La gente como nosotros no tiene miedo (23 page)

Miller se echó a reír. Su risa sonó muy parecida a los ruidos de un bebé al atragantarse.

—¿Los carteles? ¿Los carteles? Es por los misiles. La guerra. Lo de siempre. Mi mujer ya no aguantaba más la guerra, quería volver a Inglaterra —dijo—. «No podemos consentir que les pase algo a los niños» —añadió en inglés, imitando la voz de su mujer—. «Tú tuviste la descabellada idea de venir a vivir aquí.»

Miller dejó de lanzar el plátano y lo sostuvo en la mano. Entonces hizo una cosa que parecía increíble, pero fue verdad: se tapó la cara con las manos, sin soltar el plátano, y rompió a llorar. Costaba entender lo que decía.

—Tendría que haberme ido con ella —creo que dijo—. ¿Qué hay en un país, si no hay una mujer?

Aún estaba borracha, pero no tanto como para que la escena no me incomodara. Bajé la mirada y solo entonces me di cuenta de que ya no llevaba el bidón de gasolina. Que ahora era Lea quien lo sostenía en una mano.

Por un instante pareció dislocada. Me miró como un gatito enfurruñado.

—¿Qué hacemos hablando de esto? —preguntó, antes de abrir el bidón de gasolina y colocarse justo al lado de la silla de Miller—. Miller, ahora voy a rociarte con gasolina —dijo, y fue lo que hizo.

Alzó el bidón en alto, pero luego lo bajó por debajo de la mesa y la gasolina empapó a borbotones los pantalones y los zapatos de Miller. Sus raíces. El olor estalló; por alguna razón, me costó menos respirar. Miller seguía con la cara oculta entre las manos.

Lea dejó el bidón en el suelo, lo cerró y empezó a alejarse de Miller.

El hombre levantó la vista del suelo.

—¿Adónde vas? —preguntó—. Creí que habías venido a prenderme fuego.

—He venido a hacerte exactamente lo mismo que tú le hiciste al olivo, y ya está hecho —dijo Lea.

—¿Y qué? —preguntó Miller.

—Si fueras un olivo empezarías a morirte ahora mismo, pero no eres un olivo, y esa es la cuestión —dijo Lea—. Lo que hiciste fue verter gasolina.

Miller se echó a llorar otra vez, aunque sin taparse la cara, enrojecida y surcada por el temblor de las venas y las lágrimas.

—No —dijo—. ¡Pedazo de animal! ¡Dijiste que ibas a quemarme, y eso es lo que vas a hacer!

—No —dijo Lea—. No puedo; eso no es lo que significa «exactamente».

Volvió hasta él, con la barbilla alta, fuerte. Prenderle fuego iría en contra de su lógica. Desde siempre, Lea había hecho única y exactamente lo que en su mundo tenía sentido. Esa era mi Lea. Soberbia, rígida, una creadora de mundos.

—¡Quémame! Hazlo de una vez. No me importa —dijo Miller.

—No —dijo Lea—. Esto es lo que mereces. Quédate aquí. Quédate en esta silla. Esto es lo que mereces... —y habría continuado, pero Miller se levantó de la silla y la agarró, retorciéndole el brazo hasta darle la vuelta. Entonces le metió el plátano sin pelar en la boca y empezó insultarla, primero la llamó mono, y luego una retahíla de maldiciones, maldiciones que yo nunca había oído antes. Lea apretó los labios con la boca cerrada, y la piel del plátano se rasgó, esparciendo la pulpa blanca pastosa por la cara de Lea.

Fui corriendo y me puse a darle patadas a Miller con todas mis fuerzas. Patadas y más patadas, hasta que de pronto Lea me dio la mano y echamos a correr, salimos por la puerta y sin dejar de correr nos adentramos en el olivar.

 

Cuando Lea estaba en el campamento de reclutas, su unidad tuvo que ayudar en el plan de retirada de Gaza. Necesitaban reclutas para recoger las pertenencias de los colonos que se negaban a marcharse voluntariamente, y eligieron a las chicas que se estaban entrenando en la policía militar. A mí aún no me habían reclutado. Lea me llamaba con historias de una chiquilla que empezó a comer arena cuando le dijo que no podía volver a entrar en su casa, y de cómo los bulldozers redujeron a polvo rojo todo un campus universitario en menos de doce horas. Tenía historias, y volvió a necesitarme como amiga. Una mujer rusa se quemó a lo bonzo justo al lado de la carretera que Lea vigilaba.

—Lo que es raro es lo de los helados —me dijo—. Creo que tienen miedo de que a los soldados les afecte demasiado todo esto, así que el ejército no para de darnos helados. Es como si fuera verano.

—
Es
verano —le dije por teléfono.

—Ya lo sé —dijo—. Eso es lo raro.

 

* * *

 

Lea y yo cruzamos el olivar con paso firme al salir de la casa de Miller. Solo faltaban cinco horas para que me fuera en autoestop hasta Nahariya a coger el tren a Tel Aviv. Seguí caminando, intranquila. Un, dos. De pronto perdí el paso, levanté los brazos hacia arriba y me detuve a mitad de zancada.

—Lea —dije—. Hagamos que somos olivos. Finjamos que hemos vivido miles y miles de años y que ahora estamos vivos.

Lea iba delante y dejó de caminar, pero no se volvió a mirarme.

—No —dijo—. No puedo.

—Claro que podemos —dije—. Podemos fingir. Podríamos ser árboles si quisiéramos.

—No —dijo Lea—. De verdad, no puedo. No puedo ser un árbol —miró la tierra seca, amarillenta.

Y siguió caminando, su cuerpo se hizo cada vez más pequeño, hasta que llegó al patio de su casa. No fui tras ella. Me quedé en el olivar. Y al cerrar los ojos y abrirlos de nuevo, completamente inmóvil, ya no la vi, y solo estaba yo, detenida.

Intenté con todas mis fuerzas ser un olivo. Me dije que estaba viva, y viví, e incluso cuando me explotaron tumores bajo los huesos y los depredadores me devoraron los ojos, pensé que me moría pero seguí viva. Me quedé allí plantada, con los ojos abiertos y los brazos contrahechos levantados en el aire; intenté ser un olivo para siempre, lo juro. Pero sin ella no podía fingir. Lo intenté durante horas. Hasta que llegó el momento de irme.

 

En realidad al árbol lo mató un conejo. Nunca habíamos visto ninguno en el pueblo, pero mi madre me contó que cuando se acercó a ver el árbol unas semanas después de que yo me fuera, vio el cadáver putrefacto de un conejo en el interior del tronco muerto. Se acercó porque la madre de Lea le había dicho que algo olía fatal, pero estaba demasiado asustada y cansada para ir a indagar. El conejo estaba encogido dentro de sí mismo, y prácticamente no quedaba piel. La carne se mezclaba con la corteza y los gusanos. Si Lea y yo hubiéramos ido a echar un vistazo al árbol habríamos visto el conejo, pero no lo hicimos. Al final aquella noche no nos acercamos lo suficiente para verlo, o quizá simplemente no miramos. Jamás hubiéramos podido imaginar a un conejo muerto, porque nunca habíamos visto uno vivo.

Lea se marchó también a Tel Aviv, unas semanas después de que yo me fuera. No me avisó. Me enteré un año más tarde. Mi madre me lo dijo por teléfono. Para entonces yo ya no estaba en Tel Aviv. Lo supe una semana después de salir por primera vez del país, antes de emprender el primero de muchos viajes por el mundo.

Esto es lo que pasó por la mañana, la mañana que me fui. Cogí mi mochila, la grande, la que usaba en el ejército. La había preparado por la tarde, antes de ir a casa de Lea, con toda la ropa que aún me entraba, ropa que hacía dos años que no me ponía. Aparte de la ropa, la única cosa que cogí fueron las Normas. «Normas de uso de la nave espacial», que guardaba desde aquel día que el conserje nos pidió que las quitáramos.

Me puse a hacer dedo en el sitio de siempre y esperé. Esperé más allá de la sombra, junto al asfalto que se extendía delante de mí, de espaldas al pueblo, y solo campos de plátano arrasados por el fuego a mi lado.

Un Fiat verde paró y me llevó hacia el sur, lejos de la frontera, hasta Nahariya, la parada de tren más al norte del país. Esperé junto a cuatro soldados y una mamá en la estación. Luego subí al tren; subí al tren dormida.

Cuando cogí el tren a Tel Aviv aún no sabía lo del conejo muerto. Y ni siquiera pensé o soñé con el árbol. Dormí, nada más. Me desperté unos minutos antes de llegar. La estación de tren estaba atestada de gente, había mucha gente caminando de un lado a otro. Una mujer me rozó la mochila y me empujaron hacia delante. Al levantar la vista, vi a un hombre. Repartía propaganda de un servicio de telefonía móvil. Me di cuenta porque en su camisa ponía
Connecting People
. Me sonrió y se acercó, con un folleto naranja fosforescente en la mano. Me quedé quieta, completamente inmóvil. El peso de la mochila me irritaba la piel.

—Perdona —dijo el hombre—. ¿Cómo te llamas?

—No, gracias —dije—. No, gracias.

Y el pueblo de la Eternidad no tiene miedo

 

Por haber nacido en la familia zubarí, la familia iraquí más numerosa de Israel, ni siquiera la histeria de Avishag era la suya propia. Pertenecía a las mujeres de su tiempo y a las generaciones de mujeres zubaríes que vivieron antes en Bagdad. Al principio Avishag llamó tristeza a su histeria y la alimentó como si fuera su criatura. Una mañana de febrero se despertó sin ganas de nada, sin recordar siquiera lo que era el deseo. Tenía veintiún años, hacía ocho meses que había salido del ejército. Debería haber bajado a tomar el té de la mañana y el bocadillo de aceitunas que su madre le había preparado para su almuerzo en la oficina, pero no pudo, porque no le vio ningún sentido. Se quedó en la cama todo el día hasta que el hambre fue ácido estancado en el fondo del estómago y tuvo que bajar corriendo y engullir pan de pita congelado y beber tragos de agua pegando los labios al grifo de la cocina. Por lo menos mientras bajaba las escaleras corriendo quiso algo, pero en cuanto comió volvió a subir a la cama, porque no quería nada más.

Cuando empezaron las pesadillas, su abuela habló con su madre.

—Tiene histeria —le dijo. Y también—: No queremos que se repita lo que le pasó a su hermano Dan.

Avishag y Mira, su madre, vivían en esa época en Jerusalén. La casa donde Avishag perdió las ganas de todo era la de su abuela. Su madre se había ido a vivir allí antes de que reclutaran a Avishag. En la televisión estadounidense, ponerse histérica era empezar a chillar y llorar y ponerse rojo de rabia y romper la porcelana y reírse con crueldad. Sin embargo, esos eran comportamientos cotidianos para las mujeres zubaríes. Cuando de verdad se ponían histéricas, las mujeres zubaríes se quedaban en silencio e inmóviles, porcelana que daban ganas de romper. La histeria no duraba siempre, iba y venía; pero había que ocultarla: de los futuros esposos zubaríes, del resto de Israel que no fuera zubarí y mujer.

Cuando su ex mujer le permitió volver a visitar a su hija, que por lo visto llevaba meses sin salir de la cama, Avi no supo muy bien qué iba a hacer, aunque sabía que esta vez tendría que hacer algo. Ya había perdido a un hijo al que apenas conocía. Entonces recordó que justo después de salir del ejército, lo único que apaciguaba los lagartos que correteaban por su cerebro era dar vueltas en coche alrededor de las murallas de Jerusalén durante horas y noches. Así que le compró un coche de segunda mano a su hija, que aún no tenía el permiso de conducir. Un coche que había usado en otros tiempos una persona que ahora estaba desesperada. Seis millones de judíos murieron en el Holocausto, y el coche que Avi le consiguió a su hija Avishag salió dos mil siclos por debajo del precio de mercado.

—Seis millones de judíos, no es poca cosa —le dijo Avi a Avishag el día que le regaló el coche.

Su hija no estaba segura de qué no era poca cosa. Se quedó mirando a su padre, protegiéndose con la mano los ojos del verano de Jerusalén.

—Dos mil siclos, no es poca cosa —dijo Avi.

Le había comprado el coche a una superviviente.

—Es una belleza —dijo—. De Estados Unidos —el coche. La superviviente era polaca. Sobrevivió a los nazis, pero la muy puta no pudo engañarlo con el precio.

Avi había llegado a Israel procedente de Libia. Estaba harto de oír hablar del Holocausto, porque nunca había estado en Europa, ni siquiera había ido a Turquía en uno de esos viajes organizados con «todo incluido». Y los europeos, los que habían sobrevivido y consiguieron llegar a este país, eran quienes le habían arruinado la vida.

Le contó a Avishag que dar vueltas en coche era lo único que hacía respirables los días cuando salió del ejército. Quería que Avishag aprendiera a conducir.

Seis millones de judíos murieron en el Holocausto, y Avi regateó con la mujer que le vendió el coche hasta sacárselo por dos mil siclos menos de lo que costaba en el mercado. Avishag no había querido montarse en el asiento del conductor ni una sola vez. Al principio, cuando consiguió el coche, Avi la recogía en casa y la llevaba a dar vueltas. Pasaron las semanas. Después no pudo ir tan a menudo porque estaba ocupado con su trabajo de constructor, o con su nueva mujer, sus nuevos hijos. Siempre había alguien enfermo; uno de los obreros palestinos de la obra siempre faltaba al trabajo.

Avi empezó a despertarse en mitad de la noche. Pensar que se había dado por vencido entibiaba sus sudores nocturnos.

 

—Sonríe —le dijo a Avishag antes de empezar la «clase de conducir» número veinte. Hacía meses que le había comprado el coche. Avishag, con unos pantalones cortos de chico, lo estaba esperando en el aparcamiento delante del edificio de su madre, y lo miró entornando los ojos—. Ahora viene cuando sonríes —dijo Avi. Sacó sus cigarrillos Time del bolsillo de los vaqueros.

Avishag apretó la barbilla contra una clavícula y soltó el aire. Al pasarse la lengua por la parte posterior de los dientes notó el sabor de la mañana. Eran más de las dos de la tarde, pero su madre no había conseguido sacarla de la cama hasta hacía diez minutos. Era el día que antes se había levantado de la cama en un mes. Debía de llevar más de una semana con los pantalones cortos de chico. Hasta su madre se había dado por vencida con ella. «Que tu padre se ocupe un poco de ti —dijo—. A ver cómo se las apaña».

—Vaya familia de lampreas muertas, solo sabéis chupar la sangre —dijo Avi, dando una palmada en el capó del coche, como si le hablara de hombre a hombre—. Tu madre, y sus hermanas, y la madre de tu madre, y tu hermana, y tú —señaló a Avishag.

Avishag no quería ser una lamprea muerta que solo sabía chupar la sangre, como la llamaba su padre. No quería ser una mujer muerta que solo sabía chupar la sangre. No quería ser una mujer muerta. Aunque tampoco sabía qué era lo que quería.

No era culpa suya, se recordó Avi. Su hija sufría histeria. Era hereditario, un rasgo iraquí. Al principio, de todos modos, intentó preguntarle qué le pasaba, deseando que hubiera un problema concreto. Incluso esperó que se tratara de un novio, quizá un oficial, alguien que le hubiera hecho daño, para poder ir él y devolverle el daño, pero cuando le preguntó qué le pasaba, si había un chico o un hombre en su vida, Avishag dijo que no. Últimamente ya no le hacía muchas preguntas. Solo pedía que su hija mejorara.

—Por favor —dijo Avi, juntando las palmas de las manos, mientras aguantaba en equilibrio el cigarrillo entre sus gruesos labios.

—Gracias por venir, papá —dijo Avishag al fin.

—Ay, cielo —dijo Avi, quitándose la sonrisa manchada de nicotina y las gafas de sol. Le dio unas palmadas a Avishag en la espalda—. Solo deseo que tengas todo lo que quieras —dijo.

Avishag quería subir a casa y volver a dormir. La obligaban a salir un rato de casa. Su madre la había sacado de la cama echándole agua en la cabeza. Tenía los ojos abiertos y aún le escocían un poco, aún recordaban de la impresión.

Avi volvió a ponerse las gafas de sol baratas y lanzó un beso en dirección a Avishag, gesticulando una explosión con la mano en los labios, un gesto más apropiado para un chef italiano alabando la pasta que para un padre libio animando a una hija abatida.

—¡Vamos, nena, a conducir!

Llevaban veinte «clases». Ya basta, pensó. A veces hay que saber que todo tiene un límite.

Hizo girar las llaves en un dedo. El llavero era el escudo del equipo de fútbol de Jerusalén. Avishag no podía apartar la mirada del llavero que daba vueltas entre los nudillos peludos de su padre; era amarillo y negro, de espuma. Avi, a la edad de Avishag, ya estaba casado con su madre.

 

Cuando Avishag tenía cinco años, su madre sufrió de histeria. Un año entero. Más adelante, después de parir a su tercer hijo, la sufrió otro año más. Avi podía contar con los dedos de una mano las veces que aquel mes vio a su mujer salir de la cama. Un día Avi rompió con una mano una botella casi vacía de Araq contra la encimera de granito de la cocina. El olor anisado le recordó al regaliz negro que su padre le compraba en una tienda de golosinas de Trípoli. Avi entró en la habitación. Su mujer yacía a oscuras, con los ojos cerrados, los labios prietos. Avi estaba muy, muy borracho. Se dejó caer con todo el peso de su cuerpo sobre su mujer, pero ella no se despertó. Empezó a chillarle.

—¡Despierta! ¡Despierta!

Empezó a cortar. El cristal de la botella era mucho más afilado de lo que jamás hubiera soñado.

Ah, y soñaba. Vaya que si soñaba. Soñó durante años, después de aquello. Una década. O más.

En su sueño sujetaba una esquirla minúscula de cristal reluciente y, al hundirla en la clavícula angulosa de su mujer, una línea roja, una línea geométrica, se proyectaba hasta el techo. Cuando la línea llegaba al techo, se convertía en un charco suspendido en el aire de la habitación, hasta que de repente caía y se vertía sobre la cama salpicándolo todo de rojo. En su sueño se ahogaba en la sangre caliente de su mujer.

En la vida real solo la hirió. Cuando se divorciaron la cicatriz del cuello ya no se distinguía. En la vida real fue la asistenta social, la asistenta social alemana, la que hizo que su mujer se divorciara de él.

 

—Hay un aparcamiento abandonado cerca de Motza —dijo Avi el día que llevaban veinte clases de conducir, y giró el volante hacia la derecha. Puso una cinta en el radiocasete, una canción que se sabía ya cuando vivía en Trípoli, donde todas las mujeres eran morenas y jóvenes y no había hijas como la suya—. Es un sitio estupendo para aprender a conducir —dijo.

Avishag abrió la boca, pero solo para meterse un mechón de pelo.

—Di algo, lo que sea —le pidió Avi.

Ella había aprendido la lección.

 

Antes de que Avishag se citara con el médico militar, el que le firmó los papeles para salir del ejército antes de cumplir los dos años de servicio, Yael le había dicho que, si las cosas de veras estaban tan mal en la frontera con Egipto, bastaba con decir algo, lo que fuera. Cualquier cosa, daba igual. Podía decir que se creía una mariposa, que se meaba en la cama, explicar que era su oso de peluche el que le compraba los cigarrillos. Podía decir que ya se había metido en líos una vez y que si no la sacaban de allí haría algo para volver a la prisión militar, igual que cuando acabó presa por desnudarse en una torre de vigilancia. La cárcel le gustó tanto que fue difícil volver a la rutina. Algo, cualquier cosa que le diera al médico una excusa para decir que estaba loca. Tardó dos semanas en que la derivaran a un psiquiatra militar, pero Yael decía que dejar de ser soldado era fácil. No quieren responsabilidades. En este país hay soldados de sobra.

Y sin embargo, cuando el médico se acodó en el escritorio y le preguntó por qué quería hablar con él, Avishag se quedó en blanco.

Paseó la mirada por la consulta. El cenicero estaba limpio; el mármol relucía. En la pared había un mapa del país, como en el despacho de cualquier otro oficial. Encima de los cajones de su escritorio había una pecera sucia. Los peces nadaban en círculos, dorados y azul zafiro y con agallas. Avishag no había visto nunca a un médico. Los zubaríes, como buenos iraquíes, no creían en la medicina. Escoger una frase absurda entre los millones de opciones que existían le resultó imposible. No le salió la voz.

El médico carraspeó.

—¿Y bien? —dijo.

Al final optó por decir algo que se acercaba a la verdad.

—Esta pecera me hace pensar en el Holocausto de los peces.

No recordaba de dónde había sacado la idea; la rescató de una masa de agua insondable, aunque tampoco era pura invención. Dos días después la eximieron del servicio militar. Después no habló mucho con Yael porque no soportaba decirle que la habían eximido por una frase absurda que se acercaba a la verdad.

 

En las montañas que rodean Jerusalén, había una camioneta cubierta de pegatinas fosforescentes parada delante del coche de Avi.

«El pueblo de la Eternidad no tiene miedo», decía una de ellas. «Solo podemos confiar en Nuestro Señor que está en los cielos.»

—No hagas eso, cariño —dijo Avi.

Avishag se había metido en la boca la punta de su coleta negra. Abrió mucho la boca, como una anciana, y la coleta cayó, balanceándose sobre su pecho.

—Así está mejor —dijo Avi.

 

Después de que los rabinos aprobaran por fin el divorcio, Avishag y su padre solamente se habían podido ver en presencia de la asistenta social alemana. Llevaba el pelo teñido de rubio montado sobre la cabeza como un castillo de arena y tenía una naricita rosada, un hocico. Los miraba apoltronada en una butaca de cuero, mientras Avi y Avishag se sentaban en sillas de madera de colores, sillas de niños. A Avi no le cabía el culo en la silla; se retorcía como un gusano frito. Avi iba en coche hasta el norte, adonde Mira se había mudado. En el pupitre diminuto había puzles de patitos sonrientes y muñecas Barbie y libros. Avishag se metía un mechón de pelo en la boca y lo miraba fijamente. Dan, su hijo, se negaba a verle. La asistenta social alemana decía que era mayor para tomar esa decisión. Tenía doce años. Mira dijo que llevaría a la niña más pequeña si las cosas «iban bien» con Avishag.

—Podría leerle un cuento —sugirió la asistenta social de cara porcina. Se restregó la nariz con la mano, de piel arrugada.

Era, con mucho, la sugerencia más estúpida que Avi había oído en la vida. Si las cosas hubieran tomado otro rumbo, en aquel momento esa mujer estaría llenándose la boca con una salchicha de cerdo en una cafetería de Berlín, y él estaría montando a caballo con su hija por los mercados de Trípoli, comprándole khol negro para los ojos y pañuelos morados. En Trípoli las chicas empezaban a llevar maquillaje desde los ocho años, y siempre se cubrían el rostro con un pañuelo. Esa mujer ni siquiera usaba pintalabios, y Avi habría jurado que el nacimiento de su pelo retrocedía a marchas forzadas. Esa mujer no sabía qué era ser mujer.

—Yo no leo —dijo Avi. Quería decir que no sabía leer, o al menos no para atreverse con un libro.

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