Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—Un visitador eclesiástico como Juan Bautista sirve de filtro —ironicé—. Pero, por favor, ¡no exagere!
—Como fraile mercedario —dijo Juan Bautista Ureta—, tengo experiencia. Mi orden se ha ocupado de arrancarle a los moros (por las buenas, las malas o el soborno) los rehenes cristianos que apresaban. Hoy en día esa tarea ya es ociosa: las guerras más importantes no se practican contra los musulmanes, sino contra los herejes. Y aquí, en las Indias, nuestra orden parece ebria: no sabe cómo distinguirse. Mi obra de visitador la consuela, porque estimulo sus trabajos de evangelización. Mientras, ayudo a los judíos.
—Increíble.
El rabí Gonzalo de Rivas levantó su báculo.
—No voy a pegarles —rió—. Sólo recordarles que ahora, después de la cena, corresponde leer algunos Salmos y entonar canciones. Estamos de fiesta.
Volvimos a nuestros lugares. Dolores distribuyó nueces y pasas de uva. Marcos renovó las velas.
El agotamiento doblega la paciencia del calificador. Este prisionero le ha resultado más duro que el cuarzo: las amonestaciones no lo han perforado, los razonamientos enderezado ni las súplicas conmovido. Alonso de Almeida sabe que no ha sido parco en el caudal de amonestaciones, razonamientos y súplicas. Tiene la boca seca y agria. Contempla por última vez a este hombre con algo de lástima y algo de rencor. Piensa que sólo un sufrimiento muy largo y profundo conseguirá iluminarle el alma.
Golpea la puerta para que los soldados abran. Después se arrastra, apesadumbrado, hacia el cumplimiento de su deber: informar a los inquisidores sobre las atrocidades que ha escuchado, palabra por palabra.
Acompañé a Isabel a los oficios de Semana Santa. Los vecinos debíamos participar visiblemente porque desde los atrios, las naves y los púlpitos se ejercía metódica vigilancia. Los pocos marranos de la ciudad cumplíamos asistencia irreprochable, era uno de los exámenes más despiadados a nuestra doble condición. Debíamos repetir la farsa de una devoción inexistente (que roe el alma como un ácido) y soportar la acusación por los tormentos de Jesús (que desespera de culpa)
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. Cada vez que en esa Semana un sacerdote empezaba a evocarla Pasión y Muerte, mi corazón se aceleraba.
El Domingo de Ramos celebra el ingreso de Jesús a Jerusalén y su recepción con hojas de olivo, laurel y palmera. ¿Quiénes le dieron tan afectuosa bienvenida? Yo esperaba que se dijese «¡los judíos!». Mujeres, niños y hombres de su misma sangre lo acogieron y lo querían. Pero mi expectativa se frustraba. Nunca «dos judíos» son asociados a un acontecimiento positivo, jamás hacen algo bueno.
En el Jueves Santo esperaba escuchar el Sermón del Mandato. Recordaba al lejano Santiago de la Cruz y sus conmovedoras palabras sobre el «amaos los unos a los otros». Pero las finezas de Cristo no inspiraban tanto como sus dolores físicos: el Bien es aburrido.
Hablaban de la Última Cena sin mencionar —ni por remota alusión— su vínculo con el
Séder
y la Pascua judía. Repetían hasta el agotamiento que en esa oportunidad Jesús hizo circular el cáliz lleno de vino y dijo «ésta es mi sangre», y distribuyó el pan y dijo «éste mi cuerpo». Dio a beber el cáliz como rabí Gonzalo su tazón, y distribuyó un pan que no era sino la
matzá
. En Jueves Santo también se regodeaban con la traición de Judas Iscariote. ¡Cómo se regodeaban! Contaban la anécdota y la cubrían de una vileza incomparable. Era lo más asqueroso de la Creación y contra él se canalizaba un torrentoso odio. No se trataba únicamente de un individuo que vendió a su Maestro por treinta monedas, sino del «judío». Su deslealtad es de judío; su codicia, de judío; su hipocresía, de judío. Decir «Judas» es decir «judío». Hasta las tres primeras letras coinciden. La identificación es arrolladora. En mi oreja, cada vez que desde un sermón empezaba a pronunciarse la sílaba «jud», en mi cabeza golpeaba la terminación «ío». Que en vez de «ío» oyera después «as» no disminuía el dolor del impacto.
El viernes era un día aplastante. Desde «raza maldita» a «cáfila de asesinos», podían escucharse todas las variaciones del desprecio. Y esto se enseñaba generación tras generación como un granizo incesante —de siglos— que penetra la médula de la gente. Los judíos son los enjuiciadores, torturadores, calumniadores y verdugos de Dios. Son un pueblo sin ley ni luz ni clemencia. Ávidos de sangre y dinero. Crueles hasta la locura. Prefirieron a un homicida como Barrabás y ordenaron la crucifixión de Jesús porque les gusta ver sufrir. Y aunque los romanos efectuaron las torturas y le rayaron la divina frente con una corona de espinas, eso ocurrió porque los judíos lo exigieron: «los judíos mataron a Cristo». Ni Verónica, ni las tres Marías, ni el pequeño Juan ni los dos ladrones, ni el bondadoso José de Arimatea eran mencionados como judíos. Tampoco el Sábado de Gloria ni la Pascua de Resurrección proveían clemencia. Excepto contadas ocasiones, se pontificaba de tal forma que el sacrificio de Jesús no parecía haberse consumado para salvar a los hombres, sino por imposición de los chacales judíos. Y que su resurrección no era el triunfo sobre la muerte, sino sobre los judíos. Cuantos más palos se diera a esa raza de víboras, más gloria se alzaba al trono de Dios.
Mis hermanas Felipa e Isabel llegaron finalmente a Santiago. Isabel traía a su hijita Ana y Felipa vestía los hábitos de la Compañía de Jesús. Las acompañaba la negra Catalina, cuyos ensortijados cabellos habían encanecido completamente.
Decidimos hospedarlas en casa. Traían mucha fatiga. Advertí que su equipaje era relativamente escaso. Supuse que Isabel conservaba el producto de las ventas en efectivo.
Con los adobes y piedras que tenía reservados en el fondo del solar construí una habitación adicional. En pocas semanas pude ofrecerles un aposento confortable al que incorporé camas, alfombras, un bargueño, arcones y sillas. Mi mujer colaboró con entusiasmo porque había perdido su familia cuando pequeña en la España remota y le producía un íntimo júbilo compartir nuestro encuentro.
Felipa se había transformado en una monja reposada. Sus insolencias de adolescente se diluyeron bajo las negras túnicas de la Compañía. Contó que en el día de la profesión fue acompañada por fray Santiago de la Cruz, que la ceremonia solemne fue inolvidable, con música, flores y una procesión. Hubo muchos invitados: la Compañía había crecido e involucraba a muchos vecinos. Concurrieron el capitán de lanceros Toribio Valdés y un generoso regidor del Cabildo: Diego López de Lisboa.
La escuché sin comentarios. No diría una palabra sobre López de Lisboa hasta que ellas demostraran su capacidad de guardar un secreto. La referencia a López de Lisboa me produjo una trepidación; en ellas hubiera desencadenado un terremoto de sólo sospechar lo que yo sabía.
Isabel se había dulcificado. Madre y viuda precoz, reavivaba la ternura de nuestra propia madre. Sus ojos —parecidos también a los de mi mujer— eran húmedos y acariciadores. La pequeña Ana no se desprendía de su mamá.
—Yo me presentaré en el colegio de la Compañía —anunció Felipa—. Es lo que corresponde.
—Puedes quedarte con nosotros —la invitó mi esposa.
—Gracias. Ustedes son generosos de veras. Pero mi lugar está allí.
Mi mujer asintió y se santiguó.
Un estruendo en la cocina interrumpió nuestra conversación. Caían jarras de latón y estallaban platos de cerámica. Dos gatos se habían introducido entre las tinajas, treparon un barril, saltaron sobre el horno y, escaldados, se revolcaron sobre la mesa con vajilla.
A mi mujer le importó que se hubiera derramado mucha sal en el piso.
—¡Anuncia desgracia! —se sobresaltó mi hermana; y me miró con sus grandes ojos tiernos.
Las testificaciones reunidas en Concepción y Santiago son bastante comprometedoras para el reo. El prolijo trámite inquisitorial, sin embargo, exige no cometer apresuramientos ni saltear instancias. Todo ese material, los bienes confiscados y el reo en persona deben ser embarcados cuanto antes rumbo a Lima donde el alto Tribunal efectuará su inapelable juicio.
Los aldabonazos penetraron en mi sueño como campanadas. Isabel me movió el hombro.
—Francisco, Francisco, llaman.
—Llaman, sí... —me envolví con la capa que había dejado sobre una silla. Los golpes continuaban, insistentes.
—Ya voy —palpé la yesca y aferré a ciegas una bujía; la encendí.
—Rápido —imploraba una voz asordinada tras la puerta, temerosa de incomodarme demasiado.
Abrí una hoja. Apareció una figura encapuchada e impaciente.
—El obispo... —empezó a decir.
—¿Otra hemorragia? —le iluminé el rostro atribulado; parpadeó, me agarró el brazo.
—Venga en seguida, por favor. Se nos muere.
Me vestí en un santiamén.
—¿Qué pasa? —preguntó Isabel incorporándose.
—El obispo tuvo otra hemorragia.
La pequeña Alba Elena sacudió los miembros y lanzó su llanto.
—La sobresaltamos, pobrecita —la recogió en brazos y arrulló tiernamente.
Besé a mi hijita, acaricié la mejilla de mi esposa y disparé hacia la calle.
—¿Cuándo se produjo la hemorragia? —pregunté sin disminuir el trote.
—Ah, recién. Se quejó de dolor en el estómago toda la noche.
—¿Y qué esperaban para venir a buscarme? No contestó.
—¿Qué esperaban?
—Él no quería.
—Nunca quiere. Y me llaman después del incendio —torcimos en la esquina, se veía la casa episcopal. Un par de linternas temblaba ante el vetusto portón.
Recorrí las conocidas galerías. En la alcoba ardía un pequeño candelabro. Percibí el olor de la diarrea por entre los vapores medicinales que salían de un caldero.
—Más luz —ordené.
Arrastré una silla hasta el borde de la cama. El prelado se masajeaba el estómago y emitía débiles quejidos.
—Buenas noches.
No me escuchó.
—Buenas noches —repetí.
Se sobresaltó.
—Ah, es usted.
Le tomé el pulso: había perdido demasiada sangre. Cuando llegaron otros candelabros pude verificar la pronunciada anemia de su tez.
—El cielo me manda hermosos dolores —sonrió apenas.
—Traigan un tazón con leche tibia —ordené al ayudante.
—¡Leche! —hizo una mueca—. Me haría vomitar. No la quiero en absoluto. Pronto me reuniré con el Señor —agregó—. Estoy purgando mis pecados. El cielo me ayuda: sus enemas son más eficaces que las de ustedes —carcajeó con malicia, pero se interrumpió de golpe y llevó ambas manos al abdomen—. ¡Ay!...
—Le pondré paños fríos.
—No hace falta —se retorcía.
El ayudante me alcanzó una pequeña bandeja de cobre con el tazón de leche.
—Beba esto.
—¡Puaj!... —se apretaba el estómago.
Lo ayudamos a sentarse. Tragó un par de sorbos con repugnancia. El tercero lo escupió sobre mis zapatos.
—Quiero recibir nuevamente la extremaunción —se recostó vencido.
Su ayudante empezó a sollozar.
—Rápido —balbuceó.
Palpó con su diestra hasta tocar mi rodilla. Le ofrecí mi mano.
—Usted no se vaya —pidió—. Tiene el privilegio de contemplar los tránsitos al otro mundo.
—Un triste privilegio.
—¿Triste?... Sólo para los pecadores. Los virtuosos gozan este momento... Ya viví demasiado.
La luz del candelabro acentuaba el tajo vertical de su entrecejo. Este hombre seguía emitiendo autoridad. Aún había podido estremecer a los fieles con otro sermón una semana atrás. ¿Cómo habrá sido años antes —me pregunté—, ejercía de inquisidor en el Tribunal de Cartagena? Mi pensamiento, misteriosamente, conectó con el suyo. Me recorrió un escalofrío. En efecto, dije que admiraba su coraje. Y él derivó hacia un recuerdo espantoso.
—Los pecadores, cuanto más pecadores, más sufren… ¡Como lloraban los
marranos
de Cartagena!
No di crédito a mis oídos. Este hombre tenía una percepción demoníaca.
—¡Ay!... —suspiró y volvió a masajearse el abdomen—. ¡Cómo lloraban esos pecadores!
—¿A cuántos relajó? —me oí preguntándole, como si quisiera acompañarlo pero con otro tipo de úlcera, despreciando el riesgo que implicaba tocar el tema.
Abrió sus ojos ciegos y después movió lentamente la cabeza.
—No recuerdo... ¿Relajé a alguno?
Volví a palparle el pulso. Seguía filiforme, vertiginoso.
Me atrapó la mano.
—¿Relajé a alguno? —preguntó ansiosamente.
—Cálmese, Eminencia.
—Fui débil con los judíos... —se agitó—. Ahí está mi pecado. Fui débil.
—¿Misericordioso?
Sacudió la cabeza.
—La misericordia a veces es traición en los asuntos de la fe. Recuerdo que un judío lloraba. ¡Abjura, entonces!, le imploré; pero el infeliz no podía abjurar por el desenfreno de su llanto...
Las gotas empezaron a cubrir mi frente.
—Fui un mal inquisidor. Condené poco... ¡Ay!
Ingresó el ayudante con el confesor del obispo. Me levanté.
—No se vaya —oprimió mi mano.
—Está bien —me corrí hacia un ángulo del extendido aposento.
El sacerdote besó las cruces bordadas en la estola y la colgó de su nuca. Murmuró unas frases y se arrodilló junto a su superior. Le besó el anillo episcopal. Durante varios minutos llegó hasta mis oídos el rumor de oleaje plagado de monstruos. Este hombre arrebatado, disconforme con su lejana tarea de inquisidor y disconforme con su acción pastoral, se disculpaba ante Dios como un guerrero ante su capitán. No computaba los gestos de amor, sino las carencias de ensañamiento. Cruel destino de un hombre que se equivocó de carrera: hubiera querido ser matamoros y mataindios; fue, en cambio, un mediocre matajudíos.
El pulgar del sacerdote se hundió en el aceite y trazó una cruz sobre la frente del obispo.
Se estableció un silencio sepulcral. Me acerqué al paciente. Tenía los ojos cerrados. Su respiración era rápida, le faltaba el aire. Volví a sentarme a su lado.
—¿Cómo evoluciona, doctor? —preguntó a mi oído su ayudante.
Giré y respondí también a su oído:
—Mal.
El hombre llevó las manos a la cara y salió a comunicar mi pronóstico. Al rato oí los latigazos de una flagelación.
El obispo despertó de su modorra.
—Ah, usted...
—Sí.
—El cielo me manda nuevos retortijones... ¡Ay! —se contrajo con violencia—. ¡Ay!
—Beba otro poco de leche.