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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La esposa de don César / La hacienda trágica (3 page)

—Debe de haber pasado mucho tiempo en el Valle de la Muerte. En ese lugar el sol calienta mucho, deshidrata a los hombres y les seca un poco el cerebro. Cuando salen de allí ven visiones; espejismos. Tienen ideas raras; se creen perseguidos por los fantásticos monstruos que ven en el desierto. No hagas nunca caso de lo que te cuente uno de esos hombres. A todos debieran encerrarlos en un manicomio. Adiós, Lupita. Olvídate de ese buscador de bórax. Seguramente ahora estará convencido de que se halla en alguna de las fantásticas ciudades que vio reflejadas contra algún acantilado. O se creerá perseguido por una manada de búfalos de doce cuernos o de indios comanches de seis pies. Adiós.

—¿Es que no va a ayudar a ese hombre?

—Si necesita dinero, dale el que te parezca. Seguramente eso debía de ser lo que buscaba.

Guadalupe sintió deseos de echarse a llorar. ¿Cómo podía ser tan odioso el hombre a quien ella tanto amaba? ¿Sería realmente don César como ella lo había imaginado? ¿No estaría ante un espejismo como los del Valle de la Muerte? No. Ella sabía bien quién era
El Coyote
. Y si don César se portaba así era porque… porque no la quería, porque nunca la había querido. Por eso pudo permanecer casi diez años a su lado sin sentir amor ni pasión por ella.

—Muchas gracias. Perdone que le haya molestado, don César.

Guadalupe hablaba con rencor mal disimulado. Iría a Roma, aunque tuviese que hacer el viaje a pie. ¡Y le concederían la separación de aquel hombre que la despreciaba, tal vez porque ella no era de su misma clase! Sí, eso debía de ser. Don César veía en ella a una criada con quien el azar le había hecho casarse
[1]
. Pero nunca le perdonaría aquel matrimonio impuesto por un bandido. Y ella tampoco le perdonaría sus desaires.

Cuando don César se hubo marchado, Lupe sintió que el rencor desaparecía. Volvieron viejos pensamientos. Si
El Coyote
no se hubiese querido casar, le habrían sobrado medios para evitarlo. Y, además, no habría ayudado al Diablo a escapar a la pena impuesta por la Ley. Si lo hizo fue en prueba de reconocimiento… No, no. Esto era lo que deseaba creer ella. La realidad era la que acababa de ver. Don César la despreciaba. De lo contrario se hubiera apresurado a aceptar la mano que le tendía. Si él la amase no habría vacilado ni un minuto en decirle que tomaría el partido de
Borax
MacAdoo. Al fin y al cabo, si ella se había interesado por aquel hombre, había sido tan sólo para que César, al apresurarse a ayudar a MacAdoo, le demostrara que la quería.

Escondiendo el rostro entre las manos. Guadalupe se echó a llorar. Era muy desgraciada. Iría a Roma a pedir la anulación. Sí que iría. Y ya se hubiera marchado si no temiera dejar solo al hijo de don César.

De súbito, una suave mano se apoyó en uno de sus hombros.

—¿Por qué lloras, Lupe?

El pequeño César estaba ante ella.

—¿Es por culpa de papá? —agregó.

—No, no. Es… Tú eres muy niño aún y no sabes que las mujeres lloramos por cualquier tontería.

No quería decirle que estaba en lo cierto al suponer a su padre culpable de aquellas lágrimas. Ella no debía interponer obstáculos entre César y su hijo.

—No quiero que llores —dijo el niño—. Yo te quiero mucho. Y papá también te quiere.

—Ya lo sé, pequeño mío. No me hagas caso. Cuando seas mayor comprenderás que no te he engañado al decir que las mujeres lloramos por cualquier motivo. Y a veces también reímos sin saber por qué.

—Entonces, ¿por qué no te ríes en vez de llorar?

Guadalupe no pudo contener una sonrisa.

—Tienes razón —dijo—. Soy una tonta muy tonta. Subamos a tu cuarto a ver si sabes bien tus lecciones.

César se movió inquieto.

—¿No sería mejor que te consolase? —propuso.

Guadalupe acentuó su sonrisa.

—¿No ves que ya me has consolado?

—Entonces… ¿por qué no vamos a jugar al jardín?

—Pero tus lecciones…

—Si hubieras seguido llorando no te habrías acordado de mis lecciones, ¿verdad?

—Puede que no. Pero ahora ya no lloro.

—¿Y quieres que llore yo, que no tengo culpa de nada?

—Tendrás la culpa de no saber bien tus lecciones.

El niño hizo un gesto de disgusto.

—Las mujeres sois muy extrañas —declaró—. Te hago un favor y tú me pagas con eso de las lecciones. Está bien. Ahora no te volveré a consolar nunca más. Aunque te pases las noches llorando, no te diré nada. Y tampoco te diré una cosa que me dijo papá.

—¿Qué te dijo? —preguntó Lupe, tratando, en vano, de disimular su ansiedad.

—No te lo diré.

—Por favor, dímelo. Te daré…

—¿Qué?

—Lo que tú quieras.

—¿No me tomarás la lección?

—Está bien, no te tomaré la lección.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Pues… me dijo que yo era un chico de suerte.

—¿Sólo eso? —preguntó, desilusionada, Lupe.

—Sí. Me dijo que era un chico de suerte porque había conseguido las dos mejores madres del mundo: mamá y tú. Y si mañana tampoco me tomas la lección, te diré otra cosa que yo le dije.

—César: vas a ser temible con las mujeres —sonrió Lupe—. Conoces instintivamente el arte de obtener de ellas lo que deseas. Dime lo que dijiste y mañana tampoco habrá lección. ¡Y que Dios me perdone por lo mal que te educo!

—Pues yo le dije que él tenía más suerte porque había conseguido las dos mejores esposas del mundo: mamá y tú.

—¿Y qué respondió él?

—¿Me darás chocolate con leche si te lo digo?

—Sí —rió Lupe.

—Pues me dijo que tenía mucha razón; pero que él era un…

El niño titubeó.

—¿Qué te dijo?

El pequeño César empezó a pensar qué podía pedir a cambio de aquella información; pero al fin decidió que era preferible no pedir nada más, pues la respuesta de su padre no le parecía de las más claras. Quizá Lupe se sintiera defraudada y olvidase sus promesas. Es cosa muy sabida que los mayores nunca se sienten ligados por lo que prometen a los niños.

—Pues… me dijo que él era… era… Dijo que era un borrico.

Indudablemente las mujeres son muy raras; porque el hecho de que don César de Echagüe se llamara a sí mismo borrico pareció colmar de felicidad a Guadalupe, quien abrazando al niño, le besó en las mejillas y prometió:

—Comerás bizcochos con el chocolate.

Y se fue muy contenta hacia la cocina, dejando a César con la seguridad de que había desperdiciado lamentablemente una información que podía haberle valido una semana de vacaciones.

—Pero ¿quién iba a suponer que le alegrase tanto el saber que papá es un borrico?

César no comprendía nada, y esto le molestaba. ¡Si al menos Lupe quisiera explicarle el misterio! Pero no… no se lo quería explicar. Las mujeres se alegran con dificultad, y cuanto más se alegran menos quieren decir por qué. Por el contrario, cuando lloran son más comunicativas, con lo cual demuestran su egoísmo. En seguida están dispuestas a echar sobre otro sus penas. En cambio, las alegrías se las guardan para ellas. Los hombres son muy distintos: cuentan sus alegrías y callan sus penas.

El heredero del Rancho de San Antonio marchó hacia la cocina muy satisfecho de pertenecer a un sexo lógico y no medio loco como el femenino, que es capaz de alegrarse porque un hombre dice que es un asno. ¿Se puede imaginar cosa más tonta?

Capítulo III:
El Coyote

Borax
MacAdoo no esperaba que su llamada al
Coyote
fuera contestada. No obstante, cuando oyó el golpear de unos nudillos en la puerta sintió un sobresalto que se apagó en cuanto la voz dé uno de los criados de la posada anunció:

—La cena está preparada, señor.

Borax
abrió la puerta y declaró que bajaría al comedor en seguida. Lavóse superficialmente, se quitó un poco el polvo y bajó. Cuando le estaban sirviendo el segundo plato presentóse Yesares para averiguar si todo estaba de acuerdo con los gustos de su cliente.
Borax
respondió afirmativamente, agregando que nunca había comido tan bien como allí. Yesares agradeció la respuesta y regresó a su despacho. Cuando volvió al comedor,
Borax
MacAdoo se disponía a atacar el postre después de encargar una buena taza de café puro.

—No me extraña su éxito, señor Yesares —dijo—. Si a todo el mundo le sirve tan bien, llegará a ser el primero de los posaderos de esta ciudad.

—Creo que ya lo soy —sonrió Yesares—. Sobre todo, gracias a la amable opinión de mis clientes.

Un cuarto de hora más tarde, después de saborear el café,
Borax
MacAdoo se puso en pie y anunció su propósito de regresar a su habitación. Antes solicitó de Yesares que enviara a alguno de sus criados a buscar el equipaje que había dejado en el hotel Morgan.

Después de cerrar con llave la puerta de su cuarto,
Borax
MacAdoo fue hacia la mesa donde estaba la lámpara de petróleo y la encendió. Volvióse para ir a tenderse en la cama; pero apenas hubo dado un paso hacia allí quedó clavado en tierra ante el inesperado espectáculo con que tropezaron sus ojos. Sus manos, que habían ido instintivamente hacia sus revólveres, se inmovilizaron cuando su cerebro comprendió quién era el enmascarado que estaba ante él, sentado en uno de los sillones de la estancia, con una pierna cruzada sobre la otra.

—¡
El Coyote
! —susurró.

—¡Hola! —replicó el otro, sonriendo amistosamente—. Me pareció oír que me llamaba.

Los ojos de
Borax
MacAdoo se dilataron por el asombro.

—¿Es posible que me haya oído?

—Desde el momento en que estoy aquí… —replicó significativamente
El Coyote
.

—Claro —asintió el minero, por decir algo. Y aunque no comprendía nada de aquel misterioso suceso, siguió—: Lo comprendo…

—Ahora dígame para qué me necesita… Si es que aún me necesita.

—Pero ¿cómo ha entrado? —preguntó MacAdoo—. Al salir cerré con llave la puerta.

—Una puerta cerrada no es obstáculo para mí —siguió, sonriendo,
El Coyote
.

—Es… increíble. ¿Me habría oído si le hubiese llamado antes?

—Tal vez. Siéntese. No me gusta hablar con quienes están en pie delante de mí.

—Gracias —tartamudeó el minero, como si estuviera en una habitación ajena.

Cuando se hubo sentado miró interrogadoramente al
Coyote
quien, balanceando la pierna cruzada, inquirió:

—¿Por qué no me cuenta lo que le ocurre?

—Es que… estoy tan asombrado que todas las ideas se me han borrado del cerebro. No sé qué decir.

—Explíqueme lo que sucede. ¿Quién le persigue? ¿Por qué necesita mi ayuda?

—Creo que no podré decirle nada… En realidad nada me ocurre. Me metieron en la cárcel por borracho…

Poco a poco
Borax
MacAdoo contó al
Coyote
todos los extraños sucesos de los que ya había hecho una somera relación a Guadalupe. Cuando hubo terminado,
El Coyote
preguntó:

—¿Eso es todo?

—Sí… creo que sí.

—Usted tiene el convencimiento de que en el Valle de la Victoria hay mucho oro, ¿no?

—Hasta ahora no he podido encontrarlo; pero creo que existe. Y me han ocurrido tantas cosas extrañas, que estoy convencido de que alguien desea quitarme aquellas tierras.

—¿Cómo se las van a quitar?

—Eso es lo que no sé. Las tierras están debidamente registradas en Sacramento. Nadie puede arrebatarme los títulos de propiedad ni anularlos.

—¿Y qué sucedería si usted muriese?

—No sé.

—Las tierras pasarían a sus herederos. ¿Quiénes son?

—Mi madre es la única heredera. Vive en Toledo, Ohio.

—Bien. ¿Qué ha hecho con su equipaje?

—Lo he enviado a buscar al hotel Morgan, donde lo dejé antes de ser encarcelado. Llegará de un momento a otro.

—Cuando lo tenga aquí no toque nada. Ni lo abra. Luego salga del cuarto y baje al vestíbulo. Cuando nadie pueda verle salga a la plaza y vaya hasta el otro lado. Allí encontrará un hombre. Sígale y haga lo que él le ordene. Se tratará de uno de mis ayudantes. Él le llevará a sitio seguro. Si no pone usted obstáculos de ninguna clase, podrá salvarse. De lo contrario, es posible que sus temores se conviertan en realidad.

—Le obedeceré…

En aquel momento se oyó una llamada a la puerta y la voz del criado anunció:

—Su equipaje, señor MacAdoo.

Éste volvióse hacia
El Coyote
y le miró interrogadoramente.

—Abra —dijo en voz baja el enmascarado.

—Pero… usted…

El Coyote
se puso en pie, replicando:

—No se apure por mí. Me esconderé detrás de un sillón.

MacAdoo fue hacia la puerta después de coger la llave de encima de la mesa donde la había dejado. Abrió y dos criados entraron su equipaje en la habitación. El equipaje se componía de una maleta pequeña y un sólido baúl de cuero. MacAdoo dio una propina a los dos hombres y se apresuró a cerrar la puerta en cuanto hubieron salido, después de rechazar su ayuda para abrir el equipaje. En cuanto estuvieron fuera dirigióse hacia detrás del sillón donde debía de hallarse
El Coyote
. No vio a nadie. Cuando buscó detrás del otro sillón, tampoco encontró al
Coyote
. Ni lo halló en ningún rincón de la estancia.

Había desaparecido misteriosamente como había entrado.

Borax
MacAdoo sintió que un escalofrío le corría por el cuerpo. ¿Qué clase de ser era aquel misterioso enmascarado? ¿De carne y hueso? ¿O tal vez un fantasma que tomaba forma corporal a conveniencia? No, esto, no. Aquel misterio debía de tener una explicación lógica. Pero era difícil encontrarla.

De pronto el minero se dio cuenta de que estaba a punto de abrir el baúl. Apartóse de él, recordando el consejo del
Coyote
. Se dijo que semejante consejo podía ser un exceso de precaución; pero pensando en la misteriosa forma que
El Coyote
había tenido de aparecer y desaparecer,
Borax
MacAdoo decidió que era preferible seguir sus instrucciones. Y sin volver a tocar el baúl ni la maleta, salió de la estancia y descendió pausadamente al vestíbulo, sin que por el camino encontrara a nadie.

Aprovechando esta circunstancia, salió de la posada. Era ya de noche y la plaza estaba oscura y desierta.
Borax
MacAdoo la cruzó lentamente, sin advertir que, desde detrás de uno de los árboles que crecían en ella le miraban unos ojos, y que otros le miraban, también, desde el otro extremo de la plaza, hacia el cual, siguiendo las instrucciones del
Coyote
, se dirigió.

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