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Authors: Karel Capek

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de las salamandras (30 page)

Es cierto. Ha corrido mucha, muchísima agua. Nuestro Frantik ya no es ni el colegial que estudiaba geografía, ni el joven que rompía calcetines corriendo tras las vanidades del mundo. Aquel Frantik es ahora un señor mayor. Gracias a Dios, es empleado de correos. Para algo sirvió, después de todo, que aprendiese con tanto entusiasmo la geografía. «También empieza ya a tener conocimiento», piensa el señor Povondra, dejando deslizar su botecito corriente abajo, hacia el puente de la Legión. «Hoy vendrá a buscarme. Es domingo y no tiene que trabajar. Lo haré subir en el bote e iremos hacia arriba, a la punta de la Islita de los Tiradores. Allí pican más los peces. Y Frantik me contará lo que dicen los periódicos. Después iremos a nuestra casita, en Vysehrad, y mi nuera traerá a los dos nietecitos…» El señor Povondra se entrega por unos momentos a las delicias de ser abuelo. «Dentro de un año ya irá Marenka a la escuela, está muy ilusionada. Y el pequeño Frantik, mi nietecito, ya pesa ¡treinta kilos!» El señor Povondra siente la sensación de que todo está en el más perfecto orden.

Su hijo ya le espera junto al río y le saluda con la mano. El señor Povondra se acerca a la orilla.

—¡Ya era hora de que llegaras! —le dice en son de reproche—, y ten cuidado, no vayas a caerte al agua.

—¿Pican? —pregunta el hijo.

—Poco —responde al anciano—. Vamos hacia arriba, ¿no?

Es una hermosa tarde dominguera. Todavía no es hora de que esos locos y holgazanes vuelvan del fútbol y otras tonterías por el estilo. Praga está vacía y silenciosa. Las pocas personas que pasean por la orilla del río o por los puentes no tienen prisa. Caminan decentemente y con dignidad. Son gente mejor y más comprensiva, que no se reúne en grupitos para burlarse de los pescadores del Vltava. Papá Povondra vuelve a sentir esa fuerte sensación de que todo está en perfecto orden.

—¿Qué dicen los periódicos? —pregunta con brusquedad paternal.

—En total, nada, papá —responde su hijo—. Aquí leo que esas salamandras ya han llegado hasta Dresde.

—Entonces, Alemania está perdida —contesta el anciano—. ¿Sabes, Frantik? Los alemanes son un país muy raro. Cultos, pero raros. Yo conocía a un alemán, era chófer en una fábrica, un hombre muy brusco. Pero el coche lo tenía en orden, eso hay que reconocerlo. Así, pues, Alemania ha desaparecido del mapa mundial —reflexiona el señor Povondra—. ¡Y cuánto jaleo armaban antes! Era algo terrible, nada más que soldados y más soldados… ¡No hay nada que hacer! Contra las salamandras no pueden ni los alemanes. ¿Sabes? Yo conozco a esas salamandras muy bien… ¿Recuerdas cómo te llevé un día a verlas cuando eras pequeño?

—¡Atención, papá! Ha picado un pez.

—Ése no vale la pena —gruñe el anciano apartando la caña—. ¡Caramba! También Alemania… Uno ya no se extraña de nada. ¡Hay que ver la que armaban antes, cuando esas salamandras inundaban algún país! Aunque fuera solamente Mesopotamia o China, los periódicos estaban repletos de informaciones. Hoy se toma todo como cosa natural —exclama el señor Povondra, contemplando la caña de pescar—. Uno acaba acostumbrándose a todo. ¿Qué se puede hacer? Lo principal es que no las tenemos aquí. ¡Si las cosas no estuvieran tan caras! Por ejemplo, lo que piden hoy por el café… Es cierto, Brasil ha desaparecido también bajo las aguas. Se siente comercialmente que la mitad del mundo está inundada.

La barquita del señor Povondra danza sobre las suaves olas. «¡Hay que ver la tierra que han inundado ya las salamandras!», piensa el anciano. «Egipto, India, China… ¡hasta con Rusia se han atrevido! ¡Cuando pienso que, ahora, el Mar Negro llega hasta el círculo Polar! ¡Qué cantidad de agua! A decir verdad, ¡cuántos continentes nos han arrebatado! Menos mal que avanzan poco a poco…»

—¿Así que dicen que las salamandras ya están en Dresde?

—A dieciséis kilómetros de Dresde. Ya estará bajo el agua toda Sajonia.

—Una vez estuve yo allí con el señor Bondy —exclama papá Povondra—. Era una tierra inmensamente rica, Frantik, pero no te puedo decir que se comiera muy bien. Aparte de eso, la gente era muy agradable, mejor que los prusianos. ¡Te digo que no se puede ni comparar!

—Prusia también ha desaparecido.

—No me extraña —dice el señor Povondra—. Yo no les tengo cariño a los prusianos. Pero los franceses estarán contentos de que Alemania esté al caer. Por lo menos, ya podrán respirar tranquilos.

—Mucho, no, papá —contesta Frantik—. El otro día leí en los periódicos que por lo menos una tercera perte de Francia está también inundada.

—¡Ay! —suspira el señor Povondra—. En mi casa, quiero decir, en casa del señor Bondy, había un criado francés, Jean se llamaba. Y perseguía tanto a las mujeres que era una verdadera vergüenza. ¿Sabes?, esas frivolidades acaban pagándose antes o después.

—Pero dicen que las salamandras han sido derrotadas a diez kilómetros de París —continúa Frantik—. Habían hecho una especie de trincheras, y las volaron. Deshicieron dos cuerpos de ejército de salamandras completos.

—Los franceses son buenos soldados —opina el señor Povondra, como conocedor del asunto—. Yo no sé de dónde lo sacan. Aquel Jean olía a perfumería, pero cuando había que pelear, luchaba como los buenos. Aunque dos cuerpos de ejército de salamandras es muy poco. Cuando reflexiono sobre todo esto —continúa el anciano—, veo que los hombres saben luchar mucho mejor contra los hombres y, además, las guerras antes no duraban tanto tiempo. Con las salamandras empezó todo hace doce años y, hasta ahora, los hombres siempre se retiran a posiciones «estratégicas». ¡En mi juventud sí que había batallas! Tres millones de hombres aquí y tres allá —señalaba el anciano, haciendo balancear la barquita—, y de pronto, ¡Cristo!, se lanzaban unos contra otros. Esta guerra no vale la pena —dice con desprecio papá Povondra—. No hacen más que fabricar paredes de hormigón, pero ¿ataques a la bayoneta? ¡Ni pensarlo!

—Pero si las salamandras y las personas no pueden luchar cuerpo a cuerpo, papá —dice Frantik, tratando de defender la nueva manera de guerrear—. Es imposible hacer un ataque a la bayoneta dentro del agua…

—Eso es —gruñe despectivo el señor Povondra—. No pueden ni acercarse unos a otros como es debido. Pero echa a hombres contra hombres, y verás de lo que son capaces… ¡¡Qué sabéis ahora lo que es la guerra!!

—Lo que hace falta es que no llegue hasta aquí —dice Frantik un poco inquieto—. ¿Sabes, papá? Cuando uno tiene hijos…

—¿Qué quieres decir con «aquí»? —dice al anciano un poco excitado—. ¿Quieres decir, «aquí», a Praga?

—A Bohemia, a Checoslovaquia en general —contesta el joven Povondra preocupado—. Pienso que si las salamandras han llegado hasta Dresde…

—¡Qué listo eres, chico! —le regaña el señor Povondra—. ¿Cómo iban a llegar hasta aquí? ¿cruzando las montañas?

—Quizás por el Elba y, después, continuando por el Vltava.

El señor Povondra grita escandalizado.

—¡No me hagas reír! ¡Por el Elba! Quizás podrían llegar hasta Podmokel, pero nada más. Allí hay solamente montañas rocosas; he estado allí una vez. No te preocupes, aquí no llegarán las salamandras. En ese aspecto, estamos muy seguros. Y Suiza también tiene la misma suerte. Ésa es la ventaja de no tener costas marítimas, ¿sabes? El que tiene hoy mar, está perdido.

—Pero si ahora llega el mar hasta Dresde…

—Allí hay alemanes —declara el anciano protestando—. Eso es asunto suyo. Pero hasta aquí no pueden llegar las salamandras, eso se comprende. Primero tendrían que darles la vuelta a las montañas, ¿te puedes imaginar el trabajo que significaría?

—El trabajo es lo de menos —objeta el joven Povondra—, las salamandras saben trabajar bien. Ya sabes que en Guatemala consiguieron sumergir hasta las montañas.

—Eso es otra cosa —contesta con decisión el señor Povondra—. No hables tonterías, Frantik. Eso ha ocurrido en Guatemala y no aquí. En nuestro país existen otras condiciones.

El joven Povondra suspira.

—Como quieras, papá, pero cuando uno piensa que esos bichos han inundado ya una quinta parte del total de los continentes…

—En los países con mar, tonto, pero no en los demás. Tú no comprendes su política. Esos estados tienen costas marítimas, están en guerra con las salamandras, pero nosotros no. Somos neutrales; por lo tanto, no nos pueden atacar. Así está el asunto. ¡Y no hables tanto o no pescaré nada!

Sobre el agua reinaba el silencio. Los árboles de la Islita de los Tiradores daban ya sombra a la superficie del Vltava. En el puente se veían pasar los tranvías y las criadas paseaban con los cochecitos de los bebés, entre la gente vestida de domingo…

—Papá —exclamó el joven Povondra casi con angustia.

—¿Qué pasa?

—¿No es aquello un siluro?

—¿En dónde?

Del Vltava, precisamente delante del Teatro Nacional, salía una enorme cabezota negra, que adelantaba lentamente contra la corriente.

—¿Es un siluro? —repitió Povondra júnior.

La negra cabezota desapareció bajo el agua.

—No era un siluro, Frantik —exclamó el señor Povondra con una voz extraña—. Vamos a casa, hijo. ¡Todo ha terminado!

—¿Pero qué ha terminado, papá?

—Era una salamandra. Ya están aquí. Vamos a casa —repetía recogiendo con sus nerviosas manos sus avíos de pesca—. ¡Ahora sí que ha terminado todo!

—Estás temblando —se asustó Frantik—. ¿Qué te pasa?

—Vamos a casa —exclamó el anciano excitado, y su barbilla temblaba nerviosamente—. Tengo frío, hijo. ¡Esto nos faltaba! ¿Sabes? ¡Es el fin, Frantik, el fin! Ya están aquí… ¡Caramba, qué frío hace! Quisiera llegar a casa.

El joven Povondra, que lo miraba fijamente, tomó los remos.

—Yo remaré, papá —dijo con voz insegura, y de una fuerte sacudida separó la barquita de la isla—. Déjalo, yo amarraré el bote.

—¿Por qué hará tanto frío? —se extrañó el anciano castañeteando los dientes.

—Yo te sostendré, papá, vamos ya —dijo el joven Povondra tomándolo por el brazo—. Creo que te has enfriado en el agua. Aquello era solamente un pedazo de madera, no te preocupes.

El anciano tembló como una hoja.

—Sí… ¡un pedazo de madera! ¡A mí me vas tú a contar ese cuento…! Yo sé, mejor que nadie, lo que son las salamandras. ¡Déjame!

El joven Povondra hizo algo que no había hecho hasta entonces en su vida: llamó a un taxi.

—A Vysehrad —ordenó, y metió a su padre en el automóvil—. Yo te acompaño, papá, es demasiado tarde.

—Sí, ¡ya es demasiado tarde! —murmuró el viejo Povondra—. Demasiado tarde, hijo. ¡Esto es el principio del fin! ¡No era un pedazo de madera, Frantik! ¡Son ellas!

El joven Povondra casi tuvo que subir en brazos a su padre por las escaleras.

—Prepárale la cama, mamá —susurró al llegar a la puerta—. Hay que acostar inmediatamente a papá. Está enfermo.

Pues bien; ahora papá Povondra está acostado entre edredones, su nariz se destaca extrañamente en su rostro y sus labios murmuran algo incomprensible. ¡Qué viejecito parece! Ahora se ha tranquilizado un poco…

—¿Estás mejor, papá?

A los pies de la cama llora, con la cara escondida en el delantal, mamá Povondra. La nuera está encendiendo la estufa y los niños, Marenka y Frantik, abren extraordinariamente sus inocentes ojos para contemplar a su abuelo, como si no pudieran reconocerlo.

—¿No quieres que llame al médico, papá?

Papá Povondra miró a sus nietecitos y murmuró algo. De pronto, se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Quieres algo, papá?

—¡He sido yo! ¡He sido yo! —sollozó el anciano—. Quiero que lo sepas, ¡yo he tenido la culpa de todo! Si aquella vez no hubiera dejado pasar al capitán a hablar con G.H. Bondy, todo esto no hubiese ocurrido…

—¡Si no ha ocurrido nada, papá! —trató de tranquilizarlo el joven Povondra.

—Tú no lo comprendes —respondió el anciano—. Esto es el principio del fin, ¿sabes? ¡El fin del mundo! Ahora llegará el mar hasta aquí. ¡Si ya están en Praga las salamandras, Dios mío! Todo es culpa mía… No debí dejar entrar a aquel capitán… ¡Que el mundo sepa algún día quién tuvo la culpa de todo!

—Eso es absurdo —exclamó el hijo con aspereza—. No te calientes la cabeza, papá. Eso lo ha hecho el mundo entero. Eso lo hicieron los estados, lo hizo el capital… Todos querían tener el mayor número posible de salamandras. Todos querían ganar a costa de ellas. Nosotros mismos, también les hemos enviado armas y Dios sabe qué… ¡Todos tenemos la culpa!

Papá Povondra se movió intranquilo.

—Antiguamente, el mar ocupaba todo el mundo, y ahora, lo volverá a ocupar de nuevo… ¡Es el fin del mundo! Una vez me contó un señor que en Praga había antes mar… Yo creo que también entonces sería obra de las salamandras. ¿Sabes?

Yo no debí anunciar a aquel capitán. Oía un voz que me decía: «¡No lo hagas!», pero luego pensé: «Quizás este capitán me dé una propina.» ¿Y sabes? ¡No me la dio! Uno destruye tan inútilmente el mundo… —el anciano tragó unas lágrimas—. Yo lo sé… sé muy bien que estamos perdidos y sé también que yo tengo la culpa de todo…

—Abuelito, ¿no quiere un poco de té? —preguntó conmovida la joven señora Povondra.

—Solamente quisiera —suspiró el anciano— solamente quisiera que estos niños me perdonaran.

11

El autor habla consigo mismo

—¿Y tú vas a dejar las cosas así? —interrumpió en este punto la voz interior del autor.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó el escritor un poco inseguro.

—¿Dejarás que el señor Povondra muera de esa manera?

—¿Qué remedio queda? —se defendió el autor—, no creas que lo hago a gusto, pero… después de todo, el señor Povondra tiene ya sus años; digamos que tiene ya… muchos más de setenta.

—¿Y tú dejas que sufra moralmente? ¿Ni siquiera le dices: «Abuelito, ¡si las cosas no están tan mal! El mundo no será destruido por las salamandras, la Humanidad se salvará, espere usted y verá?» Por favor, ¿no puedes hacer nada por salvarlo?

—Bueno, mandaré al médico —propuso el autor—. El anciano tiene, seguramente, una fiebre nerviosa. Claro que a su edad no está descartado que pueda contraer una congestión pulmonar. Pero quizás, con la ayuda de Dios, lo resistirá todo. Quizás columpiará todavía a la pequeña Marenka en sus rodillas, y le preguntará qué ha aprendido en la escuela… Las alegrías de la vejez, Dios mío. ¡Que tenga todavía el pobre anciano las alegrías de la vejez…!

—¡Vaya unas alegrías! —se burló la voz interior—. Apretará contra su corazón a sus nietecitos, con el temor de que un día tengan ellos también que escapar de las aguas, que inundarán el mundo sin remedio… Alzará desesperado sus erizadas normal! También esto es una especie de consuelo: que todo lo que ocurre, cumple su necesidad y su ley.

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