En 1267, Luis IX, que ahora tenía cincuenta y tres años y sentía todo el peso de su edad, anunció su plan de marchar a Túnez e inició los preparativos. Sus consejeros estaban horrorizados. Su viejo amigo Joinville, que lo había acompañado en su anterior cruzada, le dijo rotundamente que era un tonto y se negó a acompañarlo por segunda vez. Pero Luis abandonó Francia el 1° de julio de 1270, para marchar a la «Octava Cruzada», y desembarcó en el emplazamiento de la antigua Cartago.
Casi inmediatamente, el ejército fue atacado por una peste, y el mismo Luis, el único monarca que estuvo al frente de dos cruzadas, cogió la enfermedad y murió el 25 de agosto.
Así terminó, sin gloria, la aventura de Luis, casi tan pronto como había comenzado. Esto puso fin para siempre a los sueños de gloria asociados a las cruzadas. El movimiento cruzado continuó esporádicamente, pero nunca llegaría a haber una «Novena Cruzada».
Cuchillos sicilianos y picas flamencas
En Cartago, estaba con Luis su hijo mayor, Felipe. Inmediatamente después de la muerte de su padre, concertó una tregua con los musulmanes y retornó a Francia, donde fue coronado como Felipe III (a veces llamado «Felipe el Atrevido»). Este es otro signo de la firmeza con que la dinastía capeta se había impuesto. Aunque el heredero de la corona estaba fuera del Reino en el momento de la muerte del rey, nadie se levantó contra él. Felipe sucedió a su padre como cosa natural y sin problemas.
Felipe continuó reforzando la dominación real sobre el sur de Francia, pero su remado fue más bien incoloro. En esa época, el atractivo de los Capetos estaba en Carlos de Anjou, el tío del rey, que aún gobernaba Nápoles y Sicilia y cuyas ambiciones no se desinflaron por el fracaso de Túnez.
Carlos decidió atacar directamente al Imperio Bizantino y atravesó el Adriático meridional para desembarcar un ejército en los Balcanes. En 1277, se había establecido firmemente sobre una parte considerable de los dominios bizantinos y hasta había logrado hacerse proclamar Rey de Jerusalén. No fue por conquista, desde luego, pues nunca estuvo cerca de Jerusalén. Era meramente un título vacío heredado por una serie de hombres después de la caída de Jerusalén y que sólo daba prestigio social. Carlos dio dinero al poseedor en ese momento del título para poder asignárselo él.
Pero el punto débil de Carlos estaba en los dominios italianos que había gobernado. Había cedido señoríos a los nobles franceses que lo habían acompañado y abrumó de impuestos a la población siciliana para financiar sus ambiciosos planes. Los sicilianos, que recordaban los grandes días de Federico II, permanecieron firmemente adeptos de su linaje. Aunque el último descendiente masculino de Federico, Conradino, había muerto, Manfredo había dejado una hija que estaba casada con Pedro III de Aragón.
Por ello, los sicilianos se dirigieron a Pedro, quien estaba deseoso de asumir la carga. Hizo una alianza con Miguel VIII de Constantinopla, quien libraba una lucha de vida o muerte con Carlos.
Pero no fue Pedro ni Miguel ni ambos juntos quienes descargaron los golpes decisivos contra Carlos. Fueron los mismos sicilianos, desesperados y llenos de odio contra sus arrogantes amos franceses.
El 31 de marzo de 1282, en el momento de las vísperas (la plegaria vespertina), los sicilianos se sublevaron. En qué medida fue espontánea y en qué medida fue estimulada por los emisarios del astuto Miguel VIII, no lo sabemos, pero los resultados fueron sangrientos y definitivos. Todo francés que los sicilianos pudieron atrapar fue muerto, todo aquel cuyo acento lo traicionase (aunque no fuese otra cosa). Miles murieron en ese día llamado de las «Vísperas Sicilianas», y al mes los rebeldes estaban en posesión de toda la isla.
Carlos volvió rugiendo de los Balcanes, debiendo posponer toda idea de conquistas bizantinas. Podía haber retomado la isla, pero ahora Pedro de Aragón estaba en Sicilia y sus fuerzas la dominaban.
Pedro invadió el —sur de Italia, derrotó a la flota de Carlos cerca de Nápoles y capturó al hijo de Carlos. Felipe III de Francia acudió en ayuda de su tío Carlos lanzando una invasión al reino originario de Pedro, Aragón (lo cual muestra cómo una alocada aventura extranjera conduce a otra), y fue rotundamente derrotado.
Carlos de Anjou murió en 1285, después de quedar en la nada todas sus ambiciones, y Felipe murió un mes más tarde.
Y mientras proseguía la guerra entre cristianos, los musulmanes se apoderaban metódicamente de las pocas ciudades y castillos que los cruzados todavía poseían en Tierra Santa. Su última fortaleza, San Juan de Acre, tomada un siglo antes por Ricardo Corazón de León, cayó en 1291, y pasarían más de cinco siglos antes de que un ejército cristiano estuviera nuevamente en Tierra Santa.
Felipe III de Francia fue rápidamente sucedido por su hijo mayor, Felipe IV, a menudo llamado «Felipe el Hermoso».
Felipe IV fue un rey enérgico, que continuó la política de Luis VI y Felipe II de extender el control real directo en todas las direcciones y por todos los medios. Por entonces, el continuo incremento de los dominios reales había hecho que la mitad de Francia estuviese bajo el gobierno del rey o de otros miembros de la familia Capeta. Y el rey ya no era solamente el más importante de los señores. Era un ser de otra clase muy diferente. Era el poder supremo del país, el elegido de Dios, y todos eran sus súbditos por igual, el señor tanto como el campesino.
La única parte de Francia gobernada por un igual era, desde luego, Guienne, que estaba bajo el poder del rey inglés. Felipe invadió los dominios ingleses, con bastante éxito, pues el rey inglés, Eduardo I (hijo de Enrique III, y un gobernante mucho más enérgico y capaz que éste), estaba ajetreado en Escocia, que ocupaba la parte septentrional de la isla de Gran Bretaña. Para asegurarse de que Eduardo I seguiría ocupado allí, Felipe hizo una alianza con los escoceses en 1295, iniciando una política que los franceses mantendrían durante tres siglos.
Pero si los franceses tenían un aliado natural en las fronteras de Inglaterra, lo mismo les sucedía a los ingleses. En el borde nororiental de los dominios franceses estaban las ciudades de Flandes. Habían florecido bajo la protección capeta, cuando la política de los Capetos era favorecer a las ciudades como contrapeso contra los señores. Pero en tiempo de Felipe IV los señores estaban tranquilos y no presentaban ningún problema. Eran las ciudades las que reclamaban ávidamente más privilegios. La política Capeta se volvió antiburguesa y las ricas ciudades de Flandes tenían ahora (y, en verdad, desde un tiempo antes) en Francia a su principal enemigo.
Esto significaba que los ingleses eran sus aliados naturales. Y no sólo se trataba de tener un enemigo común, sino que también era cuestión de ventajas económicas comunes. Flandes descubrió que las ovejas inglesas (en respuesta al clima generalmente deplorable de Inglaterra) producían una lana más larga y gruesa que las ovejas flamencas. Por ello, los tejedores flamencos compraban lana inglesa y exportaban telas flamencas, y ambas naciones se beneficiaban. Además, los flamencos no debían temer una agresión inglesa, pues una franja de mar separaba a los dos países. No era una barrera infranqueable, por supuesto, pero era mejor que sólo la tierra llana que separaba a Flandes del resto de Francia.
En 1297, pues, Eduardo I pudo montar una invasión del norte de Francia gracias a la ayuda del conde de Flandes. No fue la primera vez que las dos regiones se habían unido en una alianza militar concreta. Había habido contingentes flamencos aliados con Juan en la campaña que terminó con la batalla de Bouvines. Frente a esta invasión, Felipe se vio obligado a interrumpir su propia guerra en el sudoeste. Pero luego Eduardo I tuvo que retornar a Inglaterra para hacer frente a los escoceses nuevamente, y el vengativo Felipe IV quedó libre para ajustar cuentas con los flamencos. Marchó sobre Flandes, derrotó a su conde y, en 1300, lo obligó a admitir la dominación francesa sobre la región.
Su derrota por Felipe era un mal considerable para los flamencos, pero su situación empeoró por el hecho de que Flandes estaba sufriendo un período de recesión. Estaban surgiendo fábricas textiles en Italia, y la competencia estaba reduciendo los beneficios flamencos. Además, hubo una serie de malas cosechas y los suministros alimenticios eran escasos. Los flamencos, exasperados por los infortunios económicos, hallaron insoportable la dominación francesa y reaccionaron como habían hecho los sicilianos veinte años antes.
El 18 de mayo de 1302, en el momento de los maitines (la plegaria matutina), se produjo un alzamiento popular en la ciudad de Brujas, cerca de la costa marítima, a 270 kilómetros al norte de París, y fueron muertos unos tres mil franceses.
Pero no tenían a un Pedro de Aragón a cuya protección apelar, y las ciudades flamencas se aprestaron a enfrentarse solas con el encolerizado Felipe IV. El hecho de que pudiesen siquiera pensar en hacerlo fue el resultado de ciertos cambios lentos en el arte de la guerra que habían surgido gradualmente.
Durante siglos, el caballero con armadura había tenido la supremacía en los campos de batalla, y se había producido una carrera entre facciones rivales para hacer a sus caballeros cada vez más fuertes y formidables. A fines del siglo XIII, el caballero se había convertido en una especie de tanque de un hombre solo que montaba un enorme caballo con armadura. Era un combatiente pesado, formidable y lento.
La armadura, hecha ahora de sólidas láminas de metal, en vez de la anterior cota de malla, era mucho menos vulnerable, pero también era más pesada y se había hecho tan costosa que era casi ruinoso tratar de mantener muchos caballeros. En verdad, éste fue uno de los factores que provocaron la decadencia de la aristocracia feudal. Se creó una situación tal que sólo el rey podía mantener un gran ejército de caballeros adecuadamente equipados.
A lo largo del siglo XIII, pues, se buscaron nuevas armas que acabase con el punto muerto del combate de caballero contra caballero, y que fuesen baratas.
Una de tales armas fue la ballesta. En su forma más avanzada, ésta era un arco de acero que arrojaba flechas de acero o «saetas». Era tan dura que era menester tensarla lentamente con una manivela. Por consiguiente, las saetas eran lanzadas con mucha mayor fuerza que las flechas comunes y, a corta distancia, ¡podían atravesar la armadura!
La gran desventaja de la ballesta era que llevaba mucho tiempo cargarla. Un grupo de ballesteros podía avanzar con sus armas montadas. Lanzaban sus saetas contra los ejércitos enemigos y éstas hacían considerable daño. Pero luego los arqueros tenían que retirarse apresuradamente. Habían «lanzado su saeta» y para el momento en que pudiesen cargarla nuevamente, los jinetes enemigos (o, a veces, los orgullosos caballeros de su propio bando) los habrían barrido.
Las ballestas aparecieron ya en 1066, cuando Guillermo el Conquistador las usó en la conquista de Inglaterra, pero no recibieron su pleno desarrollo hasta después de 1200. Parecían un arma horrible, porque permitían a un arquero de humilde cuna matar a un caballero de vez en cuando, y hasta la Iglesia trató de prohibirlas (excepto contra los infieles, por supuesto), pero realmente no fue necesario. Tan importante era la desventaja de la lentitud para cargarla que la ballesta nunca fue realmente decisiva en ninguna de las grandes batallas de la Edad Media.
Muy diferente era otra arma mucho más simple, la pica. Era una larga lanza de madera con punta de metal y, a veces, con un gancho junto a la punta de modo que con ella se pudiera tirar tanto como punzar. Las lanzas se contaban entre las más antiguas de las armas, pero la pica era una variedad particularmente larga y resistente destinada a alcanzar al caballo y al jinete antes que la espada o lanza de éste (necesariamente corta para poder manejarla a caballo) pudiese alcanzar al soldado de infantería.
Un solo hombre con una pica, desde luego, no era rival para un jinete, pero un grupo apretado de piqueros podía presentar una multitud de puntas metálicas que, si se las mantenía firmemente frente a una carga de caballería, podía hacer retroceder a los caballos.
Piqueros flamencos habían tomado parte en la batalla de Bouvines, pero no fueron usados contra los jinetes franceses. Derrotaron a la infantería francesa, pero como la batalla fue decidida por el choque de caballero contra caballero, el valor de la pica fue pasado por alto.
Lo más importante era que la ballesta y la pica eran suficientemente baratas como para estar al alcance casi de cualquiera. Los de humilde origen empezaron a hacer un uso de las armas que les permitía enfrentarse con los aristócratas de alto rango.
Pero nada de esto estaba en la mente de los franceses que se disponían a castigar a los flamencos. Roberto de Artois (nieto de Luis VIII e hijo de ese hermano de Luis IX que había arruinado la posibilidad de éxito en Egipto) tomó el mando del ejército francés, con lo que asociaría su nombre al desastre por la segunda generación. Se reunieron a su alrededor cincuenta mil hombres, incluyendo un gran contingente de caballeros con buenas armaduras.
Frente a ellos sólo había veinte mil piqueros flamencos.
Los dos ejércitos se enfrentaron el 11 de julio de 1302 en Courtrai, a cuarenta kilómetros al sur de Brujas. Los flamencos eligieron bien el terreno. Estaban en una tierra entrecruzada por canales, y un canal corría inmediatamente delante de su línea de batalla y la tierra ascendía hacia ellos del otro lado. En una parte, era terreno cenagoso.
Allí, fila tras fila, con sus picas que presentaban un frente semejante a un puerco espín, los flamencos esperaron.
Roberto de Artois hizo avanzar a sus soldados de infantería y les ordenó descargar una andanada de saetas con sus ballestas. Pero los infantes quedaron encenagados en el suelo blando y las saetas no hicieron suficiente daño, de modo que los caballeros se dispusieron a dar fin a la batalla con una carga.
Los cuentos de caballeros y amor cortesano habían exaltado las glorias de la caballería, y los relatos sobre las Cruzadas les daban apoyo, pues hasta las derrotas cristianas en esa tierra distante eran adornadas y deformadas para convertirlas en cuentos sobre hazañas de valor caballeresco. Los caballeros franceses, pues, no tenían motivo alguno para pensar que debían hacer otra cosa que atacar. Frente a ellos no había más que una muchedumbre de hombres de humilde origen, y habría sido juzgado impropio de la dignidad caballeresca apelar a algo así como una táctica ingeniosa. Todo lo que debían hacer era espolear a sus caballos y arrollar a la multitud.