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Authors: José León Sánchez

Tags: #Histórico, Relato

La isla de los hombres solos (14 page)

Nuestros artilleros apuntaban el cañón contra el bote de bandera blanca levantándole unos ex reos con sus propias manos a modo de palancas conforme el movimiento que indicaba el capitán de la «batería».

Entre los «ciudadanos» de primera línea se repartían las opiniones. Unos abogaban por retroceder contra el ejército de San Lucas y otros con no levantar un dedo. Sabíamos que de ganar la guerra don Venancio nos mantendría como «ciudadanos» de San Lucas, y si perdíamos… No era necesario pensar si perdíamos. La verdad es que estábamos presos dentro de un juego de locos.

Desde el bote ya cerca de la orilla salió una voz fuerte; para que se le escuchara mejor, había formado un altavoz con un cartón en forma de cucurucho de vender maní. Y dijo:

—Por orden del señor Presidente de Costa Rica se manda que nadie haga caso al loco de Venancio y avisa que si dentro de veinte minutos no se rinden, tanto los reos como los soldados han de volar a fuego de cañón. Promete no castigar a ningún reo o soldado porque él reconoce los modales del loco y sabe que a veces impresiona o atemoriza con la amenaza de crueles castigos. Por lo anterior fue que se le escogió como comandante de San Lucas. Solamente se pide la entrega del loco de Venancio. Para todos los demás está la solemne palabra empeñada de perdón y de olvido.

Don Venancio con lágrimas en los ojos reunió un grupo de reos y otro de soldados y les pidió una opinión: los nuevos ciudadanos optaron por no rendirse, que se dieran armas a los ex presidiarios; los soldados opinaron por una rendición.

—Dicen los del barco que faltan tres minutos… Todos miramos al señor Presidente de San Lucas.

En ese momento casi me dio pena verle en tal situación. Se paró sobre una piedra. Cantó y nos hizo cantar un himno nuestro compuesto por una vieja tonada de cuplé Y luego se arrancó las insignias de general.

Luego, tomando su espada, la quebró sobre la rodilla derecha. Después sacó un pañuelo blanco y lo levantó sobre la punta de su espada rota haciéndole ondear.

Nosotros estábamos por llorar y salir corriendo. Una angustia rara me invadió el alma. Paso a paso bajó el general hasta el malecón y poniendo su cabeza entre la rodillas, sentado, lloró en la misma forma en que he llorado y había mirado llorar a tantos hombres derrotados por la vida cuando llevaban una cadena al pie, y una sentencia de «para siempre» sobre el nombre.

El barco se aproximó a toda máquina. Cien hombres bajaron en botes. Algunos de ellos venían muertos de risa y con el capitán al frente se acercaron donde estaba Venancio. El capitán primero se cuadró, le presentó armas y luego le arrancó a tirones el uniforme, hasta el pantalón, y cargándole las cadenas, lo llevó hasta el barco. Una última mirada nos envió don Venancio con sus ojos hechos llanto. A pesar de lo cruel que había procedido siempre, un movimiento de pena recorrió por nuestra fila de reos. Al fin y al cabo, él nos había quitado las cadenas y nos prendió la llama del anhelo de ser libres en el corazón que por absurda y loca que fue, no por eso era menos cierto que nos ardió en la vida.

En el pecho el eco de su voz de mando al declararnos libres y ciudadanos de un ensueño imposible, tenía tonalidad de suave y hermosa promesa como las manos de un ángel.

Nuestro general Venancio, Primer Presidente de la República de San Lucas, se fue como se fueron y se tendrían que ir, antes y después, tantos sueños locos, esperanzas y pesares.

Se nos había ofrecido perdón y olvido.

Los soldados, todos, incluso los de don Venancio encerrados en el calabozo, fueron desarmados y llevados al barco. Una guardia nueva, desde el comandante al corneta, tomó su cargo del presidio.

Nuestra expectación ahora era esperar la clase de perdón y de olvido que se nos había ofrecido, ya que el instante nos tenía nerviosos con un centenar de soldados dirigiendo sus rifles contra nosotros.

Lo primero que debíamos de «olvidar» era que durante unos días fuimos hombres casi verdaderamente libres…

El nuevo comandante del presidio inició sus labores leyendo una proclama donde se decía que la acción del coronel Venancio era conocida como «piratería» militar o algo parecido. Se agregó que la República de San Lucas no existió nunca a no ser en la mente calenturienta de un loco y una era la bandera de Costa Rica y que por lo tanto se iba a quemar la intrusa que nuestro ex general inventó y que había elevado en el mástil. Y se decía solamente una era el alma de la libre y soberana República de Costa Rica y que ni el tiempo, las rebeliones, las guerras, ambiciones de los hombres, o la perversidad de los ingratos, lograría jamás añadir una pulgada más con el robo o el engaño para otros pueblos, o suprimir una pulgada de menos dejada por la heredad de los mayores. Y que nada podía limitar el imperio que la Madre Patria tiene con nobleza y libertad en el corazón de cada hijo, con cadenas o no, que a todos ellos cuida, pidiendo a Dios de que así fuera para siempre.

La patria mandaba a sus hijos, todos: costarricenses.

Y que cada uno era igual al otro no importaba que las cadenas y el odio con que se nos quisiera atar o dividir, ya que tenemos un mismo corazón y la misma sangre por la que al final —reos o no— debemos de velar por esta tierra que nos dio vida y ha hecho hombres.

El discurso estaba muy bonito y poco más o menos es lo que recuerdo. El nuevo comandante se pasó tres meses entre nosotros y no sé su nombre. Su primera acción era que «olvidáramos» lo pasado y para darnos una demostración de que todo era igual, mandó a sacar las cadenas, los grillos y grilletes, barras y cepos, planchas de hombro que nuestro ex general había lanzado al mar.

Y luego…

Nunca una fila se me mostró con tanto sabor a sal como al de aquel día. Uno a uno fuimos extendiendo las manos, los pies, y las cadenas empezaron a sonar. La felicidad de ser libres se había ido. La mayoría de nosotros ya tendría de nuevo la cadena hasta el último día de su vida. El mundo se volvió otra vez con el color de lo negro. Pero esos tres días de libertad tan grandes como tres millones de años, iban a perdurar en nuestro espíritu para siempre. Comprendimos lo hermoso que era ser un preso sin cadenas. Y es que ser un reo sin hierros que lo aten, es como bendecir a la sociedad que nos ha traído hasta la cárcel, aunque fuera, como en mi caso, por una inmensa injusticia.

A decir verdad muchos de nosotros ni siquiera tuvimos tiempo de analizar esa aventura como el acto de un loco. La mente del reo es así y solemos creer en todo lo que encierre una esperanza por remota que sea. Soñamos llenos de felicidad que mañana no ha de haber hambre y nadie nos ha de maltratar y ha de venir un día en que vamos a tener papa en el almuerzo, y papa en la comida.

Aunque nuestra sentencia sea para toda la vida nos negamos a creerlo.

Cuando nos han sentenciado a muchos años, se hace una angustia rara al principio de la pena, pero después llegamos a creer que es del todo imposible pasar la vida entera entre las rejas.

Ninguno entre nosotros termina por aceptar que hemos tenido culpa de lo malo que nos llevó hasta el delito, sino que buscamos una salida para determinar que fue la mano de Dios. Otros, los que no creen en Dios, se refugian en el destino y le echan toda la culpa, no faltando los que se creen totalmente inocentes y pondrían sus manos en el fuego para declararlo a todos los vientos.

Volvimos a ser ganado, menos que ganado.

Los herreros sudaban sobre los hierros remachando piernas y brazos. La fila de reos en la espera de su turno para recibir el hierro parecía que no iba a terminar nunca. Algún mazo —cosa extraña— se salía de las manos hábiles del herrero y daba de lleno en el tobillo y entonces el herido se hacía a un lado y los herreros proseguían su labor con un tanto de temblor entre sus manos.

Nuestro día era eso: grillos y cadenas, trabajar bajo el agua e ir dejando pedazos de nuestra vida entre lodazales o piedras picudas como gavilanes, que tales eran esas hojas de mar.

Y de nuevo achicarnos en esos salones donde el odio y la esperanza, la oración y la m…; el hombre y la bestia; Dios y el diablo; el ayer y el mañana: todo era igual.

Arrastré mi cadena hasta el patio donde pasaban revista. El látigo volvió a temblar sobre los hombros desnudos. Era lógico: de nuevo éramos reses.

Los cabos de vara, esos mismos tan mimados de don Venancio, que la tradición cercelaria considera como indispensables para el manejo de los penales (reos armados de garrote para dominar a sus compañeros), volvieron a primera plana.

Y de nuevo ¡D
IOS MIRABA PARA OTRO LADO
…! Mi vida era de mugre.

Después cuando quería estar contento me acordaba de los días en que pasé sin cadenas y me decía que la vida sin cadenas como que es buena y no es de mugre.

Y ahora que recuerdo.

Tal vez porque me estaba haciendo viejo y ya peinaba canas o por tener poco a poco una personalidad diferente, lo cierto es que entré en el período en que el reo suele rezar.

Yo miraba a veces a algunos reos rezando y creo que se sentían mejor que yo. Y además que una noche me dije:

—No es mentira lo que dice la gente de que Dios cuando se trata de presidios mira para otro lado. Pero, qué tal si un día vuelve los ojos y nos pilla rezando. ¿Qué pasa? Total que ni tardo ni perezoso saca un libro de cuentas, nos borra de un plumazo y luego viene la orden de libertad.

Pero a veces me cansaba de rezar.

Pasaban meses y venían muchos otros juntos en que no me acordaba de Dios para nada, pero me animaba el secretillo de que El siempre se acordaba de mí y que una hora de las tantas volvería a ver para el presidio y encontraría los tres millones de rezos y de ruegos que le envié y que por ahí estaban flotando en el aire. Flotando, sí, porque es sabido que del presidio no sale nada, ni siquiera un puñado de oraciones.


Señor, Dios bueno de los hombres y mujeres que viven en Costa Rica, quiero que cuando vuelvas los ojos para este lugar te acuerdes de mí. No te acuerdes de nadie más, Señor, porque aquí en este salón solamente tres reos entre cien sabemos rezar: acuérdate solamente de mí.

Ya ni siquiera sé rezar; por lo tanto, entiendo que tú sabes que mis rezos son mal dichos, como un hombre malo que soy. ¡Cuidado vas a confundir mis rezos con el de los otros dos porque entonces me vas a dar una gran jodida!

Yo, Señor de los que viven en Costa Rica, no te pido mucho. La verdad es que ni siquiera sé pedir. Al menos no te pido que pongas bondad en el corazón de los que nos cargan de cadenas porque yo sé que es imposible. Esas gentes pertenecen al diablo y yo sé que tú no tienes trato con el diablo. No te pido, Señor, salud, dinero, ni pan para todos los días. Ni siquiera te pido que me quites el hambre, me prives de las cadenas, porque todas esas son cosas del diablo y ya te digo que yo sé que tú no tienes trato con él.

Esta oración que hoy te envío de todo corazón vale por los tres meses que hace que yo no elevo una oración hasta tu cielo. Vale por las noches en que no he de rezar. Si acaso es que mañana, o dentro de mil mañanas vuelves los ojos para este penal, aquí queda mi rezo, Señor, no lo confundas con el de los otros, porque yo te digo que me darías una gran jodida.

La verdad es que no debería de pedirte nada porque yo sé que tú sabes que yo no creo en ti. Pero hay cosas que yo sé: si es verdad que no creyera en ti, no te nombrara nunca y seguro te han dicho que en mis noches de intensa desgracia yo digo: Maldito Dios que me ha brindado este destino… Lo que es una forma de acordarme de que tú en verdad eres en alguna parte del Cielo el Hombre que Manda, el Comandante del Universo. Sí; yo tengo la seguridad que en mis noches de estar mal, cuando me acuerdo de ti y pronuncio tu nombre, ya te lo han dicho en la forma en que te recuerdo… Pero hay algo que tengo más que seguro y de muy cierto: que si en verdad existes, sí te acuerdas de mí. No te pido un regazo de mujer. No te pido una carreta nueva. No te pido suerte porque no he tenido jamás un poco de suerte. Yo en verdad, es que ni siquiera sé pedirte. Yo sé que a veces tienes tantas cosas por hacer que procedes con errores, pues de no ser así no estaríamos alguno que otro inocente en este penal y tantos pillos juntos engordando por las calles de Costa Rica y hasta más de uno que vive explotando nuestra propia desgracia.

Por lo anterior es que te digo que cuidado te equivocas y confundes mi ruego con el de los otros dos, porque me darías una gran jodida.

Como no tengo hijos, familia, ni nadie que se acuerde de mí, no te lloro como seguro hacen esos dos. No te pido que pongas una gota de miel en el alma del que me mandó a la cárcel y que diga la verdad para que pueda salir libre, porque sé que estoy aquí por un amigo del diablo y Tú no tienes esa clase de amistades.

Además, mi ruego es pequeño y no te puedes confundir que haya papas más de una vez en el mes, Señor, que nos den papas…

Hay cosas que hasta el día de hoy no me gustan.

Me pide usted que se las cuente con los dedos de una mano y yo se las cuento.

No me gusta la tristeza.

¡No, amigo mío, es que no me gusta la tristeza!

No sé por qué será que en la cárcel siempre, al lado sur, al norte, al este y allá donde muere el mar y se acuesta el sol, siempre, siempre, el rostro de los seres y de las cosas refleja la pena.

No me gustan los gritos ni el chasquear del látigo sobre la espalda que no es mía. Y no me gusta cuando brinca sobre mi propia carne. Ya no me gustan los gemidos del gato, no me gustan, ¡no!

Desde que empezó el amanecido, hasta mi tarima llegó el endiablado maullar de un gato.

Era el único gato que existía en el presidio. Pertenecía al señor capitán de la guardia y por eso es que nunca a reo alguno se le ocurrió atentar contra él, aunque en lo que a mí respecta cuando mansamente se me acercaba y se acurrucaba en mis rodillas, le acariciaba imaginando lo hermoso que luciría en el fondo de un tarro, danzando entre burbujas hirvientes y luego el gusto que tendría con un poquito de sal y unas rodajitas de limón.

Claro que cuesta mucho conseguir la sal a pesar de que aquí abunda por todo lado, pero como es negocio del señor comandante solamente el residuo de las calderas negras y malolientes es posible ver en nuestro rancho.

No lograba dormir y el gato por un rato interminable seguía llorando con un vaguido raro que venía de lejos y parecía salir de todos los lados del penal: de arriba en el techo; abajo en el sótano; el hueco que está en mitad del disco y que es el lugar donde se encierra a los hombres que se portan como lo peor del mundo.

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