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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (11 page)

—Impresionante, ¿verdad? —La mujer uniformada pareció afirmar un hecho más que formular una pregunta—. Me lo regaló mi padre la semana pasada, por mi cumpleaños. Se ha pasado toda la vida en su despacho y yo llevo admirándola desde que era una chiquilla. La compró mi bisabuelo en Estados Unidos, a finales de la década de 1890, o por ahí. Tal vez tenga valor, en todo caso es preciosa.

Era la primera mujer que ocupaba el puesto de comisaria principal de la Policía de Oslo. Había sustituido en el cargo a un tipo grandullón de Bergen, un hombre muy controvertido que siempre estaba en conflicto con sus empleados, pero que, a pesar de todo, tenía una integridad y una determinación que habían escaseado en la historia de la jefatura hasta que él había asumido el cargo siete años antes.

Dejó tras de sí una jefatura mucho mejor organizada que la que le pasaron a él, pero el precio fue alto. Tanto él como su familia suspiraron aliviados cuando pudo jubilarse, un poco antes de lo que le tocaba, pero lo bastante tarde como para irse honrosamente.

La mujer de cuarenta y cinco años que ahora ocupaba el sillón del jefe era de un calibre muy distinto. Håkon no la aguantaba. Era una pija de Trøndelag y la persona más intrigante que conocía. Durante todos sus años en la jefatura había maniobrado para llegar al puesto de comisaria principal: se había acercado a la gente adecuada, había acudido a las fiestas correctas y había brindado con las personas convenientes en las reuniones de la fiscalía. Su marido trabajaba en el Ministerio de Justicia, aunque eso no era lo peor.

Por lo demás, su eficiencia era innegable. Si el antiguo comisario principal no hubiera decidido jubilarse lo antes posible, ella habría pasado por la posición intermedia de fiscal del Estado. Sand no sabía qué hubiera sido peor.

Presentó su informe del modo más escueto posible, y desde luego no se lo contó todo. Tras unos segundos de evaluación, concluyó que debía informar a su superior sobre la vinculación no oficial de los dos casos de asesinato. Pero fue breve. Para gran irritación del fiscal adjunto, la comisaria principal lo entendió todo de inmediato, planteó preguntas breves y apropiadas, asintió a sus conclusiones y, por último, le reconoció que había hecho un buen trabajo. Pidió que se la mantuviera informada en todo momento, preferentemente por escrito, y luego añadió:

—No especules demasiado, Håkon. Ocúpate de un asesinato por vez. El caso de Sandersen ya está resuelto. Las pruebas técnicas bastan para condenar al holandés. Hasta cierto punto has de tomártelo como una orden.

—En sentido estricto, en cuestiones de investigación, mi superior es el fiscal del Estado —le replicó él.

Como respuesta la mujer le pidió que se retirara. Al levantarse, Sand preguntó:

—¿Por qué lleva, en realidad, una venda ante los ojos?

Señaló con la cabeza la diosa que estaba sobre la descomunal superficie de la mesa, acompañada solamente por dos teléfonos.

—No debe dejarse influir por ninguna de las partes. Ha de ejercer una justicia ciega —le explicó la comisaria principal.

—Pero con una venda ante los ojos resulta difícil ver —dijo Håkon, pero no obtuvo respuesta.

Aunque el rey, que aparecía junto a la reina en un marco dorado ubicado por encima del hombro de la comisaria principal, parecía estar de acuerdo con él. Sand escogió interpretar la insondable sonrisa mayestática como un apoyo a sus propias ideas, se levantó y abandonó el despacho de la séptima planta. Se iba más irritado de lo que llegó.

Wilhelmsen se alegró de verlo. Sand reparó en lo guapa que era, incluso con el ojo vendado y el pelo afeitado en un lado de la cabeza. La palidez hacía que sus ojos parecieran aún más grandes y, por primera vez desde que escuchó que la habían atacado, se dio cuenta de lo preocupado que había estado. No se atrevió a darle un abrazo. Tal vez lo desanimaran los vendajes, pero al pensarlo mejor se dio cuenta de que de todos modos no hubiera resultado natural. Hanne nunca había alentado su intimidad más allá de la confianza profesional que siempre había depositado en él. Pero estaba claro que se alegraba de verlo. No sabía muy bien qué hacer con el ramo de flores y, tras unos segundos de duda, lo dejó en el suelo. La mesilla ya estaba repleta. Acercó una silla de tubos de aluminio a la cama.

—Estoy bien —dijo Hanne, antes de que alcanzara a preguntarle—. Volveré al trabajo tan pronto como pueda. Por lo menos, ¡nos han dado la prueba definitiva de que estamos rozando algo grande!

El humor negro no le sentaba bien; se dio cuenta de que le dolía sonreír.

—No puedes volver hasta que estés completamente recuperada. Es una orden —esbozó una sonrisa, pero se detuvo, porque ella intentaba hacer lo mismo, a pesar del dolor, y toda la mandíbula se le estaba poniendo azul y amarilla—. El expediente original ha desaparecido de tu despacho. No había nada de lo que no tengamos copia, ¿verdad?

La pregunta era más bien una constatación esperanzada, pero Hanne lo decepcionó.

—Pues sí —respondió en voz baja—. Tomé unas notas, para uso propio. Sé lo que puse, así que no es que lo hayamos perdido, pero es un fastidio que lo vayan a leer otros. —Håkon se dio cuenta de que se estaba acalorando, y sabía por experiencia que le iban a salir unos coloretes nada favorecedores—. Mucho me temo que, a partir de ahora, el asaltante se va a interesar como nunca por Karen Borg. Escribí algo sobre que creo que sabe más de lo que nos dice. Y también sobre la relación que hemos establecido entre los dos casos. —Lo miró con una mueca y se tocó la cabeza con cuidado—. La cosa no pinta muy bien, ¿verdad?

Él estuvo de acuerdo. No pintaba nada bien.

Myhreng se mostró bastante exigente. Por otro lado, tenía razón cuando afirmaba que él había mantenido su parte del acuerdo. Estaba anotando todo lo que le contaba Håkon Sand, como un alumno aplicado. La idea de ser el primero en publicar la historia de que la Policía no se enfrentaba a dos asesinatos cualesquiera en la larga y creciente fila de asesinatos más o menos motivados, sino a un asesinato doble relacionado con el tráfico de drogas y tal vez hasta con el crimen organizado, le hacía sudar de tal manera que las gafas de pasta se le deslizaban constantemente por la nariz, a pesar de las prácticas patillas. Salpicaba tanta tinta cuando escribía que Sand pensó para sus adentros que el chico debería llevar un mono de trabajo cuando manejara su herramienta de escritura. Le ofreció al periodista un lápiz a cambio de su bolígrafo estropeado.

—¿Cómo ves las posibilidades de resolver el caso? —preguntó Myhreng después de escuchar las explicaciones convenientemente censuradas, pero aun así muy interesantes, del fiscal adjunto.

El periodista tenía ya la nariz completamente azul de tanto recolocarse las gafas. Sand empezó a preguntarse si debía llamar la atención del hombre sobre su extraño aspecto, pero llegó a la conclusión de que le sentaría bien hacer un poco el ridículo, así que dijo:

—Siempre creemos en la posibilidad de resolver los casos.

Pero puede llevar tiempo. Tenemos muchas cosas que investigar. Eso puedes citarlo de mi parte.

Eso fue lo último que Myhreng le sacó aquel día a Sand, pero estaba más que satisfecho.

Martes, 13 de octubre

Los titulares fueron dramáticos. Habían sacado una de las fotografías viejas del cadáver de Ludvig Sandersen y la habían montado junto a un fotografía de archivo de Hansa Olsen, que debía de tener al menos diez años; estaba desenfocada y, encima, era la ampliación de una parte de otra foto en la que originalmente aparecía más gente. El abogado aparecía con expresión de sorpresa y a punto de guiñar un ojo, con lo que los ojos adquirían un aire atontado. El titular iba en rojo y cubría parte del montaje fotográfico.

«La mafia responsable de dos asesinatos» era el violento mensaje que transmitían. Håkon apenas se reconocía. Leyó la primera plana y las dos páginas enteras que el periódico le había dedicado al caso. La parte superior de ambas páginas iba encabezada por una banda negra con letras blancas: «El caso de la mafia». Le rechinaron los dientes por la irritación que le causaba tanta exageración, pero tras leerlo con más detenimiento llegó a la conclusión de que Myhreng en realidad no decía nada que fuera directamente mentira. Había estirado los hechos, las especulaciones eran bastante burdas y estaban tan bien camufladas que se podían dar por ciertas, pero había citado correctamente al fiscal adjunto; por tanto, éste no tenía nada de qué quejarse.

—En fin, podría haber sido peor —dijo pasándole el periódico a Karen, que ya se estaba familiarizando lo bastante con la oficina como para ir sola a por aquel líquido al que llamaban café—. Ya va siendo hora de que me cuentes algo de tu cliente. El tipo sigue en calzoncillos y se niega a decir nada. Puesto que ya sabemos lo que sabemos, lo decente sería que nos ayudaras a seguir adelante.

Se estudiaron el uno al otro. Karen recurrió a una vieja táctica de guerra callada de los viejos tiempos. Le agarró la mirada y se la mantuvo firmemente hasta que todo lo que quedaba más allá de sus ojos gris verdoso se volvió difuso. Håkon vio las manchitas marrones de su iris, más abundantes en el ojo derecho que en el izquierdo y no pudo ni pestañear; no se atrevía, no fuera a ser que al volver a abrir los ojos se le hubiera bajado la mirada. Joder, nunca había conseguido vencer en aquel juego. Ella siempre acababa viendo cómo él, el perdedor, el más débil de los dos, bajaba la mirada.

Fue ella la que tuvo que rendirse. A Karen se le llenaron los ojos de lágrimas, pestañeó y apartó la mirada hacia un lado, empujada hacia allá por un leve rubor que había comenzado en la mejilla izquierda. El vencedor no se regodeó, de hecho le sorprendió su propia actitud porque ella había dejado su flanco abierto de par en par. Pero lo que hizo fue cogerle las dos manos.

—Lo cierto es que estoy un poco asustado —le dijo con franqueza—. No sabemos mucho de esta banda, o de esta mafia, como la han bautizado ahora, pero sabemos que no son niños de catequesis. Es probable que el Dagbladet tenga razón cuando afirma que son capaces de pisar cadáveres para defender sus intereses. Tenemos razones para creer que ellos saben que tú sabes, o que al menos lo sospechan.

Le habló de las anotaciones de Hanne, que ya no estaban en sus manos. Aquello produjo un efecto visible en Karen. Toda su actitud le resultaba desconocida, era como si buscara su protección, la de Håkon, a quien había protegido y maltratado durante toda la época de estudiantes.

—¡No tenemos ninguna posibilidad de defenderte como no nos cuentes lo que sabes!

Se dio cuenta de que le estaba estrujando las manos con demasiada fuerza, se le habían puesto ya blancas con manchas rojas por donde se las tenía cogidas. Las soltó.

—Han van der Kerch me ha contado algo. No mucho. No quiere que lo transmita, pero sí que hay cosas que me ha dado permiso para contaros. No sé si serán de utilidad. —Karen se había sobrepuesto, los hombros volvían a estar en su sitio, al igual que el traje chaqueta—. Iba a recoger el dinero por una entrega. Al contar el fajo de billetes, reparó en que uno de ellos tenía algo garabateado con bolígrafo. Un número de teléfono, que se le ha olvidado, y tres letras. Tuvo la impresión de que eran unas iniciales: estaban separadas por puntos. Se acuerda de las letras porque formaban una palabra. J.U.L.

—¿JUL
[2]
?

—Sí, separadas por puntos. Por lo visto se echó a reír y le dijo al tipo que le daba el dinero que no quería billetes estropeados. El hombre le quitó el billete y, al parecer, se enfadó bastante.

—¿Has pensado en lo que significa eso?

—Sí que lo he hecho, sí.

Se quedaron callados.

—¿Qué has pensado, Karen? —le rogó Håkon en voz baja.

—He pensado que hay un abogado en Oslo con esas iniciales. Sólo uno. Lo he comprobado en el registro de colegiados.

—Jørgen Ulf Lavik.

En realidad no era tan impresionante que Håkon lo acertara, habían estudiado con Lavik, que ya por aquella época era un personaje popular, un chico con talento, siempre rodeado de gente y comprometido en política. Durante mucho tiempo, Håkon pensó que Karen estaba enamorada de él, extremo que ella siempre había negado hasta el final. Lavik era bastante conservador y Karen era miembro del consejó del Frente Socialista de la Facultad. En aquella época, ese tipo de barreras eran prácticamente insuperables y Karen había caracterizado con frecuencia a su compañero de estudios como un «cabrón reaccionario», incluso estando él presente. Sólo habían colaborado en un par de ocasiones, entre otras cuando lucharon juntos contra la implantación de cuotas de acceso a los estudios. En relación con aquella campaña, habían llegado a pasar un fin de semana juntos en la cabaña de los padres de Karen, en Ula, un viaje que estaba planeado como un seminario de política estudiantil, pero que acabó siendo un puro fin de semana de juerga. Aquello no contribuyó a mejorar la opinión de Karen sobre Lavik.

—No es que entienda mucho del asunto, pero en el periódico se insinúa que unos abogados podrían estar detrás de una especie de banda. No soy del todo capaz de imaginarme a Jørgen Ulf Lavik como líder de una banda, pero tendrás que tomarte la información en lo que valga. —A Sand la información le valía bastante, y el valor subió cuando Karen añadió—: Seguro que lo averiguas tú solo, pero para ahorrarte la molestia: Jørgen empezó su carrera de abogado con uno de los puntos calientes del caso. ¿Adivinas con quién?

—Peter Strup —respondió Håkon de inmediato, y sonrió de oreja a oreja.

Antes de que Karen abandonara aquella tarde la jefatura de Policía, le prestaron un equipo BB, que a ella le recordó más bien a un walkie-talkie anticuado, más grande y más pesado que un teléfono móvil. Para encenderlo había que apretar un botón; entonces se ponía a rechinar como en una vieja película norteamericana de detectives. Después se apretaba otro botón que establecía contacto directo con la Central de Operaciones de la Policía. Ella se llamaba BB 04, y el 01 era la Central de Operaciones era 01.

—Llévalo siempre encima —le ordenó Håkon—. No dudes en usarlo. La Central de Operaciones está informada. La policía estará contigo en cinco minutos.

—Cinco minutos puede ser mucho tiempo —constató calladamente Karen.

Jueves, 15 de octubre

En una ocasión, hacía mucho, mucho tiempo, había coqueteado descaradamente con él. Por aquel entonces, ella no era aún comisaria principal, sino funcionaría en el grupo de hurtos y carteristas, y acababa de empezar a trabajar en la fiscalía. Viajaron a España para reunir pruebas para un caso de contrabando de alcohol, fue su primer viaje al extranjero con ese trabajo. El hombre que ahora tenía enfrente, sentado en la silla de invitados, era en aquellos tiempos abogado defensor. Les había llevado tres horas reunir las pruebas, el viaje duró tres días. Comieron mucho y bien, y bebieron aún más.

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