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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (41 page)

BOOK: La gesta del marrano
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—Dicen que el marqués es poeta.

—Si es un buen versificador, se habrá aburrido.

—¿Tan pobres eran los poemas?

—Sólo espuma.

—¿Espectáculo, quieres decir?

Francisco arremolinó las cejas al recordar una presencia:

—¿Sabes quién integraba la guardia personal de Montesclaros?

—No.

—Lorenzo Valdés.

—¿Tu compañero de viaje?

—Y ambicioso hijo del capitán. Cambiamos miradas todo el tiempo. Es admirable que haya ascendido tan rápido.

—Debe ser bueno para las armas.

—Le sentaba muy bien el uniforme.

—¿Quiénes más hablaron? —preguntó al rato don Diego mientras retiraba el caldero de las brasas.

—El maestro de Artes, el protomédico y el inquisidor Gaitán.

—Dijiste…

—El inquisidor Gaitán.

Sobre don Diego bajó una sombra. Desde su repentina oscuridad, con pesadez, preguntó:

—¿Qué dijo?

—Lo mismo que los otros —comentó Francisco, también perturbado—. Aunque algo más breve. Exaltó las virtudes éticas y creadoras del virrey.

—Ahá —carraspeó su padre—. Sus virtudes éticas y creadoras…

Se arrastró hasta el jergón. Francisco lo ayudó a recostarse. La jornada fue agotadora y su poca resistencia se debía a eso, a la jornada agotadora. Así repitieron ambos, era lo mejor. Como consuelo. También representaban.

—Conocí al padre de tu condiscípulo —murmuró don Diego mientras abría el libro para su lectura de la noche.

—¿Al padre de Joaquín?

—Nos conocimos a casi cuatro mil metros de altura.

—¿Sí? ¡La sorpresa que le voy a dar! No creo que lo sepa.

—No. Murió cuando Joaquín era muy pequeño.

—¿Qué sabes de él?

84

La tarde se destempló. Aprovecharon para alejarse hacia la playa protegida por las rocas de los acantilados. Allí no había orejas delatoras. El mar estaba más picado que la última vez y elevaba crestas espumosas hasta la lejanía parda. Las gaviotas revoloteaban, indiferentes al tiempo de otoño.

—El mar —farfulló don Diego—. No es un sitio propicio para revelaciones. Ni siquiera cuando se abrió ante la vara de Moisés.

Francisco lo escuchaba con tensión. Esa referencia activaba sus recuerdos de Ibatín.

—Moisés partió el mar Rojo; el pueblo fue testigo de un milagro impresionante, pero la revelación ocurrió mucho más tarde, en el desierto, en la montaña.

—El desierto inspira a los profetas —glosó Francisco—. También hacia allí fue Jesús después de su bautismo.

—Yo fui al desierto, Francisco —confesó de golpe.

El joven detuvo la marcha. Se miraron junto al mar, donde no suelen producirse las revelaciones: pero estaba a punto de ser develada una.

—¿Cuál desierto?

—Lo mencioné la otra noche. Está a cuatro mil metros de altura. Es una réplica del Sinaí —se cubrió la cabeza con la manta; parecía un profeta—. ¿Sabes quién nos guiaba?

Francisco ató cabos.

—Imaginas correctamente —asintió—. Pero deberías conocer toda la historia para entender ese peregrinaje —miró hacia el horizonte malva—. Yo venía de Portugal. Ese hermoso país que podía haber funcionado como refugio piadoso fue convertido por los fanáticos en un campo de batalla. Nuestra familia y nuestros amigos eran ofendidos, golpeados, asesinados, convertidos a la fuerza y después perseguidos por presunta lealtad a las antiguas creencias. Presencié el Auto de Fe atroz en el que fueron condenados a la hoguera los padres de un amigo. Tú lo conoces.

—Diego López de Lisboa.

Su padre contrajo el rostro. La evocación aún dolía como un cuchillo en la garganta.

—Huimos al Brasil, como tantos. No éramos originales —forzó una sonrisa—. Las autoridades no permitían que embarcásemos hacia otros rumbos como por ejemplo Holanda o Italia, sino a colonias portuguesas: nos odiaban y, ¡qué curioso!, nos retenían.

—¡Para exterminarlos! —interpretó Francisco (dijo «exterminarlos», en tercera persona, marcando que no se incluía entre los judíos).

Su padre levantó la mirada.

—Tal cual... También lo sabes. Exterminarnos como a insectos —tosió—. Pero en algunos períodos, arbitrariamente, obligaron a que muchos conversos nos fuéramos al Brasil. ¿Por qué? ¿Para qué? No lo sé. Ellos tampoco. Estaban borrachos de odio.

—Diego López de Lisboa se atrevió a narrarme su viaje al Brasil y la decepción que tuvieron al llegar.

—Dices bien, hijo: «se atrevió», el pobre. El miedo, cuando se instala se arraiga.

—Aborrece su pasado.

—Sí, es horrible... Quiere olvidar, por supuesto. Pero no lo logra.

—Lo intenta, por lo menos. Quiere ser un buen católico.

El padre frunció los párpados. ¿Francisco le hacía un reproche? ¿Era su amada y cultivada memoria la responsable de su desgracia, en opinión de su hijo?

—Llegaste a Potosí —Francisco le recordó el cabo de su historia.

—Sí. Llegué, me instalé, trabajé —contempló hacia las gaviotas que descendían delante suyo—. Y me decepcioné. La explotación de los indios es desalmada. Ni las mulas padecen tanto maltrato. Mueren de a miles en los socavones. Tuve gran lástima. Me parecieron una réplica de los antiguos hebreos bajo la tiranía del faraón —miró en torno para cerciorarse de que no había testigos: esto no lo podía decir ni en sueños—. Concebí la idea instalar un hospital para los indígenas.

—Y no conseguiste respaldo —se adelantó Francisco.

—También lo sabes... No interesa su salud, sino su productividad. Cuando ya no sirven, como la mula manca o vieja, ¡que se mueran!

Hizo silencio. Había cesado la garúa. Una claridad que no podía manifestarse a pleno pujaba entre el acolchado de nubes amoratadas. Brochazos ocres se multiplicaban en los acantilados sombríos. Ambos se arrebujaron en sus mantas.

—Entonces decidiste viajar al Sur, a Ibatín —enganchó Francisco.

—No. Fue cuando marché al desierto —inspiró profundamente el aire salitroso—. Caminé hacia las cumbres, hacia la proximidad con Dios. Me rodeaba el viento seco, la vastedad. Tuve sensaciones potentes. Caminaba cuesta arriba con un vigor desconocido. El firmamento azul me grabó una sonrisa. Yo había dejado de sonreír en Lisboa. Durante años mi cara expresó luto, únicamente. En ese lugar, en cambio, se aligeró mi corazón.

—¿Con quiénes ibas?

—Ya te lo puedo decir. Ya lo dije. Ya sabes quién nos dirigía. Fue parte de mi confesión en la cámara de torturas.

Francisco tragó saliva. Su padre se interrumpió. Una piedra lo invitó a sentarse. Estaba cansado. Levantó una ostra y dibujó sobre la arena; en seguida borraba con el pie. Finalmente dibujó la letra
shin
. Francisco la reconoció: era la misma que estaba grabada en la empuñadura de la llave española: una gruesa raya horizontal de la que se elevaban tres palitos coronados cada uno por una gota oblicua.

—Peregrinamos al desierto para leer la Biblia —prosiguió—. En el desierto fue entregada la palabra de Dios a los hombres. Fuimos para entender mejor esa palabra. Estudiada. Amada. Reverenciada. Éramos una docena de conversos. La idea fue gestada y estimulada por Carlos del Pilar, el padre de tu condiscípulo, aun antes de mi arribo a Potosí. Fui uno de los últimos en incorporarme al grupo. Conoces algunos de aquellos osados y piadosos compañeros: Juan José Brizuela, José Ignacio Sevilla, Gaspar Chávez, también Antonio Trelles, que se radicó en La Rioja.

—Sí, papá. Y la mayoría terminó en las cárceles del Santo Oficio.

Don Diego volvió a fruncir los párpados. ¿Otro reproche?

—Trelles —carraspeó— fue arrestado en La Rioja y Juan José Brizuela en Chile. Gaspar Chávez, lo has visto, regentea un próspero obraje en el Cuzco y José Ignacio Sevilla se ha instalado en Buenos Aires o, tal vez, como te ha insinuado en el viaje, decida quedarse también en el Cuzco.

—Papá: ¿para qué fueron al desierto?, ¿hay algo que no me has dicho todavía?

Borró la letra
shin
y arrojó la ostra a un amontonamiento de de aves. Se alborotaron. Francisco temió que volviera a retraerse, como al principio, que sus heridas impusieran nuevamente la mudez.

—Estábamos aturdidos por el dolor, Francisco —apretó la manta en torno a su cuello—. Quizá ahí residía la clave de ese peregrinaje pietista y arriesgado. Cada uno traía su equipaje de muertos y afrentas. Las Indias Occidentales tampoco proveían paz, como prometía nuestra ilusión. En Portugal chocaban los católicos contra los judíos y los conversos. Aquí, además, chocan los católicos contra los conversos, contra los indios, contra los negros, contra los holandeses. Chocan los indios entre sí, los católicos entre sí, mestizos con indios y mulatos con mestizos. Es un caos. Se dan cabezazos las culturas diferentes. Y las autoridades resbalan de transgresión en transgresión. Se mueve todo. Es la vivienda de Leviatán que se agita. Nada es estable. Nada garantiza continuidad ni sobrevivencia. Carlos del Pilar nos incitaba a buscar el silencio de las altas cumbres y la luz del Señor. Por eso fuimos al desierto.

—Eso no es pecaminoso.

—¿Pecaminoso, dices? No, no es un pecado aislarse. Quizá algunos interpreten como indicio de herejía leer las Sagradas Escrituras sin la orientación de la Iglesia.

—¿Eso confesaste a la Inquisición?

—Sí. Pero no quedaron satisfechos.

—Querían algo más grave, ¿no?

—Ahá.

—Que esa docena de hombres se aisló para judaizar. ¿Eso querían que dijeras?

Un trémulo resplandor le agitaba las órbitas.

—¿Qué es para ti judaizar, Francisco? —lo miró rectamente a los ojos.

Tras un instante de dudas, el joven espetó provocativamente:

—Ofender a Nuestro Señor. y a la Iglesia. Un crimen.

—No lo especificas. Tu acusación es muy vaga.

—Es la práctica de ritos inmundos —añadió con voz insegura.

—¿Qué ritos?

—Agraviantes para Nuestro Señor.

—Así se afirma, en efecto. Pero ¿cuáles son esos ritos? Precísalos.

—Ya me explicaron que no adoran una cabeza de cerdo —esbozó una sonrisa.

—Te has puesto muy nervioso... —le tomó la mano—. Francisco: cuando judaizaba —acentuó el carácter pasado—, nunca agravié a Jesucristo ni a su Iglesia. Eso suponen quienes se la pasan agraviando a los judíos.

—Me tranquiliza oírtelo decir.

—Esos ritos inmundos consisten en respetar el sábado vistiendo camisa limpia, encendiendo luces y dedicando la jornada al estudio y la reflexión. Otro rito inmundo es celebrar la liberación de Egipto bajo la guía de Moisés. Ayunar en septiembre para que Dios perdone nuestros pecados. Leer la Biblia. ¿Dónde está lo inmundo? ¿Dónde las ofensas al cristianismo? El judaísmo es una religión basada en la solidaridad. Por eso se reúnen varias personas para rezar, para estudiar, para pensar. Por eso fuimos en grupo al desierto.

—¿También esto confesaste?

—A medias. Procuré confundirlos. Cada palabra podría convertirse en un agravante. Convenía retacear información, cualquier dato. Nunca se podía saber qué conexión harían. Pero cuando me enteré de que habían arrestado a Diego, se derrumbaron mis defensas. Me abrí como una sandía. Les hablé sin freno. Esperaba que reconociesen mi honestidad, mi transparencia.

—¿Comprendieron?

—Se les ablandó el rostro. Parecía que mis palabras llegaban a su alma tan severa. Dije muchas cosas. El notario rompió plumas en su precipitación. Dije que los ritos inmundos no eran más que ésos. Y era verdad. Y que, buscando nuestra unión con Dios, en realidad buscábamos nuestra paz en la tierra, recuperar y valorar nuestra identidad. Porque, ¿quiénes éramos?: despreciables portadores de sangre abyecta, herederos de la perfidia e instrumentos del diablo.

Don Diego miró hacia la lejanía. Una embarcación se aproximaba lentamente al Callao.

—¿Sabes cómo terminó mi confesión?

—Dando nombres —murmuró Francisco.

La tez cenicienta de su padre se tornó perlada, azulina, cadavérica.

—Los inquisidores no me comprendieron —carraspeó—; no estaban ablandados y satisfechos por mi sinceridad, sino porque las testificaciones que habían recogido previamente resultaban ciertas. Yo
había
judaizado, realmente; y los hombres denunciados que me
habían
acompañado a la montaña,
habían
judaizado conmigo. Eso era lo único que les importaba: su máquina era perfecta. Las acusaciones que habían recogido se confirmaban. Mi desamparo, desesperación y razones profundas no llegaban ni a la cera de sus oídos.

—¿Entonces?

—Con lágrimas confesé haber leído la obra edificante de Dionisio Cartujano. Dije que me instruí con ella y que, gracias a ella, retorné a la religión católica. Aseguré que nunca volví a judaizar.

Francisco lo observó en silencio. Sus ojos preguntaban: «¿dijiste la verdad, acaso?».

Tras la nubosa cortina, un semicírculo de azogue penetraba en el océano. El viento tenue exigía desocupar la playa; empujaba el cabello sobre la nariz. Decidieron regresar.

—Juan José Sevilla, Gaspar Chávez y Diego López de Lisboa sienten mucha gratitud por ti —comentó Francisco.

Su padre asintió.

—No fueron denunciados, felizmente —suspiró—. Espero que sigan a salvo. Este asunto, que podría ser rotulado «peregrinaje al desierto», ya se cerró.

Una postrera pincelada carmesí daba carácter espectral a los apesadumbrados caminantes.

—Estoy al final de mi vida, Francisco. Quiero recomendarte algo —le puso la mano en el hombro—: no repitas mi trayectoria.

Después añadió otras palabras. El viento las estiraba como un elástico.

—Mi final es peor aún. Lo estás viendo.

Francisco se quitó el pliegue de su manta que le subía a la boca.

—No quieres que judaíce. ¿Es eso?

—No quiero que sufras.

Advirtió la ambivalencia de su padre.

Entraron en las callejuelas del Callao. Junto a la puerta de su casa los esperaba un negro provisto de una linterna. Había amarrado un galeón de Valparaíso con algunos enfermos —informó—. Debía ir inmediatamente al hospital. Entre los viajeros venía el comisario de la Inquisición en Córdoba, fray Bartolomé Delgado.

85

En la lejana Córdoba el delirio de Isidro Miranda había podido ser ocultado por más de un lustro en el convento de La Merced, donde el viejo clérigo de ojos saltones fue encerrado por orden del comisario inquisitorial. Pero trozos de ese delirio se escaparon como lagartijas. Sus locuras sobre judaizantes infiltrados en el clero asustaron a todas las órdenes religiosas y urgía hacerla callar. Las denuncias fueron consideradas falsas, aunque peligrosas. Seguramente el diablo o uno de sus sirvientes se introdujo en la cabeza decrépita.

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