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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (21 page)

Ahora Strup la estaba interrogando. Y no estaba dispuesta a aceptarlo.

—No quiero hablar de un caso en concreto. Y mucho menos de este caso en concreto. Estoy obligada a mantener silencio. Aparte de que me parece que va siendo hora de que me expliques tu llamativa curiosidad.

Había cruzado los brazos, como hacía siempre que estaba enfadada o se sentía vulnerable. Ahora sentía ambas cosas.

Strup dejó la copa sobre la mesa, cruzó los brazos como si fuera su reflejo masculino en el espejo y la miró fijamente a los ojos.

—Estoy interesado porque intuyo el contorno de algo que me incumbe, como abogado y como persona. Tengo la posibilidad de protegerte contra algo que puede ser peligroso. Déjame que me haga cargo del caso.

Soltó los brazos y se inclinó hacia ella. Tenía la cara a menos de treinta centímetros de la suya; ella intentó, sin querer, echarse un poco hacia atrás. No tuvo éxito, la cabeza chocó con la pared con un pequeño ruido sordo.

—Puedes tomarte esto como una advertencia. O me dejas hacerme cargo del holandés o tendrás que asumir las consecuencias. Puedo asegurarte una cosa: no cabe duda de que saldrás ganando si te olvidas de este asunto. Probablemente aún no sea demasiado tarde.

En la sala había empezado a hacer demasiado calor. Karen sintió que el rubor le subía por las mejillas y una leve alergia al vino había empezado a formar manchas rojas en su cuello. Los aros del sujetador se le clavaban en la piel sudorosa bajo los pechos y de pronto se levantó para escapar de todo aquello.

—Y yo te puedo asegurar una cosa a ti —dijo en voz baja mientras cogía su bolso sin dejar de mirarle—. No pienso renunciar al chico por nada del mundo. Él me ha pedido ayuda, y he sido nombrada oficialmente y lo voy a ayudar. Me importan un bledo las amenazas, provengan de delincuentes o de abogados del Tribunal Supremo.

Aunque había hablado en voz baja, su exabrupto había llamado la atención. Los pocos clientes en el otro lado del local estaban callados y miraban con curiosidad a los dos abogados. Ella bajó aún más el tono de su voz y casi le susurró:

—Muchas gracias por la comida. Estaba muy buena. Cuento con no volver a tener noticias tuyas. Si vuelvo a escuchar una sola palabra de tu boca sobre este caso, te voy a denunciar a la Asociación de Abogados.

—No soy miembro —sonrió él, y se secó la boca con una gran servilleta blanca.

Karen se dirigió al ropero estampando los pies contra el suelo, se echó el abrigo por encima. Al cabo de menos de dos minutos, estaba de vuelta en casa. Se sentía furiosa.

Cuando se despertó, la noche estaba aún en la pubertad. Los números digitales de la radio despertador le arrojaban la hora en rojo airado: 02.11. La respiración de Nils sonaba lenta y constante, e intercalaba extraños ronquiditos cada cuatro inspiraciones. Intentó acompasarse a su ritmo, contagiarse de la calma del hombretón que dormía a su lado, respirar igual que él, obligar a sus pulmones entrecortados a coger el mismo ritmo que los del hombre, pero sus pulmones protestaron hasta provocarle un ligero mareo. También sabía por experiencia que tras el mareo, el sueño solía regresar de su huida nocturna.

Pero esta noche no. El corazón se negaba a frenar y los pulmones chillaban protestando contra la imposición de otro ritmo. ¿Qué era lo que había soñado? No se acordaba, pero sentía tal tristeza e impotencia, además de una angustia indefinible, que tenía que haber sido algo fuerte.

Se desplazó con cuidado hacia el borde de la cama, alargó la mano hacia la mesilla y desenchufó el contacto del aparato telefónico antes de salir sigilosamente de la cama, sin despertar a Nils, gracias a incontables noches de entrenamiento. Luego salió de la habitación, aunque se detuvo en la puerta para coger la bata.

Sólo la lamparita sobre la mesa le permitía ver algo en la entrada. Karen agarró el teléfono inalámbrico y lo levantó con cuidado de la base. Luego se fue apresuradamente hacia lo que ambos llamaban «el despacho», al que se accedía desde el otro lado del salón. La luz estaba encendida. Un montón de libros de psicología estaban esparcidos por el enorme tablero de pino grueso que pendía de dos columnas cuadradas que bajaban del techo inclinado. Las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías, pero, aun así, no bastaba, había varias pilas de libros sobre el suelo. Era la habitación más acogedora de la casa y, en un rincón, había un sillón orejero con una banqueta para los pies y una buena lámpara de lectura. Karen se sentó.

Se sabía de memoria su número de teléfono, a pesar de que sólo lo había marcado una vez en su vida, hacía poco más de dos semanas. Aún recordaba su número de estudiante, después de haberlo marcado al menos una vez al día durante seis años. Por alguna extraña razón, marcar su número mientras Nils dormía sólo tres habitaciones más allá le parecía mayor traición que hacer el amor con él en el suelo del salón mientras Nils estaba fuera de la ciudad.

Se quedó sentada mirando fijamente el teléfono durante varios minutos, hasta que finalmente sus dedos, prácticamente por sí solos, escogieron la combinación correcta de números. Tras dos llamadas y media escuchó su «hola» medio ahogado.

—Hola, soy yo.

No se le ocurrió nada más original.

—¡Karen! ¿Qué pasa?

De pronto parecía completamente despierto.

—No puedo dormir.

El ruido de las sábanas le indicó que se estaba incorporando en la cama.

—En realidad no debería despertarte por eso —se disculpó.

—No, no pasa nada. Seamos sinceros, está claro que me alegro de que me llames. Tienes que llamarme siempre que te apetezca. Da igual la hora. ¿Dónde estás?

—En casa. —Se hizo el silencio—. Nils está durmiendo —le explicó atajando su pregunta—. He desenchufado el teléfono del dormitorio. Además, a esta hora de la noche duerme siempre como un tronco. Está acostumbrado a que yo me despierte y deambule un poco. No creo que le importe.

—¿Qué tal la cena?

—Fue agradable hasta que llegamos al café. Luego se puso otra vez a dar la lata. No entiendo qué es lo que quiere de ese chico. Fue bastante descarado, así que tuve que ponerlo en su sitio. No creo que vuelva a tener noticias suyas.

—Sí, la verdad es que parecías bastante cabreada cuando te fuiste.

—¿Cuando me fui? ¿Cómo lo sabes?

—Te fuiste del sitio exactamente a las 22.04, y saliste corriendo en dirección a tu casa.

Se rio un poco, como para disculparse.

—¡Sinvergüenza! ¿Me estabas espiando?

Karen estaba indignada y halagada al mismo tiempo.

—No, no te estaba espiando, te cuidaba. Fue un frío placer. Tres horas en un portal de Grünerløkka no son de lo más apetecible. —Hizo una pausa involuntaria y, sin querer, estornudó dos veces—. Mierda, me he resfriado. Deberías estarme agradecida.

—¿Por qué no me dijiste nada cuando salí? —Håkon no respondió—. ¿Creías que me iba a enfadar?

—No descartaba esa posibilidad, la verdad. ¡Tal y como estabas ayer por teléfono!

—Qué rico eres. Eres rico de verdad. Seguro que me hubiera cogido un buen cabreo. Pero me alegra pensar que estabas allí cuidándome todo el rato. ¿Estabas como policía o como Håkon?

En la pregunta subyacía una sutil invitación. Si hubiera sido de día, él se habría expresado con elegancia, tal y como sabía que a ella le gustaba. Pero eran las tantas de la madrugada, y dijo lo que pensaba, sin más.

—Los fiscales adjuntos no hacen de guardaespaldas, Karen. Los fiscales adjuntos de la Policía se quedan en sus despachos y les importa un bledo todo lo que no sean los documentos o los juicios. Era yo el que estaba de guardia. Estaba celoso y estaba preocupado. Y te amo. Por eso estaba allí.

Estaba tranquilo y satisfecho, que ella reaccionara como quisiera. Y su reacción fue tan sorprendente que casi lo tumba.

—Tal vez yo también esté un poco enamorada de ti, Håkon.

De pronto Karen rompió a llorar, él no sabía qué decir.

—¡No llores!

—Pues sí, lloro si quiero —sollozó—. Lloro porque no sé qué voy a hacer.

Había empezado a llorar desconsoladamente. Håkon tenía problemas para entender lo que decía, por eso dejó que acabara de llorar.

Le llevó diez minutos.

—Vaya chorrada en la que gastar teléfono —murmuró Karen finalmente.

—Por la noche el teléfono casi no gasta. Seguro que te lo puedes permitir.

Ya estaba más tranquila.

—Estoy planeando marcharme de viaje —dijo—. Irme a la casa de la montaña, yo sola. Me voy a llevar al perro y unos cuantos libros. Tengo la sensación de que aquí en la ciudad no consigo pensar. Al menos no aquí en el piso, y en la oficina no me da tiempo más que a intentar resolver los asuntos del trabajo, y casi ni eso consigo hacer.

El lloriqueo volvió a intensificarse.

—¿Cuándo te vas?

—No lo sé. Te prometo llamarte antes de irme. Puede que me lleve una semana o dos. Tienes que prometerme que no me llamarás. Hasta ahora lo has hecho muy bien.

—Te lo prometo. Palabra de honor. Pero, oye, ¿podrías volver a decirlo?

Tras una breve pausa, lo dijo.

—Tal vez esté un poco enamorada, Håkon. Tal vez. Buenas noches.

Martes, 10 de noviembre

—Vaya pérdida de tiempo.

Wilhelmsen había sido lo bastante sensata como para amarrar los documentos del caso con dos gruesas gomas. Ahora tenían el aspecto de un tentador regalito de Navidad. Un regalo que aguantaba que lo arrojaran. Pang.

—Ya hemos investigado a Olsen y a Lavik. Nada.

—¿Nada? ¿Nada de nada?

Sand estaba sorprendido. Resultaba más llamativo que no dieran con nada de interés que si hubieran encontrado alguna cosilla; por pequeña que fuese. Muy poca gente soportaba la mirada crítica de la Policía sin que se les descubriera alguna que otra cosa.

—Por cierto, hay una cosa curiosa que me llama mucho la atención —dijo Hanne—. No tenemos acceso a las cuentas bancarias de Lavik, puesto que no está acusado, pero mira sus declaraciones de la renta de los últimos años.

Era una hoja con unos números que no le decían nada. No entendía una palabra, más allá del hecho de que el tipo tenía unos ingresos anuales que hubieran conseguido que cualquier representante del Ministerio Fiscal palideciera de envidia.

—Da la impresión de que ha desaparecido dinero —dijo Hanne a modo de explicación—. ¿Desaparecido?

—Pues sí, resulta que el dinero que dice que ha ganado no se corresponde con su patrimonio. O bien el tipo tiene unos gastos cotidianos enormes, o bien tiene dinero escondido en algún sitio.

—Pero ¿por qué iba a esconder el dinero que gana legalmente?

—Pues sólo existe una explicación lógica: evasión de impuestos sobre el patrimonio. Pero para el nivel que tiene el impuesto sobre el patrimonio en este país me parece bastante estúpido, además de poco plausible. No me encaja que se vaya a arriesgar a evadir impuestos sobre el patrimonio por unas pocas coronas. Sus cuentas están en orden, y el inspector se las aprueba todos los años. Aquí hay algo que no acabo de entender.

Se quedaron mirándose el uno al otro. Håkon se metió un poco de rapé en la boca.

—¿Has empezado a usar esa guarrada? —dijo Hanne con cara de asco.

—Sólo es un intento de no volver a caer en los cigarrillos. Es puramente temporal —se disculpó él, y escupió los restos del tabaco por la habitación.

—Eso te destroza las encías. Y además huele fatal.

—A mí no me va a oler nadie —replicó él—. Bueno, juguemos a la pelota. ¿Qué te llevaría a ti a esconder dinero?

—Pues escondería dinero negro o dinero completamente ilegal. En Suiza, quizá. Eso hacen en las novelas policíacas. Pero con los bancos suizos no tenemos nada que hacer. No tienes ni que dar tu nombre para tener una cuenta, basta con un número.

—¿Hemos registrado algún viaje a Suiza?

—No, pero tampoco le hace falta viajar hasta allí. Los bancos suizos tienen filiales en muchos de los países a los que ha viajado. Además no se me quita de la cabeza que tiene que haber algo en sus negocios en Oriente. Drogas. Eso encaja con nuestra teoría. Es una pena que tenga una explicación tan buena, y legítima, para sus viajes. Los hoteles están ahí.

Llamaron a la puerta y, sin aguardar respuesta, un agente rubio abrió. Håkon se molestó, pero no dijo nada.

—Aquí están los papeles que me has pedido —dijo el policía tendiéndole a Hanne cinco páginas impresas de ordenador, luego se fue sin cerrar la puerta.

Håkon se levantó y lo hizo por él.

—No tienen modales, los jóvenes de hoy en día.

—Si tuviera un montón de dinero ilegal y usara una cuenta suiza, y si además fuera tacaña, ¿no intentaría tal vez mandar parte de mi dinero legal al mismo lugar?

—¿Tacaño? ¡Sí, puede que Lavik encaje con ese calificativo!

—¡Mira lo austeramente que vive! Ese tipo de gente disfruta especialmente de tener dinero guardado. ¡Lo ha metido todo en la misma cuenta!

La teoría no era muy buena, pero les servía, a falta de algo mejor. La avaricia lleva incluso a los mejores a cometer errores. Aunque tampoco era un gran error: difícilmente se podía defender la ilegalidad de tener menos dinero en tus cuentas del que has ganado.

—A partir de ahora vamos a suponer que Lavik tiene dinero metido en Suiza. Ya veremos adonde nos lleva eso. No muy lejos, me temo. ¿Y qué pasa con Peter Strup? ¿Has hecho algo con él tras vuestro misterioso encuentro en el parque de Sofienberg?

Ella le tendió una carpeta fina. El fiscal adjunto se dio cuenta de que no llevaba número de caso.

—Es mi carpeta privada —le explicó—. Este juego de copias es para ti. Llévatelo a casa y guárdalo en algún sitio seguro.

Håkon hojeó los papeles. La historia de la vida de Strup era impresionante. Durante la guerra participó activamente en la resistencia, a pesar de que apenas tenía dieciocho años cuando llegó la paz. Ya entonces era miembro del Partido Laborista. En los años posteriores no destacó dentro del partido, pero, como había mantenido relación con sus compañeros, contaba con un impresionante círculo de amistades que ocupaban posiciones importantes. Era amigo íntimo de varios antiguos peces gordos del partido, mantenía buenas relaciones con el rey —con el que además había navegado de joven, Dios sabría cómo sacaba tiempo para todo— y se reunía una vez por semana con el secretario de Estado del Ministerio de Justicia, con el que también había trabajado en tiempos. Era masón de décimo grado y tenía, por lo tanto, acceso a la mayoría de los pasillos del poder. En su momento se casó con una antigua cliente, una mujer que había asesinado a su marido tras dos años de infierno y que, tras pasar año y medio en la cárcel, quedó en libertad y se dirigió hacia las campanas de la boda y una vida brillante. El matrimonio era aparentemente feliz y nadie había podido nunca demostrar que el tipo hubiera tenido una aventura extramatrimonial. Ganaba mucho dinero, a pesar de que, por lo general, recibía su salario del ámbito público. Pagaba sus impuestos con alegría, según había repetido muchas veces en los periódicos, aunque se tratara de cantidades considerables.

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