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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

La lista de los doce (57 page)

—¿Cuál es la razón entonces?

Mattencourt sonrió. Su tono se tornó entonces más serio.

—Aloysius, a pesar de que dispongo de una riqueza neta mayor que la de la mayoría de ellos, y a pesar de que mi padre fue otrora miembro de su pequeño club, durante muchos años, por el único y exclusivo motivo de ser una mujer, Randolph Loch y sus amigos se han negado a que formara parte del Consejo.

»Dicho en pocas palabras, tras años sufriendo sus insinuaciones sexuales e insultos, decidí que había tenido suficiente. Así que, cuando me enteré de la cacería gracias a mis fuentes en el Gobierno francés, concluí que era el momento de darles una lección. Decidí hacerles daño.

»Y la mejor manera de hacerlo era arrancarles lo que más deseaban, su valioso plan. Si querían a ciertas personas muertas, entonces yo las querría con vida. Si querían acabar con el orden mundial existente, yo no.

»Había oído hablar del capitán Schofield. Su reputación le precede. Al igual que usted, es un joven muy fuerte. Si alguien podía derrotar al M-12 ese era él, con usted a su lado. Así se convirtió en el hombre que lo protegería.

Lillian Mattencourt alzó la cabeza y respiró el fresco aire mediterráneo, una señal que indicaba que la reunión había llegado a su fin.

—Ahora márchese, mi valiente soldado. Márchese. Ha hecho su trabajo y lo ha hecho muy bien. Esta noche tendrá el dinero ingresado en su cuenta: 130,2 millones de dólares, el equivalente de siete cabezas, si no me equivoco.

Y, tras decir eso, se levantó, se colocó el sombrero y se marchó de la cafetería en dirección al Mercedes Benz serie 500 que había aparcado al otro extremo de la plaza.

Lillian Mattencourt estaba ya en el interior del coche, a punto de encender el motor, cuando Knight vio una figura oculta en las sombras de un callejón no muy apartado de allí.

—Oh, puto cabrón —dijo Knight una fracción de segundo antes de que Lillian Mattencourt girara la llave.

La explosión se sintió en toda la plaza.

Macetas y plantas salieron disparadas en todas direcciones. Las sombrillas de las mesas se dieron la vuelta. Los transeúntes comenzaron a correr hacia los restos en llamas del Mercedes de Mattencourt.

Y el hombre que había permanecido oculto en el callejón se acercó como si tal cosa a la mesa de Knight y se sentó junto a él.

Su cabeza sin pelo y su rostro quemado estaban cubiertos por unas gafas de sol y una gorra.

—Vaya, vaya, pero si es Larkham —dijo Knight.

—Hola, capitán Knight —lo saludó Damon Larkham—. Hace dos semanas, usted me robó algo de un avión de carga que volaba de Francia a Afganistán: tres cabezas, si no recuerdo mal. 55,8 millones de dólares.

Knight vio a otros tres miembros del IG-88 cerca, con las pistolas ocultas bajo sus chaquetas, rodeándolo a Rufus y a él.

No había escapatoria.

—Ah, sí. Eso.

Larkham habló en voz baja:

—Otros lo habrían matado por lo que hizo, pero yo no soy así. Tal como yo lo veo, son cosas que pasan en nuestra profesión. Es la naturaleza del juego y yo disfruto con él. Sin embargo, creo que en última instancia lo que pasa en el campo de batalla se queda allí. Una vez dicho esto, teniendo en cuenta este desafortunado incidente… —Damon señaló a los restos humeantes del coche de Lillian Mattencourt—. Y la cantidad de dinero que se le acaba de escapar de las manos, consideremos la deuda saldada.

—Me parece una buena idea —dijo Knight con calma, si bien con la boca pequeña.

—Hasta la próxima, capitán —se despidió Larkham mientras se ponía en pie—. Nos vemos en el próximo safari.

Y, tras eso, Damon Larkham y sus hombres se alejaron. Lo único que Knight pudo hacer fue mirar compungido cómo se marchaba y negar con la cabeza.

7.10

Casa de Madre

Richmond, Virginia (EE. UU).

1 de marzo, 12.00 del mediodía

Cuatro meses después

El sol brillaba con fuerza sobre el patio trasero de Madre, donde estaba celebrándose una barbacoa.

Era domingo y un reducido, pero íntimo, grupo de personas se había congregado para una reunión informal.

El marido de Madre, Ralph, camionero, estaba allí ocupándose de las salchichas con una espátula de tamaño desmedido. Sus sobrinas estaban dentro de la casa, imitando el último éxito de Britney Spears.

David Fairfax estaba sentado en una silla bajo el toldo, tomando una cerveza mientras compartía historias y anécdotas con Madre y Libro II acerca de sus aventuras acontecidas durante el pasado mes de octubre: historias sobre persecuciones en aparcamientos cercanos al Pentágono, torres de oficinas en Londres, cazarrecompensas zulúes, cazarrecompensas británicos y la idéntica toma de dos superpetroleros a ambos lados de Estados Unidos. También hablaron de Aloysius Knight.

—He oído que el Gobierno ha limpiado su expediente, cancelado la recompensa por su cabeza y lo ha sacado de la lista de las personas más buscadas —dijo Fairfax—. Hasta han dicho que podría regresar a las fuerzas especiales si quisiera.

—¿Lo ha hecho? —preguntó Libro II.

—No creo siquiera que regrese al país —dijo Fairfax—. ¿Madre? ¿Qué sabe de Knight?

—Llama por teléfono de tanto en tanto —dijo—, pero no, no ha vuelto a Estados Unidos. Si yo fuera él, no tengo muy claro que lo hiciera tampoco. Respecto a lo de las fuerzas especiales, no creo que Knight sea ya un soldado. Creo que ahora es un cazarrecompensas.

Haber mencionado a Knight hizo que Madre mirara atrás.

En un rincón del patio, solo, estaba Schofield: bien afeitado, con vaqueros y camiseta y un par de Oakley con cristales reflectantes. Estaba bebiendo una Coca-Cola mientras contemplaba el cielo.

Apenas había hablado con nadie desde que había llegado, algo habitual en esos últimos meses. La muerte de Gant le había afectado mucho. Llevaba de baja indefinida desde entonces y no parecía que fuera a regresar al servicio activo en mucho tiempo.

Todos le dejaban su espacio.

Pero justo entonces, mientras Ralph estaba cortando las cebollas, el timbre de la puerta sonó. Era un mensajero. Traía un sobre grande con la dirección de Madre, pero dirigido a Shane Schofield.

Madre se lo llevó. Este lo abrió. En el interior había una tarjeta con un dibujo de un vaquero que decía: «¡Tu nueva vida comienza hoy, vaquero!».

En el interior había una nota:

Espantapájaros:

Lamento no haber podido ir hoy, pero me ha salido un nuevo trabajo.

Tras haber hablado recientemente con Madre, me he dado cuenta de que hay algo que debería haberle contado hace cuatro meses.

¿Sabía que, estrictamente hablando, mi compromiso contractual de mantenerlo con vida expiró cuando desactivó el misil cerca de La Meca? Mi trabajo era mantener al capitán Schofield con vida hasta las 12 del mediodía del 26 de octubre o hasta el momento en que los motivos por los que tenía que ser eliminado expiraran.

Nunca antes había ido más allá de mis obligaciones contractuales. Para serle honesto, pensé en abandonarlo en aquella mazmorra. Después de todo, por aquel entonces, los motivos por los que querían eliminarlo ya no existían.

Pero, tras ver la manera en que sus hombres permanecían a su lado en el transcurso de aquel terrible día, tras observar su lealtad para con usted, decidí quedarme y luchar a su lado.

La lealtad no es algo que ocurra sin más, capitán. Siempre se basa en un acto independiente y desinteresado: una palabra de apoyo, un gesto amable, un acto de bondad no provocado. Sus hombres le son leales, capitán, porque usted es un hombre de los que no abundan: un hombre bueno.

Por favor, vuelva a vivir. Le llevará tiempo. Créame, lo sé. Pero no abandone el mundo aún. Puede ser un lugar terrible, pero también hermoso, y ahora más que nunca necesita de hombres como usted.

Y sepa esto, Shane
Espantapájaros
Schofield, usted se ha ganado mi lealtad, una proeza que hacía tiempo que ningún hombre conseguía.

En cualquier momento, en cualquier lugar, si necesita ayuda, tan solo haga la llamada y allí estaré.

Su amigo, el Caballero Oscuro

P.D.: Estoy seguro de que ahora mismo ella está velando por usted.

Schofield guardó la carta. Y se puso de pie. Comenzó a andar por el patio, en dirección a la calle, a su coche.

—¡Eh! —gritó Madre, preocupada—. ¿Adónde vas, campeón?

Schofield se volvió hacia ella y le sonrió, una sonrisa triste pero auténtica.

—Gracias, Madre. Gracias por preocuparte por mí. Te lo prometo, no tendrás que hacerlo por mucho más tiempo.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Que qué voy a hacer? —dijo—. Voy a intentar volver a vivir.

A la mañana siguiente se presentó en las oficinas de personal del cuartel general de los Marines, en el edificio anexo a la Armada, en Arlington.

—Buenos días, señor —le dijo al coronel al mando—. Soy el capitán Shane Schofield. Espantapájaros. Estoy listo para volver al trabajo.

Agradecimientos

No sé vosotros pero, cuando leo un libro, la mayoría de los nombres que aparecen en la página de agradecimientos no me dicen demasiado. O bien son amigos del autor o gente que ha ayudado al autor durante la fase de investigación del libro o ha contribuido a su publicación. Pero dejadme que os diga una cosa: esa gente merece un agradecimiento público y profundo.

En mis libros anteriores siempre he escrito en la página de agradecimientos estas palabras: «A todo aquel que conozca a un escritor, que jamás infravalore el poder que tienen sus ánimos y apoyo».

Creedme, los escritores (toda la gente creativa en general) se alimentan de los ánimos de su gente. Nos alientan, nos empujan a seguir adelante. Una palabra de aliento puede eclipsar miles de críticas negativas.

Y si bien puede que vosotros, mis queridos lectores, no reconozcáis todos los nombres que figuran a continuación, cada uno de ellos, a su modo, me animó a seguir. Este libro es mejor gracias a su ayuda.

Así pues, en el lado de los amigos:

Gracias, una vez más, a Natalie Freer por su compañía y su sonrisa y por leerse otro libro mío en tandas de sesenta páginas; a John Schrooten, a mi madre y a mi hermano, Stephen, por decirme lo que realmente pensaban. Y a mi padre por su silencioso apoyo.

A Nik y a Simon Kozlina por llevarme a tomar un café cuando lo necesitaba y a Bec Wilson por todas esas cenas cada miércoles. Y a Daryl y Karen Kay, y a Don e Irene Kay por ser tan entusiastas sujetos de pruebas, tercos ingenieros y buenos amigos.

En el lado técnico:

Quería darle las gracias especialmente al extraordinario Richard Walsh, de BHP Billiton, por la fantástica visita a la mina de carbón en Appen. ¡Las escenas en la mina de este libro son mucho más auténticas gracias a esa experiencia! Y gracias a Don Kay por presentarnos.

Y, por supuesto, una vez más, mi más sincero agradecimiento a mis increíbles asesores militares estadounidenses, el capitán Paul M. Woods, del ejército de los Estados Unidos, y el exsargento de artillería del Cuerpo de Marines Kris Hankison. Es increíble todo lo que estos dos hombres saben; por ello, cualquier posible error del libro es culpa mía, y ha sido cometido a pesar de sus objeciones.

Y, de nuevo, gracias a todos los que trabajan en Pan Macmillan, gracias por otro gran esfuerzo. Todos los trabajadores de Pan Macmillan, desde el departamento Editorial al de Publicidad, pasando por los comerciales que se patean calles y librerías, son maravillosos.

A todo aquel que conozca a un escritor, que jamás infravalore el poder que tienen sus ánimos y apoyo.

M. R.

Notas

[1]
N. de la t.: En inglés, EST,
Eastern Standard Time.
<<

[2]
N. de la t.: MOAB: Massive Ordnance Air Blast bomb;
Mother of All Bombs
.
<<

[3]
N. de la t.: «Bobo».
<<

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