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Authors: Louise Cooper

La estatua de piedra (5 page)

Con la luz de la lámpara y la presencia de sus seres queridos en la habitación, la joven acabó por tranquilizarse y por fin contó lo sucedido. Había despertado al sentir una presencia en el dormitorio. Por un instante pensó que ya era de mañana y que una criada había entrado a encender el fuego y a traerle agua caliente para que se lavara, pero luego se dio cuenta de que aún era de noche.

Nerviosa, preguntó quién estaba allí, y algo, o alguien, suspiró muy cerca de su oreja. Sivorne gritó aterrorizada, volvió la cabeza, y vio a una extraña criatura.

—¡No sé qué era! —exclamó mientras su madre la abrazaba y Anyr la tenía cogida de las manos—. Era como..., como un búho, pero también como algo más; un zorro o... —La joven, sin poder encontrar la palabra exacta, contuvo el aliento—. Y luego..., luego, lo peor de todo... su cara se transformó, y durante un terrible minuto, ¡ella era yo!

Raerche y Aronin se miraron inquietos por encima de la cabeza de Sivorne. Raerche se inclinó sobre la cama.

—Hija mía, tiene que haber sido un mal sueño —dijo con dulzura—. El cansancio del viaje..., estás agotada, y en semejantes ocasiones la mente puede conjurar extrañas fantasías.

—¡No! —Sivorne sacudió la cabeza, y su pelo dorado flotó a su alrededor como un halo—. ¡No fue un sueño! ¡Yo estaba despierta!

Maiv dirigió a su marido una mirada de advertencia que decía claramente «No discutas ahora con ella», y acarició la mejilla de Sivorne.

—Cariño, fuera lo que fuese, ahora ya ha pasado, y todos estamos aquí para cuidar de ti. —Maiv se dirigió luego a los demás—: Me quedaré con ella hasta mañana.

—Cariño, tú estás tan fatigada como Sivorne —protestó Raerche.

—Puede que sí, pero no quiero que se quede sola. —Maiv miró a su alrededor con los ojos entrecerrados en una expresión de desconfianza, como si esperara que algo surgiera de las sombras.

—Yo tengo una solución mejor —propuso Aronin—. La antigua nodriza de Anyr, que también fue la mía, está retirada, pero vive en nuestra casa. Es una mujer muy sabia, y también curandera. Ella se quedará esta noche con Sivorne, que no podría tener mejor guardiana.

Aronin se volvió hacia uno de los criados y le ordenó—: Ve a despertar a Coorla y dile que la necesitamos. Y que traiga sus remedios secretos.

Cuando el criado se marchó, Aronin sonrió, tratando de tranquilizar a los otros, aunque él mismo todavía estaba pálido.

—Coorla no tolerará ningún desatino de esos demonios, ya sean reales o imaginarios.

Raerche y Maiv no parecían muy convencidos, pero finalmente su propio cansancio les persuadió de que la sugerencia de Aronin era la mejor. Cuando llegó la nodriza todas sus dudas se disiparon. Coorla era una mujer muy excéntrica, pero también muy competente. Trataba a Anyr y a Aronin como si aún fueran niños a su cuidado, y muy pronto se mostró igualmente autoritaria con Sivorne y con sus padres. Preparó una pócima soporífera para Sivorne, murmurando por lo bajo mientras mezclaba una pizca de esta hierba y unos pocos granos de aquélla en una copa de vino. Sus ojos brillantes y pequeños, casi perdidos en un mar de arrugas, miraban fijamente a la joven mientras ésta sorbía el brebaje. Después echó a todos de la habitación, preguntando sarcástica si creían que la pobre joven podía dormir con la mitad de los habitantes de la casa dando vueltas como un rebaño de potros salvajes alrededor de su cama.

Anyr fue el último en marcharse. Besó a Coorla en una de las arrugadas mejillas, haciéndola reír, y luego cogió una vez más las manos de Sivorne y se inclinó para besarla en los labios.

—Ya es suficiente —reaccionó Coorla—. Ya habrá tiempo para eso cuando estéis casados. Esta jovencita ahora tiene que dormir. Vete de una vez y cierra la puerta cuando salgas.

Anyr se detuvo en el umbral.

—Cuida muy bien de ella, Coorla. Si algo le sucediera...

—¡Nada de lo que hay en la noche puede dañar un solo pelo de su cabeza si yo la cuido! —se indignó Coorla—. Vete a la cama, muchacho, y no te inquietes.

Escondida detrás de la cortina, Ghysla oyó que la puerta se cerraba y que Coorla volvía junto a la cama. Tras unos susurros, que Sivorne respondió con voz adormilada, oyó a la anciana que se preparaba a pasar la noche en un sillón. Se hizo el silencio, pero Ghysla permaneció inmóvil. Su mente era un torbellino, pues la pasión que había advertido en la voz de Anyr cuando cogió en sus brazos a Sivorne e intentó tranquilizarla la había conmovido profundamente. Oyéndolo hablar de ese modo era casi imposible creer que no amaba de verdad a su prometida. El miedo la invadió cuando se preguntó si no se habría equivocado, si no habría comprendido mal a su amado. Pero no, argumentó otra voz interior. No estaba equivocada. Anyr no amaba a Sivorne, sólo cumplía con lo que pensaba era su deber, e intentaba salir lo mejor parado posible de una situación a la que se había visto obligado. Los labios de Anyr podían decir una cosa, pero su corazón sentía otra.

Más tranquila y segura —no debía en modo alguno sucumbir a la duda—, Ghysla, invisible tras los pliegues de la pesada cortina, concentró su atención en el dormitorio. Un extraño ruido rompía ahora el silencio. Tras unos segundos Ghysla se dio cuenta de que era Coorla, que canturreaba en tono grave. Supuso que se trataba de una canción de cuna, aunque no tenía experiencia al respecto pues nadie le había cantado en la cuna. La voz de Coorla sonaba irritantemente desafinada, y había algo en la canción —la letra parecía estar escrita en una lengua desconocida—, que perturbó a Ghysla. Comenzó a temblar. ¿Sería Coorla una bruja? ¿Era eso lo que el señor de Caris había querido decir cuando la calificó de «mujer sabia»? La brujería de los seres humanos asustaba a Ghysla porque no tenía medios de combatirla; el poder de los encantos y de los hechizos de los mortales la perjudicaba y le causaba un intenso dolor. Se acurrucó bajo el alféizar de la ventana y se tapó los oídos con las manos, tratando de ahogar la voz de la anciana. Al cabo de un rato, para alivio de Ghysla, el canturreo se convirtió en un susurro hasta que, por fin, cesó. Tras un intervalo que pareció una eternidad, Coorla empezó a roncar.

Ghysla se sintió de nuevo esperanzada. Al parecer, la niñera no era la severa y eficaz guardiana que decía ser. Era evidente que su viejo cuerpo no soportaba que la despeñaran en mitad de la noche, y se había quedado dormida en la silla.

Ghysla entreabrió cautelosamente la cortina hasta poder ver una parte del dormitorio. Coorla, sentada junto al fuego, se hallaba de espaldas a la ventana y su cabeza gris se balanceaba al ritmo de los ronquidos. Veía también los pies de la cama, y un haz de luz de la lámpara que seguramente estaba cerca de la cabeza de Sivorne. Ghysla se mordisqueó nerviosa el labio inferior y abrió un poco más la cortina. Ah, sí, allí estaba Sivorne, inmóvil y tranquila bajo las mantas. Por fortuna se hallaba acostada de espaldas y su rostro era claramente visible. Ghysla pensó que, después de todo, los dioses parecían estar de su parte esa noche. Con Sivorne narcotizada y su protectora dormida, tenía la oportunidad que necesitaba para terminar lo que había comenzado...

Salió de detrás de la cortina y caminó de puntillas hacia la cama. La pócima de hierbas había cumplido su cometido, y cuando la sombra de Ghysla, grotesca y alargada por la luz de la lámpara, cayó sobre Sivorne, la joven no reaccionó. Ghysla contempló a la muchacha del pelo dorado. Era realmente muy hermosa. Eso volvía aún más difícil la tarea de Ghysla, pero
debía
hacerla, y la haría.

Mientras esperaba a oscuras a Sivorne en la habitación había urdido un plan, que le pareció una idea tan brillante que estuvo muy cerca de lanzar un grito. Habían obligado a Anyr a prometerse a Sivorne, y ahora él no podía romper la promesa. Pero ¿qué sucedería si Ghysla, en vez de intentar que el matrimonio no se celebrara, ocupaba el día de la ceremonia el lugar de Sivorne; si se
transformaba
en Sivorne? ¿Acaso no podía cambiar de apariencia a voluntad? Anyr ya la conocía bajo doce aspectos diferentes, y si podía aparecer ante él como una foca, o una corza, o un ave, también podía hacerlo con la apariencia de la novia del joven. Nadie seria capaz de distinguirlas y, por consiguiente, nadie sabría la verdad hasta que la ceremonia hubiera terminado, y las promesas se hubieran cumplido. Así, Ghysla, el verdadero amor de Anyr, se casaría con él en lugar de Sivorne.

Dispuesta a llevar adelante su plan, Ghysla había salido de su escondite cuando Sivorne se durmió, y se había agazapado junto a la cama para contemplarla en silencio, intentando memorizar cada detalle del rostro de la joven, la curva de sus labios y mejillas, el tono exacto de su pelo. Ghysla no esperaba que Sivorne despertara y, ante los gritos de la muchacha, había huido despavorida a esconderse en la ventana. Desesperada, intentó abrirla y huir hacia la noche, pero no pudo quitar el cerrojo, por lo que se vio obligada a esconderse de nuevo tras la cortina, conteniendo el aliento y rogando que no la descubrieran. Aunque entonces no lo creyera así, ahora parecía que la resistencia de la ventana había sido un golpe de suerte.

Se puso en cuclillas en una incómoda posición y se acercó todo lo que pudo al plácido semblante de Sivorne. Un débil y dulce aroma emanaba de la piel de la joven, una piel tan blanca y delicada que Ghysla, fascinada, sintió deseos de tocarla. Nunca había estado tan cerca de un ser humano. Qué brillante era su pelo, tan fino y resplandeciente como una telaraña sobre la que brilla el rocío de la mañana. Y su cuerpo, delgado pero de suaves curvas; nada de piernas y brazos como palillos, ni un torso desgarbado, ni hombros de huesos prominentes... Ghysla se sintió llena de envidia, pero la hizo rápidamente a un lado, y las pupilas de sus grandes ojos se dilataron como las de un gato mientras miraba la cara de Sivorne con intensa concentración, como si quisiera beber el alma de la joven. Tenía que saberlo todo sobre esta belleza rubia, para que el engaño fuera perfecto.

Estaba tan absorta en su tarea, era tal la emoción que la invadía, que no oyó el repentino crujido del sillón junto a la chimenea. Concentrada y con toda su fuerza de voluntad puesta en lo que hacía, Ghysla intentaba convertir su rostro en una réplica del de Sivorne cuando un grito de sorprendida indignación hizo que se pusiera en pie de un salto y se volviera.

Coorla se había despertado. Por un instante, a la tenue luz de la lámpara, no supo si lo que veía era un intruso o la sombra que proyectaba alguno de los muebles de la habitación. Pero cuando Ghysla se levantó y se volvió, la anciana la vio con claridad. Era una visión grotesca, porque Ghysla se hallaba en mitad de su transformación. Sus grandes y extraños ojos miraban fijamente hundidos en un rostro similar al de Sivorne, y su pelo era una rara combinación de fino oro y enmarañada y áspera negrura.

Coorla abrió los ojos como platos y, con una rapidez y agilidad inusuales para su edad, también se puso de pie.

—¡Demonio! —gritó, con la voz chillona por la furia—. ¡Ah, demonio! —Se irguió. Sus ojos adquirieron una mirada vidriosa y, levantando los brazos en un gesto elocuente exclamó—:
¡Casha fiarch, auchinar ho an tek! Fiarch, fiarch, ranna ho, teína ho...

Ghysla sintió un intenso dolor en la cabeza cuando el conjuro de Coorla penetró en su mente. Abrió la boca y aulló. La indignación y el desafío competían con el miedo. ¡Pero el hechizo de la vieja bruja le hacía daño! Tenía que detenerlo, si no el dolor la vencería y la haría gritar, y se tambalearía y se arrastraría indefensa como un niño recién nacido. Acuciada por el pánico, Ghysla no se detuvo a pensar: se lanzó sobre Coorla, batiendo salvajemente las alas y dando impulso a su salto. El canto de la vieja nodriza acabó en un ruido ahogado cuando las huesudas manos dotadas de garras le apretaron el cuello. Silbando como una serpiente furiosa, Ghysla batió otra vez las alas y se elevó a un metro del suelo, levantando con ella a Coorla. La anciana era un peso muerto, y en su lucha por soltarse casi arrancó los brazos de Ghysla de sus articulaciones, pero ella apretó los dientes y tiró, arrastrando a Coorla por la habitación. Golpearon contra el marco de la ventana y, de repente, las alas de Ghysla se enredaron en las cortinas, de tal modo que perdió el equilibrio y soltó la garganta de Coorla. La nodriza cayó pesadamente al suelo; durante unos segundos permaneció allí, tosiendo y farfullando, pero luego se recuperó y comenzó a croar su conjuro con renovado fervor.
«Fiarch, fiarch, ranna ho...»

Ghysla gritó y, por un instante, fue presa del pánico y perdió el control. En ese breve espacio de tiempo su cara se convirtió en la de un cerdo que chillaba. La ventana, ¡tenía que llegar a la ventana! Y esta vez tenía que conseguir abrirla. Mientras las palabras del ensalmo de Coorla ardían en su cerebro, tiró del cerrojo... y en esta ocasión debió de cogerlo de la manera correcta, porque rechinó y la ventana se abrió con un ruido que sonó como un estertor. Penetró el helado aire nocturno, y las cortinas se agitaron con fuerza. Coorla todavía entonaba su salmodia. A medida que se recuperaba, su voz ganaba fuerza, y Ghysla se volvió hacia, ella con otro grito. No podía soportar aquello ni un segundo más, no podía luchar contra el poder de este conjuro humano. ¡Tenía que conseguir que la nodriza se callara!

Estimulada por el terror y la furia, cogió a la anciana por debajo de los brazos y volvió a levantarla en el aire. Batió las alas con frenesí y se elevó en el aire. Coorla, indefensa, se elevó con ella, y Ghysla, en un rapto de energía demencial, lanzó a la vieja nodriza por la ventana abierta. En una confusión de piernas, brazos y faldas, Coorla se precipitó al mar desde una altura de más de sesenta metros. Se oyó el eco de su grito en el viento, pero Ghysla no podía mirar, no podía soportar verla caer. Luego el último grito de desesperación de la mujer se desvaneció, y no se oyó más ruido que el constante e implacable rugir del mar.

Ghysla permaneció muy quieta mientras el horror paralizaba su mente. Sivorne, entretanto, dormía en la habitación iluminada por el suave resplandor de la lámpara. La joven no se había enterado de la lucha entablada a pocos pasos de su cama, ni de su terrible desenlace, y la pacífica visión que se ofrecía a los ojos de Ghysla era horriblemente absurda. El silencio se quebró por fin cuando de la garganta de Ghysla escapó un sollozo. Se cubrió el rostro con las manos. ¡No había querido hacer daño a la anciana! No había querido hacer daño a nadie. No era mala, nunca antes había hecho algo semejante, ni siquiera había soñado hacerlo, y se sintió sofocada por los remordimientos, como si se estuviera ahogando. El miedo y su desesperado amor por Anyr la habían hecho perder el juicio. Había actuado de una manera salvaje, demente, terrible. Ahora Coorla estaba muerta, su cadáver había sido arrastrado por las aguas y ella, Ghysla, era la asesina.

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