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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

La invención de Hugo Cabret (19 page)

—Sí, no se preocupe —repuso Isabelle—. Papá Georges se siente un poco mejor hoy.

—Sabe que estamos aquí, ¿verdad? —preguntó el señor Tabard.

—Esto… bueno, en fin, suban ustedes.

Cuando llegaron al rellano, Isabelle les pidió que esperasen un momento, y el señor Tabard dejó en el suelo el paquete que llevaba. Luego, la niña dirigió una mirada nerviosa a Hugo y entró en la casa. Se oyeron voces, y al cabo de un rato Isabelle volvió y los invitó a pasar.

—Por favor, mamá Jeanne, no te pongas furiosa conmigo.

La vieja señora estaba cortando verduras para la comida, y cuando se dio la vuelta para mirar a los recién llegados, tenía en la mano un cuchillo enorme y reluciente.

—¿Quiénes son estos señores, Isabelle? —dijo, mientras la hoja del cuchillo resplandecía a la débil luz de la bombilla. Etienne y el señor Tabard retrocedieron un paso.

Hugo metió la mano en el bolsillo de su húmeda chaqueta, sacó el libro que había cogido prestado de la biblioteca de la Academia y se lo dio a Isabelle.

—Hemos averiguado quién es papá Georges —le dijo la niña a su madrina—. Hugo encontró este libro que habla de las películas que hizo. Lo escribió el señor Tabard, que es profesor de Etienne. Por favor, mamá Jeanne, solo quieren ayudarnos. Admiran mucho a papá Georges.

El señor Tabard se enderezó la pajarita que llevaba puesta y dio un paso al frente.

—Le pido mis más sinceras disculpas, señora; pensábamos que estaba usted informada de nuestra visita. Nos marcharemos ahora mismo y volveremos cuando usted nos diga.

De pronto, la vieja señora cayó en la cuenta de que estaba blandiendo un cuchillo de aspecto temible y lo dejó apresuradamente sobre la mesa. Luego se secó las manos en el delantal.

—Por favor, procuren hablar en voz baja. Mi marido duerme. Créanme que lo siento, yo… yo desearía que mi ahijada me hubiera contado antes que tenían intención de visitarnos, porque tal vez así podríamos haber evitado esta desagradable escena. Me temo que no voy a pedirles que vuelvan.

—Por favor, mamá Jeanne, no les digas que se vayan…

—Señora Méliès, no quisiéramos imponerle nuestra presencia —dijo el señor Tabard—, pero si me dice usted que este va a ser nuestro único encuentro, deje al menos que le cuente una historia. Conocí a su marido hace muchos años, cuando yo no era más que un niño. Mi hermano mayor era carpintero, y trabajó para su marido en muchas de sus primeras películas. A menudo me dejaba que lo acompañara al estudio donde su marido rodaba… Lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer mismo. El sol entraba a raudales por las grandes cristaleras, y a mí me parecía estar en un palacio de cuento de hadas. Una tarde, su marido se acercó a mí, me estrechó la mano y me dijo algo que jamás he olvidado.

El señor Tabard se interrumpió por un instante, dirigió la mirada a la puerta de la habitación, que estaba cerrada, y luego reanudó su relato.

—Se arrodilló a mi lado y me dijo estas palabras: «Si alguna vez te has preguntado de dónde vienen los sueños que tienes por la noche, mira a tu alrededor y lo sabrás. Aquí es donde se hacen los sueños».

—Y así, crecí obsesionado por la idea de fabricar sueños como hacía él. Aquel día su marido me hizo un valioso regalo, y mi único deseo es devolverle de algún modo el favor que me hizo.

Hugo recordó lo que había dicho su padre al describir la primera película que había visto en su vida: que era como ver sus propios sueños en mitad del día.

La vieja señora se enjugó el sudor de la frente con una esquina del delantal.

—Tengo que sentarme —dijo. Isabelle le acercó una silla y su madrina se dejó caer con un suspiro—. Mi marido fue un hombre importante, y para mí es un orgullo ver que ustedes recuerdan sus películas con tanto agrado. Pero su salud es muy frágil… No creo que sea buena idea obligarle a remover el pasado.

—De hecho, hemos traído una porción de su pasado —repuso el señor Tabard— Pero si no le parece pertinente…

—¿Qué han traído, señor Tabard? —preguntó Isabelle.

Su madrina enarcó las cejas.

—Isabelle, cuando Hugo me invitó a venir aquí para presentarme a un hombre que creía muerto, debo admitir que me invadió el escepticismo —repuso el señor Tabard—. Aun así, movido por los buenos recuerdos que guardo de Georges Méliès, encargué a Etienne que buscara en el archivo de la Academia. Allí, en un rincón, bajo un montón de cajas viejas, Etienne encontró una de las películas que hizo tu padrino. Está un poco polvorienta, pero creo que se encuentra en buen estado. También decidimos traer un proyector, por si tu padrino quería verla una vez más. Debe de hacer mucho que no ve sus películas…

Hugo e Isabelle se agarraron, presas del nerviosismo.

—¡Proyéctela, señor Tabard! —exclamó Hugo.

—No, no. No quiero que Georges se despierte —dijo la vieja señora.

—¡Por favor, madrina! Me gustaría tanto verla… ¡Por favor! —imploró Isabelle.

Su madrina dirigió la mirada hacia la puerta del dormitorio y acarició el broche que cerraba el cuello de su blusa. Por un momento, Hugo creyó ver que sus ojos resplandecían con un destello de curiosidad. Luego, la vieja señora se tapó los ojos con una mano como si no pudiera soportar la luz, sacudió la cabeza y accedió:

—De acuerdo, pero háganlo rápido.

El señor Tabard y Etienne cogieron el paquete que habían dejado en el recibidor, lo desenvolvieron, sacaron el proyector, lo colocaron sobre la mesa y montaron el rollo de película en su soporte. Etienne metió el extremo del celuloide en una ranura y enchufó el aparato. Hugo corrió las cortinas, y Etienne dirigió la lente del proyector hacia una pared y lo encendió. El aparato cobró vida con un tableteo y el rollo de película comenzó a girar; de pronto, la pared se iluminó con una explosión de luz y se llenó de imágenes. Apareció el propio Georges Méliès de joven, disfrazado con una blanca barba postiza y una capa negra cubierta de lunas y estrellas. Hugo reconoció aquella prenda: cuando había caído al suelo tras romperse la caja del armario, le había parecido una manta, pero ahora se daba cuenta de que era uno de los trajes que aparecían en la película
El viaje a la luna
. Era la película más maravillosa que Hugo había visto en su vida. Se imaginó a su padre de niño, hacía muchos años, sentado en la oscuridad y viendo aquella mismísima película, contemplando la cara enfadada de la luna.

Cuando la película terminó, el rollo de celuloide se quedó dando vueltas en la bobina receptora. El cabo que quedaba suelto chocaba una y otra vez contra el aparato produciendo un chasquido intermitente, hasta que Etienne apagó el proyector y el rectángulo de luz desapareció de la pared. Todo quedó en silencio.

Entonces se oyó el crujido de un paso sobre la vieja tarima del piso y todos se dieron la vuelta. Georges Méliès estaba de pie en el umbral de su habitación, con los ojos llorosos.

—Reconocería el sonido de un proyector de cine en cualquier parte —dijo.

Su mujer se acercó a él y lo rodeó con un brazo, llorando también.

—¿Quiénes son estos señores? —dijo el viejo.

Isabelle le presentó a sus visitantes.

—El señor Tabard es profesor en la Academia Francesa de Artes Cinematográficas, y Etienne es uno de sus alumnos. Los dos son admiradores tuyos.

Los visitantes estrecharon la mano del viejo juguetero.

—¿Y por qué han venido?

Isabelle le explicó a su padrino la historia del autómata, y le contó cómo Hugo lo había rescatado de los restos carbonizados del museo.

—Lo arregló, y yo… Perdóname, padrino, porque yo me porté muy mal. Le robé a mamá Jeanne su llave en forma de corazón, le enganché una cadena y me la colgué al cuello. Entonces Hugo la vio y se dio cuenta de que encajaría en el agujero del autómata, y los dos le dimos cuerda y el autómata hizo un dibujo y logramos averiguarlo todo entre los dos…

—No todo, Isabelle, no todo —la interrumpió su padrino, sonriente.

Hugo se metió la mano en el bolsillo, sacó el dibujo del hombre mecánico, que había recompuesto con gran cuidado, y se lo ofreció al viejo, quien lo cogió con manos temblorosas.

Todos se quedaron callados largo rato.

—Dejadme el proyector —dijo al fin el viejo juguetero.

—¿Para qué? —preguntó su mujer.

George Méliès se acercó al aparato, lo desenchufó, cargó con él y lo llevó a su habitación. Luego cerró la puerta y echó el cerrojo.

8

Al abrir la puerta

L
A VIEJA SEÑORA LLAMÓ A LA PUERTA DEL DORMITORIO
.

—Georges, ¿qué haces? —dijo.

Todos escucharon expectantes, pero el viejo juguetero no contestó. De la habitación no salía ningún ruido.

—Georges, abre la puerta, por favor —insistió su mujer procurando no dejar traslucir su nerviosismo. Llamó de nuevo a la puerta, pero su marido seguía sin dar señales de vida.

De improviso sonó un estrépito tan fuerte que los huesos de Hugo retumbaron.

Los cinco se abalanzaron sobre la puerta del dormitorio. Parecía como si él viejo juguetero hubiera desencajado a golpes la puerta del armario o hubiera volcado la cómoda, o, peor aún, como si se hubiera caído de cabeza y se hubiera descalabrado. Por un momento todo quedó en silencio, y luego se empezaron a oír fuertes pasos que recorrían el dormitorio una y otra vez, y palabras que ninguno podía entender. La vieja señora intentó abrir la puerta a empujones.

—¡Georges! ¡Georges! ¡Lo siento mucho, Georges! ¡Déjanos entrar, te lo ruego!

Pero el estrépito no cesó. Era como si el viejo juguetero estuviera arrastrando objetos por el suelo, pegando martillazos y dando golpes a diestro y siniestro, todo ello salpicado por gruñidos profundos y guturales e interrumpido por largos períodos de silencio. Los niños estaban aterrados, y la madrina de Isabelle sollozaba. Etienne y el señor Tabard intentaron tirar la puerta abajo, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. Los ruidos se iban haciendo cada vez más intensos y terroríficos.

Decidieron empujar la puerta todos al mismo tiempo, pero no lograron moverla ni un centímetro. De pronto, Hugo tuvo una idea luminosa:

—¡Isabelle, abre el cerrojo con tu horquilla!

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