los pares, dignatarios, prelados y al mismo Papa. Los soberanos de Inglaterra denunciaban cada uno públicamente el amante del otro, y este asunto de doble arreglo, de dos parejas en que se encontraban tres hombres y una sola mujer, hacía las delicias de las cortes de Europa.

Los amantes de París ya no tenían que tomar precauciones. En lugar de fingir, Isabel y Mortimer se presentaban juntos en todas las ocasiones. El conde de Kent y su esposa, que se había reunido con él, vivían en compañía de la pareja ilegitima. ¿Por qué habían de preocuparse en guardar las apariencias, ya que el rey tenía tanto empeño en publicar su infortunio? Las cartas de Eduardo sólo habían conseguido evidenciar una unión que todo el mundo aceptó como cosa hecha e inmutable. Y todas las esposas infieles pensaron que había una dispensa especial para las reinas, y que Isabel había tenido suerte de que su marido fuera un bribón.

Pero carecían de dinero. Los emigrados no tenían ningún ingreso, ya que les habían confiscado sus bienes; y la pequeña corte inglesa de París vivía enteramente de los préstamos de los Lombardos.

A fines de marzo tuvieron que hacer una nueva llamada al viejo Tolomei. El banquero llegó a la residencia de la reina acompañado del señor Boccacio, que representaba a los Bardi. La reina y Mortimer, con gran afabilidad, le indicaron su necesidad de dinero fresco. Con igual afabilidad y grandes muestras de pesar, Spinello Tolomei se lo negó. Basaba su negativa en sólidos argumentos: abrió su gran libro negro, y mostró las sumas. Messire de Alspaye, Lord de Cronwell, la reina Isabel... sobre esta página Tolomei hizo una profunda inclinación de cabeza... el conde de Kent y la condesa... nueva reverencia... Lord Maltravers, Lord Mortimer... Y luego, en cuatro hojas seguidas, las deudas del mismo rey Eduardo Plantagenet...

Roger Mortimer protestó: las cuentas del rey Eduardo no le concernían.

—Para nosotros, my Lord, todo son deudas de Inglaterra —dijo Tolomei—. Me apena tener que negarme, me apena grandemente decepcionar a una dama tan bella como la reina; pero es pedirme demasiado, esperar de mi lo que yo no tengo y tenéis vos. Porque esta fortuna, que dicen que es nuestra, está formada de créditos. Mis bienes, my Lord, son vuestras deudas. Ved, señora —continuó volviéndose hacia la reina—, ved, señora, lo que somos nosotros, pobres Lombardos siempre amenazados, que debemos pagar a cada nuevo rey un regalo de feliz acontecimiento... ¡Y cuanto hemos pagado desde hace doce años...! Pues cada rey nos retira el derecho de burguesía y nos lo hace comprar con un buen impuesto, incluso dos veces, si el reinado es largo. Ved, sin embargo, lo que hacemos por los reinos. Inglaterra cuesta a nuestras compañías ciento sesenta mil libras, precio de sus consagraciones, de sus guerras, de sus discordias. Señora, ved lo viejo que soy... Hace tiempo que estaría descansando, si no tuviera que correr sin cesar para recuperar esos créditos que necesitamos para cubrir otras necesidades. Se nos llama avarientos, ó ávidos, pero nadie piensa en los riesgos que corremos al prestar a todos y permitir que continúen sus asuntos los príncipes de este mundo. Los sacerdotes se ocupan de los problemas de los humildes, en repartir limosna a los mendigos, en abrir hospitales para los infortunados; nosotros nos ocupamos en las miserias de los grandes.

Su edad le permitía expresarse de esa forma, y la suavidad de su tono era tal que nadie podía ofenderse por sus palabras. Mientras hablaba, miraba con su ojo entreabierto una joya que brillaba en el cuello de la reina y que estaba inscrita a crédito, en su libro, en la cuenta de Mortimer.

—¿Cómo comenzó nuestro negocio? ¿Por qué existimos? Nadie lo recuerda —prosiguió—.

Nuestros bancos italianos se crearon durante las cruzadas, porque a los señores y viajeros les repugnaba ir cargados de oro por las rutas poco seguras o por los campos que no sólo eran frecuentados por gente honrada. Además, había que pagar los rescates. Entonces, para que lleváramos el oro a su cuenta y a riesgo nuestro, los señores, principalmente los de Inglaterra, nos dieron garantía con los ingresos de sus feudos. Pero cuando nos presentamos en esos feudos con nuestros créditos, pensando que el sello de los grandes barones era suficiente obligación, no nos pagaron. Entonces reclamamos a los reyes, quienes, para garantizar los créditos de sus vasallos nos exigieron que les prestáramos a ellos también; de este modo, nuestro dinero yace en los reinos. No, señora, con gran pesar y disgusto, esta vez no puedo.

El conde de Kent, que asistía a la entrevista, dijo:

—Está bien, maese Tolomei. Tendremos que dirigirnos a las otras compañías.

Tolomei sonrió. ¿Qué creía aquel joven rubio que estaba sentado con las piernas cruzadas y que acariciaba negligentemente la cabeza de su galgo? ¿Qué iba a llevarse su clientela? En su larga carrera, Tolomei había escuchado esa frase mil veces. ¡Bonita amenaza!

—My Lord, cuando se trata de tan grandes prestatarios como vuestras personas reales, debéis saber que todas nuestras compañías están informadas, y que el crédito que me veo obligado a negaros no lo concederá ninguna otra compañía; maese Boccacio, que veis aquí, está conmigo por cuenta de los Bardi. ¡Preguntadle...! Porque, señora... (Tolomei se dirigía siempre a la reina), este conjunto de créditos nos resulta penoso debido a que nada lo garantiza. Al extremo a que han llegado vuestros asuntos con el Sire rey de Inglaterra, éste no va a garantizaros vuestras deudas, ni creo que vos las suyas. A no ser que tengáis la intención de tomarlas a cuenta vuestra. ¡Ah! Si fuera así, tal vez podríamos ayudaros de nuevo.

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