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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La hechicera de Darshiva (10 page)

Seda, con aire pensativo, se rascó la barbilla.

—De modo que Zandramas se dirige a Melcena —dijo—. Me gustaría conocer más detalles al respecto.

—Enviaré a varios hombres a la costa, Alteza —ofreció Kasvor—. Estoy seguro de que podrán obtener más información.

—Bien —dijo Seda mientras se incorporaba—. Si encuentras a alguien que pueda informar algo nuevo, envíalo a El León y dile que seré muy generoso.

—Por supuesto, Alteza.

—Necesitaré dinero —dijo Seda sopesando la bolsa que llevaba amarrada al cinturón.

—Me ocuparé de eso de inmediato, príncipe Kheldar.

Abandonaron el edificio y descendieron los lustrosos peldaños de piedra en dirección a sus caballos.

—No es normal —murmuró Beldin con un gruñido.

—¿A qué te refieres? —preguntó Belgarath.

—A la suerte que tienes.

—No te entiendo.

—¿No es curioso que Kasvor recordara por casualidad justo el dato que necesitabas? Lo añadió al final, como si no tuviera importancia.

—Los dioses siempre me han apreciado —respondió Belgarath satisfecho.

—¿Crees que la suerte es un dios? Nuestro Maestro te encerraría a pan y agua durante siglos si te oyera hablar así.

—Es probable que no haya sido obra de la suerte —dijo Durnik con aire pensativo—. De vez en cuando, la profecía parece ayudar un poco a la gente. Recuerdo una ocasión en Arendia, en que Ce'Nedra debía dar un discurso. Estaba tan aterrorizada que se sentía enferma, hasta que un joven noble borracho la insultó. Entonces ella se enfadó y su arenga enardeció a la multitud. Pol dijo que la profecía podría haber hecho emborrachar a ese joven para que insultara a Ce'Nedra, la hiciera enfadar y la indujera a pronunciar el discurso necesario. ¿No creéis que ésta podría ser una situación similar? En tal caso, sería más apropiado hablar del destino que de la suerte.

Beldin miró al herrero con los ojos brillantes.

—Este hombre es una joya, Belgarath —dijo—. He estado buscando a alguien con quien filosofar durante siglos, y aquí lo tengo, ante mis propios ojos. —Apoyó su enorme mano deformada sobre el hombro de Durnik—. Cuando lleguemos a esa posada, amigo mío, tendremos una conversación que podrá extenderse durante siglos.

Polgara suspiró.

La posada El León era un edificio grande con paredes de ladrillo amarillo y techo de tejas rojas. Una ancha escalinata conducía a la imponente puerta de entrada, atendida por un lacayo uniformado.

—¿Dónde están los establos? —preguntó Durnik mirando alrededor.

—Quizá detrás —respondió Seda—. La arquitectura melcene es distinta de la occidental.

Mientras desmontaban, dos mozos de cuadra se acercaron a ocuparse de los caballos. Seda subió los peldaños y el lacayo lo saludó con una reverencia.

—Nuestra casa se honra con vuestra presencia, príncipe Kheldar —dijo—. Mi amo os aguarda dentro.

—Gracias, buen hombre —respondió Seda mientras le entregaba una moneda—. Es probable que más tarde venga a visitarme alguien, tal vez un marinero o un estibador. Cuando llegue, ¿tendrías la bondad de enviarlo a verme de inmediato?

—Por supuesto, Alteza.

La planta superior de la posada era digna de un palacio, con habitaciones espaciosas y lujosamente alfombradas. Las paredes estucadas estaban pintadas de blanco y cortinas de terciopelo azul colgaban sobre las ventanas. Los muebles macizos parecían confortables y las puertas tenían forma de arco.

Durnik se limpió las suelas de los zapatos con cuidado antes de entrar.

—Por lo visto, son muy aficionados a los arcos —señaló—. Yo siempre he preferido las construcciones con columnas y dinteles. Por alguna razón, no me fío de los arcos.

—Son absolutamente seguros, Durnik —lo tranquilizó Seda.

—Estoy bien informado sobre la teoría —dijo el herrero—. El problema es que, si no conozco al hombre que los construyó, no sé si puedo fiarme de él.

—¿Todavía quieres hablar con él de filosofía? —le preguntó Belgarath a Beldin.

—¿Por qué no? El pragmatismo también desempeña un papel importante en el mundo y a veces mis especulaciones se vuelven un tanto fantasiosas.

—Creo que la palabra correcta para definirlas es «delirantes», Beldin.

—¿Delirantes? ¿Te crees con derecho a decir algo así?

—Sí —asintió Belgarath mientras lo miraba con expresión crítica—, creo que sí.

Polgara, Ce'Nedra y Velvet se retiraron al lujoso baño, que era aun más grande que el del palacio de Mal Zeth.

—Tengo que ocuparme de algunos asuntos —se excusó Seda mientras las damas se bañaban—, no tardaré mucho.

Después del baño, aunque antes de la cena, un individuo delgado y pequeño vestido con una chaqueta de lona manchada de alquitrán, entró en la salita principal.

—Me han dicho que un tal príncipe Kheldar quería hablar conmigo —dijo mientras echaba un vistazo alrededor.

Hablaba con un acento casi idéntico al de Feldegast.

—Ah —dijo Garion—, el príncipe ha salido un momento.

—Pues no tengo todo el día para sentarme aquí, hombre —objetó el hombrecillo—. Tengo cosas que hacer y gente que atender, ¿sabes?

—Yo me ocuparé de esto —repuso Durnik con suavidad.

—Pero...

—No hay ningún problema —lo interrumpió Durnik con firmeza y se volvió al pequeño estibador—. El príncipe tenía algunas preguntas que hacerte —dijo con tono despreocupado—. Nada que tú y yo no podamos resolver sin molestar a Su Alteza —rió—. Ya sabes que estos nobles suelen ser muy... quisquillosos.

—Tienes razón. No hay nada como un título para que un hombre pierda el sentido común.

—¿Qué puedo añadir? —dijo Durnik con los brazos abiertos—. ¿Por qué no te sientas y conversamos un poco? ¿Te apetece una jarra de cerveza?

—Me gusta echar un trago de vez en cuando —sonrió el hombrecillo—. Me has leído la mente, amigo. ¿A qué te dedicas?

—Soy herrero —confesó mostrándole las manos callosas y llenas de cicatrices de quemaduras.

—¡Vaya! —exclamó el estibador—. Te has buscado un oficio caluroso y pesado. Yo trabajo en el puerto. También es bastante pesado, pero al menos estoy al aire libre.

—Tienes razón —asintió Durnik con la misma actitud despreocupada. Luego se giró y chasqueó los dedos a Belgarath—. ¿Por qué no vas a buscar unas jarras de cerveza para mi amigo y para mí? —sugirió—. Si te apetece, puedes coger otra para ti.

Belgarath refunfuñó entre dientes y se dirigió hacia el criado que aguardaba al otro lado de la puerta.

—Es un pariente de mi esposa —le explicó Durnik al hombrecillo manchado de alquitrán—. No es muy listo, pero ella insistió en que lo contratara. Ya sabes cómo son esas cosas.

—¡Vaya si lo sé! Mi amada esposa tiene primos incapaces de diferenciar un extremo de la pala del otro, aunque no tienen problemas para encontrar el barril de la cerveza y una mesa donde comer.

Durnik rió.

—¿Cómo va el trabajo en los muelles? —preguntó.

—Es muy duro. Los amos se quedan con las monedas de oro y nos dejan las de bronce a nosotros.

—Siempre ha sido así, ¿verdad? —comentó Durnik con una risita irónica.

—Así es, amigo mío, así es.

—En este mundo no hay justicia —suspiró Durnik—, y un hombre debe resignarse a los caprichosos designios de la fortuna.

—¡Cuánta razón tienes! Veo que tú también has tenido que soportar amos injustos.

—En una o dos ocasiones —admitió Durnik. Luego suspiró—. Bien —dijo por fin—, vayamos al grano. El príncipe está interesado en un hombre que tiene los ojos blancos. ¿Lo has visto alguna vez?

—¡Ah! —repuso el estibador—, te refieres a ése. Espero que se hunda hasta las cejas en una letrina.

—Por lo visto sabes bien de quién te hablo.

—Y no ha sido ningún placer conocerlo, te lo aseguro.

—Bien —dijo Durnik—, veo que tenemos la misma opinión sobre ese individuo.

—Si tienes pensado matarlo, te dejaré mi garfio de carga.

—No sería mala idea —rió Durnik.

Garion contemplaba atónito a su viejo y honesto amigo. Nunca había tenido oportunidad de observar esa faceta de Durnik. Entonces giró la cabeza y vio a Polgara, con los ojos desorbitados de asombro.

En aquel momento entró Seda, pero se detuvo ante un gesto de Velvet.

—Sin embargo —continuó Durnik con astucia—, ¿qué mejor manera de fastidiar a alguien que nos disgusta a ambos que entorpecer un plan que le ha llevado más de un año urdir?

—Te escucho, amigo —dijo el estibador con vehemencia y una sonrisa cruel que dejaba al descubierto todos sus dientes—. Dime cómo fastidiar al tipo de los ojos blancos y te seguiré hasta el final.

El estibador escupió en la palma de su mano y extendió el brazo. Durnik lo imitó y se estrecharon las manos en un gesto tan viejo como el tiempo.

—Ahora bien —dijo el herrero bajando la voz hasta darle un tono confidencial—, hemos oído que este maldito individuo de ojos blancos, quieran los dioses que pierda todos sus dientes, ha alquilado un barco para ir a Melcena. Lo que queremos saber es cuándo zarpó, quién lo acompañaba y dónde debía desembarcar.

—Muy simple —declaró el estibador con voz efusiva mientras se reclinaba sobre el respaldo de la silla.

—¡Eh, tú! —le dijo Durnik a Belgarath—, ¿qué pasa con la cerveza?

Belgarath dejó escapar unos cuantos gruñidos ahogados.

—¡Es tan difícil encontrar buen servicio en los tiempos que corren! —suspiró Durnik.

Polgara tuvo que hacer grandes esfuerzos para contener una carcajada.

—Bien —continuó el estibador mientras se inclinaba hacia adelante con actitud cómplice—, lo he visto todo con mis propios ojos, así que te daré información de primera mano. El tipo de los ojos blancos llegó al puerto hace unos cinco días. Era el amanecer de uno de esos días nublados en que no puedes diferenciar la niebla del humo y temes respirar cualquiera de las dos cosas. El de los ojos blancos iba acompañado por una mujer vestida con una túnica negra de raso con capucha. La mujer llevaba un niño en brazos.

—¿Cómo sabes que era una mujer?

—¿Acaso no tengo ojos, amigo? —rió el estibador—. Ellas no caminan igual que nosotros. Ningún hombre sería capaz de imitar su forma de mover las caderas. No tengo ninguna duda de que era una mujer. El pequeñajo era tan hermoso como un amanecer, pero parecía un poco triste. Era un niño corpulento y daba la impresión de que hubiera dado cualquier cosa por tener la oportunidad de coger una espada para librarse de aquellos dos. Bueno, la cuestión es que se marcharon; el barco soltó amarras y se perdió en la niebla. Se rumorea que se dirigían a la ciudad de Melcena, o a alguna cala cercana. El contrabando es habitual en esa región, ¿sabes?

—¿Y dices que todo esto ocurrió hace cinco días? —preguntó Durnik.

—Cuatro o cinco, a veces olvido en qué día vivo.

Durnik cogió con afecto la mano manchada de alquitrán de aquel hombre.

—Mi querido amigo —dijo—, entre todos desbarataremos los planes del tipo de los ojos blancos.

—Me encantaría ayudarte —señaló el hombrecillo ilusionado.

—Ya lo has hecho, amigo —respondió Durnik—. No te quepa la menor duda. Seda —dijo el herrero con seriedad—, creo que deberías recompensar a nuestro amigo por las molestias. —Seda, que parecía algo desorientado, sacó unas cuantas monedas de su bolsa—. ¿Pretendes conformarlo con eso? —preguntó Durnik con expresión crítica.

Seda duplicó la cantidad, pero, ante una nueva mirada de desaprobación de Durnik, volvió a duplicarla en monedas de oro.

El estibador se marchó con las monedas apretadas en el puño. Entonces Velvet se incorporó en silencio y dedicó una respetuosa reverencia al herrero.

—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —le preguntó Seda.

Durnik lo miró sorprendido.

—¿Nunca has vendido caballos en una feria campestre, Seda? —preguntó.

—Tal como os dije, viejos amigos —dijo Beldin divertido señalando al herrero, que había imitado el tosco acento del estibador durante toda la conversación—, el viejo dialecto aún no ha muerto y es la mejor música para mis oídos.

—¿Quieres dejarlo ya? —refunfuñó Belgarath, disgustado. Luego se volvió hacia Durnik—. ¿A qué viene ese trato familiar?

—Me he topado muchas veces con ese tipo de hombre —explicó—. Pueden resultar serviciales, pero son muy suspicaces y hay que abordarlos de la manera correcta —añadió con una sonrisa—. Con un poco de tiempo, podría haberle vendido un caballo con tres patas y convencerlo de que había hecho un negocio fantástico.

—¡Oh, mi querido Durnik! —exclamó Polgara mientras rodeaba con los brazos el cuello de su marido—. ¿Qué haríamos sin ti?

—Espero que nunca tengáis la oportunidad de averiguarlo —contestó él.

—Muy bien —interrumpió Belgarath—, ya sabemos que Zandramas ha ido a Melcena. Ahora la pregunta es por qué lo ha hecho.

—¿Para escapar de nosotros? —sugirió Seda.

—No lo creo, Kheldar —dijo Sadi—. Darshiva es su centro de poder. ¿Por qué iba a correr en la dirección opuesta?

—Tienes razón.

—¿Qué hay en Melcena? —preguntó Velvet.

—Nada importante —respondió Seda—, a no ser que tomes en consideración el dinero. Según he oído, las reservas de casi todo el mundo están allí.

—¿Creéis que Zandramas está interesada en el dinero? —preguntó la joven rubia.

—No —respondió Polgara con firmeza—. En estos momentos, el dinero no significa nada para ella. Tiene que haber otra razón.

—Lo único que significa algo para ella ahora mismo es el Sardion, ¿verdad? —observó Garion—. ¿Es probable que el Sardion esté en algún lugar de las islas?

Beldin y Belgarath intercambiaron una mirada.

—¿Qué significa esa frase? —preguntó Beldin con exasperación—. Piénsalo, Belgarath. ¿Qué significa «el Lugar que ya no Existe»?

—Tú eres más listo que yo —replicó Belgarath—. Resuelve solo el acertijo.

—¡Odio los acertijos!

—Creo que por el momento lo único que podemos hacer para averiguarlo es seguirlos —dijo Seda—. Zandramas parece saber dónde va y nosotros no, de modo que no tenemos otra opción, ¿verdad?

—El Sardion también ha estado en Jarot —murmuró Garion con aire pensativo—. Hace mucho tiempo de ello, pero el Orbe detectó su rastro poco antes de llegar a la ciudad. Bajaré al puerto para comprobar si los dos caminos continúan unidos. Es posible que Zandramas tenga algún sistema para perseguir al Sardion, igual que nosotros. Tal vez no sepa adonde se dirige y se limite a seguir su rastro.

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