Read La hija del Nilo Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (12 page)

Cleopatra se volvió a todos lados. ¿Adónde podían huir? Por la izquierda, el muelle terminaba en el canal, y además en esa zona estaban atracando los otros tres barcos de guerra. A la derecha, a unos doscientos metros, se levantaba una barrera custodiada por guardias que protegían el dique seco.

¿Al túnel otra vez? No se le ocurría nada mejor que hacer. Mientras tanto, había ya más de cien soldados desplegándose junto a la Macedonia y el capitán del puerto acudía a la carrera a recibirlos.

—Por donde hemos venido, antes de que nos vean —dijo Cleopatra. Seguirían el pasadizo que conducía hasta la pirámide de Zoser, y después ya pensarían en algo.

—Demasiado tarde, señora —respondió Carmión, señalando a los soldados—. Ya vienen para acá.

—¡Pues corred! —exclamó Cleopatra, y se dispuso a seguir su propio consejo sin mirar atrás.

—¡Cleopatra! ¡Princesa Cleopatra!

La joven se quedó clavada al oír aquella voz, que le resultaba muy familiar. Se giró de nuevo, sin saber qué ocurriría a continuación.

«Muéstrate segura como si de verdad ya fueses una reina», se dijo, y aunque la ropa que llevaba era cualquier cosa menos regia, tiró de la túnica para alisársela un poco.

El hombre que venía hacia ellos caminando a zancadas y acompañado por el entrechocar de sus armas y arneses era Aquilas, el general que había acompañado a su padre en su viaje a Chipre y más tarde en su exilio. Supuestamente, era leal a Auletes, pero después de lo que había ocurrido esa noche, Cleopatra ya no estaba segura de más fidelidad que la suya.

Arsínoe no debía de albergar tantas dudas, porque al reconocer a Aquilas corrió hacia él y se arrojó en sus brazos. El general la correspondió como pudo unos segundos y después la soltó, azarado.

En ese momento, el capitán del puerto, un hombre ya mayor y con una abultada barriga, llegó junto a ellos.

—Señor —saludó jadeando—. No teníamos noticia de que hoy fuese a llegar ninguna flota militar.

Aquilas levantó la palma para mandarle silencio. Después dijo:

—Desde este momento, el puerto de Perunefer y la ciudad de Menfis quedan bajo mi autoridad.

—Por supuesto, señor. Todo lo que los barcos de la reina puedan...

—De la reina no. —Aquilas se volvió hacia Cleopatra y, mirándola directamente a los ojos, añadió—: Actúo así en nombre de Ptolomeo Neos Dioniso Filopátor Filadelfo, descendiente de la casa real de Macedonia, legítimo rey de Alejandría, soberano de Egipto y señor de las Dos Tierras. Que por boca de su servidor Aquilas envía sus saludos y respetos a Cleopatra Filopátor.

La joven estuvo a punto de desmayarse allí mismo de alivio y debilidad. Sólo entonces, al percatarse del temblor de sus rodillas, recordó que no había dormido desde que la madrugada anterior la despertaran para el ritual de Sopdet. Sin embargo, aguantó a pie firme mientras Aquilas la saludaba con una reverencia y le presentaba novedades.

Fue en ese momento cuando sonaron las trompetas.

12

Cleopatra miró hacia su izquierda. Por el canal entraba otra nave de guerra, pintada de un ominoso color negro desde la línea de flotación hasta la balaustrada. Tenía tres hileras de columbarias por las que asomaban otras tantas filas de remos. No podía saber si en el interior había uno o dos hombres empuñando cada pala, pero por la altura de la obra muerta y la cantidad de soldados que viajaban en cubierta pensó que debía tratarse de un quinquerreme y no un trirreme.

—Esos romanos siempre marcando la entrepierna —murmuró un oficial junto a Aquilas.

—Guárdate tus groserías —respondió el general, que añadió un segundo después—: Aunque tengas razón.

¡Un barco romano! Las trompetas siguieron sonando, mientras en el mástil sin vela izaban un estandarte rojo con cuatro letras doradas. Eran similares a los caracteres griegos, pero algunos tenían formas desconocidas para Cleopatra.

SPQR

—¿Qué significa esa palabra, Aquilas? —dijo Cleopatra. Primero había pensado preguntar: «¿Sabes qué significa?». Pero eso habría supuesto que le daba al general la opción de saber o no saber, y a un subordinado no se le deben ofrecer opciones: se le pregunta y se obtiene una respuesta.

—Senatus PopulusQue Romanus —respondió Aquilas—. El senado y el pueblo de Roma. Esos bárbaros no se gobiernan por reyes, sino por un consejo de cientos de nobles y por varias asambleas formadas por la peor chusma de la ciudad. —El general soltó un bufido despectivo—. Un caos. Y aun así se las arreglan para vencer todas sus guerras.

Cleopatra no tardó en comprender por qué. El quinquerreme atracó al lado de la Macedonia en un hueco que le habían dejado las otras naves alejandrinas. Apenas habían atado las amarras a dos grandes bolardos de bronce cuando desde dentro ya tendían dos planchas de madera. Segundos después, sendos pelotones de soldados desembarcaron al paso ligero. Sus botas claveteadas hacían retemblar las tablas de las pasarelas y sus cotas de malla grises resonaban con estrépito de metal.

Apenas habían pasado unos minutos cuando más de ciento cincuenta hombres formaban dos rectángulos perfectos delante de la nave. Cleopatra observó con cierta mortificación que la maniobra de los romanos había sido mucho más rápida y precisa que el desembarco un tanto caótico de los guerreros griegos.

Aquilas se volvió hacia Cleopatra y sus hermanos.

—Altezas, si tenéis la bondad de acompañarme, os presentaré al noble lugarteniente del general Gabinio, que ha venido con órdenes expresas de escoltaros de regreso a Alejandría, donde os reuniréis con vuestro padre.

—¿Vamos a viajar en ese barco? —preguntó Arsínoe, señalando al quinquerreme romano.

—Así es, señora. Lo que no me esperaba de ningún modo era encontraros aquí y... —El general movió los ojos un segundo, y Cleopatra comprendió que, involuntariamente, la había mirado de arriba abajo, extrañado por verla con aquellas ropas—. Y en estas circunstancias.

—Son circunstancias largas de explicar, general —respondió Cleopatra—. Ahora, preséntame a ese hombre del que hablas.

«Conozcamos por fin a esos brutos amos del mundo», se dijo para sus adentros.

Caminaron entre varios grupos de soldados griegos hasta llegar ante la formación de los romanos. «Legionarios», le explicó Aquilas en voz baja. Así era como llamaban a sus guerreros, y «legiones» a sus grandes batallones, ejércitos en miniatura de entre tres y seis mil hombres.

El lugarteniente en cuestión estaba hablando con un guerrero que llevaba un estandarte y una piel de lobo cuyas fauces le cubrían la parte superior del yelmo. Aquilas tuvo que carraspear dos veces para que el romano abandonara su conversación y se diera la vuelta.

Cleopatra lo estudió con curiosidad. El jefe de aquellos romanos era tan alto como Aquilas, pero de espaldas más anchas; rasgo exagerado todavía más por las hombreras de la coraza, que era de bronce con filigranas plateadas que representaban a un Eros alado. El faldar de cuero que protegía sus muslos era más bien corto, lo que dejaba ver unos músculos abultados y definidos junto a las rodillas, y unos gemelos masivos que contrastaban con los finos tobillos. Tenía los antebrazos y los bíceps surcados de venas tan gruesas como el meñique de Cleopatra.

Los rasgos de aquel Heracles eran acusados: labios carnosos, nariz aquilina y mentón prominente, adornado por un hoyuelo. A su manera algo tosca resultaba muy guapo, salvo tal vez por los ojos, que eran estrechos y ligeramente estrábicos.

—Altezas —dijo Aquilas—, os presento al noble Marco Antonio, lugarteniente del general Aulo Gabinio y jefe de su caballería. Fue él quien tomó Pelusio en un solo día.

Pelusio era la fortaleza que guardaba la frontera oriental de Egipto contra las invasiones que provenían de Asia. Cleopatra nunca la había visitado, pero tenía entendido que sus bastiones eran formidables.

O quizá no tanto, ya que habían caído en un día.

Mientras Aquilas presentaba a los cuatro miembros de la familia real, Marco Antonio no quitaba ojo a Cleopatra. Acostumbrada a que Arsínoe se llevara todas las miradas, aquello la halagó en parte; mas también la incomodó, pues el romano la estaba evaluando con todo descaro como si examinara una ternera para un sacrificio.

—Mi señora Cleopatra. Tengo un gran honor conociéndote —saludó por fin el romano. Tenía la voz más aguda y clara de lo que se habría esperado en alguien con ese corpachón. Hablaba un griego fluido, aunque a veces confundía las formas verbales—. Si me haces el honor embarcando en mi nave, te conduciré de inmediato a Alejandría.

—¿De inmediato? —Cleopatra miró sus ropas y luego las de su hermana. Al hacerlo, descubrió que Arsínoe se estaba comiendo con los ojos al romano. «Sólo le falta relamerse», pensó avergonzada.

—Las órdenes de tu padre son llevarte con la mayor urgencia a Alejandría —explicó Aquilas.

Cleopatra retrocedió un paso. De pronto se le ocurrió que todo podía esconder una trampa de la usurpadora. Sería muy propio de su crueldad hacerles creer que se habían salvado para luego cercenar de un hachazo sus esperanzas.

Aquilas debió de leer sus pensamientos, porque se acercó a ella y le dijo en susurros:

—No debes temer ya por tu hermanastra, señora. Ni ella ni su marido viven ya. Arquelao murió combatiendo contra los romanos en las afueras de Alejandría, y la usurpadora ha sido decapitada por orden de tu padre.

Cleopatra suspiró. Tendría que aceptar la palabra de Aquilas; no le quedaba otro remedio.

—Pero esto es muy precipitado —objetó—. Observa qué ropas llevamos, y en Menfis tenemos muchas cosas, y criados, y...

—No te preocupes, señora —repuso Aquilas—. Tendrás tiempo de regresar a Menfis para ser coronada en el templo de Ptah.

—¿Coronada? —repitió Cleopatra, incrédula.

—¿Coronada? ¿Ella? ¿Por qué? —preguntó casi al mismo tiempo su hermano Ptolomeo en tono indignado.

Aquilas asintió con la barbilla para corroborar su afirmación, mientras el romano escuchaba su conversación entornando los ojos, que se habían convertido en dos ranuras.

—Vuestro padre ha decidido que no volverá a reinar solo —dijo el general, dirigiéndose a los cuatro hermanos. Después miró a Cleopatra—: Tranquila, señora. No piensa casarse contigo. Tan sólo tendrás que ser su consorte en las ceremonias religiosas. —Con una sonrisa de superioridad que a Cleopatra le resultó odiosa, añadió—: No tendrás que agobiar tu bella cabeza con cuestiones de estado.

El romano, Marco Antonio, se adelantó y le tendió una mano. La tenía grande y de dedos espatulados, pero sus uñas estaban limpias y bien recortadas.

—Mi señora Cleopatra, si haces el honor subiendo conmigo, zarpamos ya.

Cleopatra tomó la mano del romano, que le sacaba la cabeza entera, pasó entre dos filas de legionarios y subió por la pasarela. A su espalda oyó las pisadas y las voces de sus hermanos, pero no se giró.

Una reina no vuelve el cuello para mirar atrás.

«Tú tenías razón, abuela», se dijo. Sí, sería reina, y mucho antes de lo previsto. Se estremeció imaginando que su padre pudiera intentar convertirla en algo más que reina asociada. Pero, por muchos incestos que se hubiesen producido en la historia de los Ptolomeos, ninguno de ellos se había atrevido a tanto.

«Debes unirte con el hombre más poderoso del mundo», recordó. Miró de reojo al oficial romano. Exudaba fuerza, sin duda, pero era física, la fuerza bruta de un magnífico semental. Además, era el lugarteniente de alguien más poderoso que él.

No, Marco Antonio no podía ser. Aquel hombre al que se refería su abuela, fuese quien fuese, se encontraba todavía en el incierto futuro.

Cleopatra no podía sospechar que había estado a punto de escuchar su nombre en los labios de Apolodoro. Pues había sido su amo, el que lo liberó y lo puso al servicio de Ptolomeo Auletes.

Pero a aquel hombre todavía le faltaba mucho para convertirse en el más poderoso de la oikoumene, y su camino y el de Cleopatra aún tardarían en cruzarse.

II

Marzo del año 706 de la fundación de Roma. Según los registros de la ciudad, es el año del consulado de Gayo Julio César y Publio Servilio Vatia
[1]
.

Sin embargo, hay una gran parte de los nobles de la República que no admiten la autoridad de estos dos cónsules y en su lugar se alinean en las filas de Pompeyo el Grande. Finalmente, la guerra civil ha estallado. ¿Cómo se ha llegado a esta situación?

Varios años antes, en el 700 de Roma, Julia, hija de César y esposa de Pompeyo el Grande, murió de sobreparto. Desde entonces las relaciones entre los dos prohombres de la República se enfriaron y deterioraron paulatinamente. Mientras César proseguía con sus conquistas en la Galia y sofocaba una revuelta general acaudillada por Vercingetórix, sus enemigos en la ciudad no dejaban de verter veneno contra él en los oídos de Pompeyo.

En el año 704 de Roma, sometida por fin la Galia, César se acercaba al final de su mandato como procónsul, que había sido prorrogado un quinquenio más gracias a la intervención de Pompeyo, entonces su aliado. Estaban a punto de cumplirse diez años desde que fuera cónsul por primera vez, y conforme a las leyes, César podía optar a un segundo consulado.

Pero existía una dificultad. Para presentarse como candidato, César tenía que renunciar a su cargo de procónsul y entrar en la ciudad sin su ejército. En el ínterin entre ambos cargos, se convertiría en un ciudadano privado y podría ser acusado y llevado a juicio por cualquier compatriota, ya que perdería la inmunidad propia de los magistrados.

El temor de César de ser juzgado y condenado se hallaba justificado. Muchos senadores le guardaban rencor por las medidas que había decretado siendo cónsul, como el reparto de tierras públicas para los soldados veteranos de su entonces aliado Pompeyo, y estaban aguardando el momento propicio para denunciarlo. Por otra parte, su encarnizado enemigo Marco Porcio Catón, adalid de los optimates, la facción más conservadora del senado, había propuesto que César fuese entregado a los germanos para que lo ejecutaran, como compensación por haber provocado una guerra supuestamente ilegal contra su rey Ariovisto al principio de sus campañas.

Por tal motivo, César solicitó que se le permitiera presentarse al consulado in absentia, sin licenciar a su ejército ni viajar personalmente a Roma. De esta manera pasaría de una inmunidad a otra y podría seguir adelante con su programa de reformas.

Other books

El nacimiento de la tragedia by Friedrich Nietzsche
New Title 32 by Fields, Bryan
A Treasure Worth Keeping by Kathryn Springer
A Fatal Debt by John Gapper
Styx & Stone by James W. Ziskin


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024