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Authors: James Redfield

Tags: #Autoayuda, Aventuras, Filosofía

La décima revelación (3 page)

Hice un alto y miré la luna casi llena que se alzaba sobre los árboles. Mi plan consistía en cruzar el río hacia el este del puesto de los guardabosques y luego seguir por el camino principal hasta el valle. Contaba con que la luna alumbraría mi camino, pero no pensaba que estaría tan brillante. La visibilidad era por lo menos de cien metros.

Pasé por el bar y llegué a la zona donde había acampado David. El lugar estaba totalmente despejado. Hasta había desparramado hojas y ramas de pino para quitar cualquier indicio de su presencia. Para cruzar por donde yo había pensado, debía caminar unos cuarenta metros a la vista del puesto de los guardabosques, que no podía divisar con mucha claridad. A través de la ventana lateral del puesto había dos oficiales que conversaban animadamente. Uno se levantó de su silla y tomó el teléfono.

Agazapado, cargué mi mochila sobre los hombros, caminé hasta el borde arenoso del río y al final hasta el agua misma, donde me topé con montones de piedras lisas y tuve que saltar varios troncos caídos. A mi alrededor estalló una sinfonía de ranas y grillos de los árboles. Volví a mirar a los guardabosques; seguían charlando, indiferentes a mi incursión. En su punto más profundo, el agua moderadamente tranquila me llegaba hasta el muslo, pero en apenas segundos había cruzado el torrente de tres metros y me encontraba en una playa de pinos pequeños.

Avancé con mucho cuidado hasta que encontré una huella que llevaba al valle. Hacia el este, la huella desaparecía en la oscuridad, y al mirar en esa dirección más dudas invadieron mi mente. ¿Qué era ese ruido misterioso que preocupaba tanto a David? ¿Con qué podía tropezar en la oscuridad?

Ahuyenté el miedo. Sabía que debía seguir adelante, pero como concesión me interné sólo unos ochocientos metros en el bosque antes de apartarme bien de la huella, en una zona muy boscosa, para armar la carpa y pasar la noche, contento de quitarme las botas mojadas y ponerlas a secar. Sería mucho más prudente continuar a la luz del día.

A la mañana siguiente, me desperté al alba pensando en la observación críptica de David respecto de sostener mis intuiciones, y mientras estaba acostado en mi bolsa de dormir, revisé mi comprensión de la Séptima Revelación, en especial la conciencia de que la experiencia de sincronicidad sigue una estructura determinada. Según esta Revelación, una vez que superamos nuestros dramas pasados, todos podemos identificar algunas cuestiones que definen nuestra situación de vida particular, cuestiones relacionadas con nuestra carrera, nuestras relaciones, el lugar en el que debemos vivir o la manera en que debemos avanzar por nuestro camino. Entonces, si nos mantenemos conscientes, los sentimientos viscerales, las corazonadas, las intuiciones nos proporcionan impresiones que nos dicen adónde ir, qué hacer o con quién hablar para buscar una respuesta.

Después, obviamente, se supone que debe producirse una coincidencia que revela la razón por la que fuimos llevados a seguir ese rumbo y que suministra nueva información relacionada de alguna manera con nuestra cuestión que nos hace avanzar en nuestras vidas. ¿Cómo ayudaba el hecho de sostener la intuición?

Salí de mi bolsa de dormir, aparté la cortina de la carpa y observé qué pasaba afuera. Como no noté nada raro, enfrenté el aire fresco del otoño y caminé hasta el río para lavarme la cara en el agua fría. Después, empaqué y volví a dirigirme hacia el este, mordisqueando una barra de cereales y manteniéndome oculto todo lo posible en medio de los árboles altos que bordeaban el río. Tras recorrer unos cinco kilómetros, una ola perceptible de miedo y nerviosismo invadió todo mi cuerpo y de inmediato me sentí cansado, de modo que me senté y me recosté contra un árbol tratando de concentrarme en lo que me rodeaba y adquirir energía interna. El cielo estaba totalmente despejado y el sol de la mañana danzaba entre los árboles y en el suelo, a mi alrededor. Noté una plantita verde con pimpollos amarillos a unos tres metros y me concentré en su belleza. Envuelta por completo por la luz del sol, de pronto parecía más brillante; sus hojas, de un verde más rico. Una ráfaga de perfume llegó hasta mi conciencia junto con el olor mohoso de las hojas y la tierra negra.

Al mismo tiempo, proveniente de los árboles más alejados que se alzaban hacia el norte, oí los gritos de varios cuervos. La riqueza del sonido me asombró pero, curiosamente, no podía distinguir su ubicación exacta. Escuché con más atención y tomé conciencia de docenas de otros sonidos individuales que formaban el coro matutino: cantos de pájaros en los árboles que se alzaban sobre mí, un abejorro entre las margaritas silvestres de la orilla del río, el agua que gorgoteaba alrededor de las rocas y las ramas caídas… y algo más, apenas perceptible, un sonido inarticulado, bajo y disonante. Me puse de pie y miré en derredor. ¿Qué era ese ruido?

Levanté mi mochila y seguí caminando hacia el este. Debido al crujido que generaban mis pasos sobre las hojas caídas, debía detenerme y aguzar mucho el oído para seguir escuchando el sonido inarticulado. Pero allí estaba. Más adelante, el bosque terminó y entré en una gran pradera colorida con flores silvestres y un pasto denso de unos sesenta centímetros de alto que parecía continuar un kilómetro. La brisa barría las puntas del pasto como en oleadas. Cuando ya casi había llegado al borde de la pradera, vi un pedazo de tierra donde crecían moras junto a un árbol caído. Los arbustos me parecieron increíblemente bellos y caminé para verlos más de cerca, imaginándolos llenos de moras.

Al hacerlo, experimenté una intensa sensación de deja vu. Los alrededores me parecieron de pronto muy familiares, como si ya hubiera estado en ese valle y hubiera comido esas moras. ¿Cómo era posible? Me senté en el tronco de un árbol caído y despacio consumí las moras. En ese momento, en lo más recóndito de mi mente surgió la imagen de una laguna clara como el cristal y varias hileras de cascadas en el fondo, un lugar que, tal como lo imaginaba, me resultaba igualmente familiar. Me sentí otra vez ansioso.

De pronto me sobresaltó un animal que salió corriendo del terreno de las moras en dirección al norte y que a unos seis metros se detuvo de golpe. La criatura se ocultó entre el pasto alto y yo no tenía idea de qué era pero podía seguir su paso por la hierba. Al cabo de unos minutos retrocedió unos metros hacia el sur, permaneció inmóvil durante unos segundos y volvió a avanzar unos metros hacia el norte para detenerse de nuevo. Supuse que era un conejo, aunque sus movimientos parecían muy peculiares.

Me quedé cinco o seis minutos observando el área donde se había movido por última vez el animal y caminé con lentitud en esa dirección. Cuando se hallaba más o menos a un metro y medio, de pronto se precipitó de nuevo hacia el norte. En un momento, antes de desaparecer en la distancia, divisé la cola blanca y las patas traseras de un conejo grande.

Sonreí y continué de nuevo hacia el este, siguiendo la huella hasta llegar por fin al límite de la pradera, donde ingresé en una zona de bosque muy denso. Allí divisé una pequeña ensenada, de acaso un metro de ancho, que se metía en el río por la izquierda. Por desgracia, no había camino en esa dirección y, peor aún, el bosque que se extendía a lo largo de la ensenada era un enredo de arbustos espesos y llenos de púas. No podía pasar; tendría que retroceder hasta la huella de la pradera para encontrar un rodeo.

Retrocedí hasta el pasto y caminé por la orilla del bosque buscando un claro en el tupido sotobosque. Para mi gran sorpresa, di con el rastro que había dejado el conejo en el pasto y lo seguí hasta volver a vislumbrar la misma ensenada. Allí la vegetación baja cedía un poco, lo cual me permitió avanzar hasta una zona de árboles más grandes y viejos que me dejaban seguir la ensenada hacia el norte.

Después de continuar otro kilómetro y medio, vi que a ambos lados de la ensenada se alzaba una hilera de colmas. Más adelante me di cuenta de que esas colinas formaban empinadas paredes de cañón y que arriba, más adelante, estaba lo que parecía ser la única entrada.

Al llegar me senté junto a un nogal y observé el panorama. A unos cien metros a ambos lados de la ensenada, las colinas colindaban con unos cerros de piedra de quince metros de alto que se inclinaban hacia afuera hasta perderse en la distancia, formando un cañón semejante a una gran cuenca de más de tres kilómetros de ancho por seis de largo como mínimo. El primer kilómetro era escasamente arbolado y estaba cubierto de pasto. Pensé en el sonido inarticulado y escuché con atención durante cinco o diez minutos, pero parecía haber cesado.

Luego busqué en mi mochila y saqué un pequeño calentador de gas, encendí el mechero, llené una pequeña sartén con agua de mi cantimplora, vacié el contenido de un sobre de guiso de verduras en el agua y coloqué la sartén sobre la llama. Durante unos instantes observé cómo las hilachas de vapor serpenteaban hacia arriba y desaparecían en medio de la brisa. En mi ensueño volví a ver la laguna y la cascada con el ojo de mi mente, sólo que esta vez parecía estar allí, avanzando, como saludando a alguien. Sacudí la imagen en mi cabeza. ¿Qué pasaba? Las imágenes se tomaban más vívidas. Primero David en otra época; ahora estas cascadas.

Un movimiento en el cañón atrajo mi atención. Miré la ensenada y luego, más lejos, vislumbré un árbol que había perdido la mayoría de sus hojas. Ahora se hallaba cubierto de algo así como cuervos grandes; varios volaron hacia el suelo. Se me ocurrió que debían de ser los mismos cuervos que había oído antes. Mientras miraba, de pronto volaron todos y formaron un círculo sobre el árbol. En ese mismo momento volví a oír su graznido, mas, igual que antes, el nivel de sus gritos no coincidía con la distancia; sonaban mucho más cerca.

Gorgoteo de agua y vapor silbando volvieron mi atención al calentador del campamento. El guiso se derramaba sobre la llama. Tomé la sartén con un paño y con la otra mano apagué el gas. Cuando cedió el hervor, volví a colocar la sartén en el quemador y miré de nuevo el árbol a la distancia. Los cuervos se habían ido.

Comí el guiso a toda prisa, limpié todo y guardé los aparejos para dirigirme luego hacia el cañón. En cuanto pasé los riscos noté de inmediato que los colores se habían intensificado. El pasto parecía increíblemente dorado y vi, por primera vez, que estaba sazonado con cientos de flores silvestres, blancas, amarillas y anaranjadas. Desde los acantilados la brisa traía el aroma de azaleas silvestres.

Pese a continuar siguiendo la ensenada que iba hacia el norte, no apartaba la mirada del árbol alto situado a mi izquierda que los cuervos habían rodeado. Cuando quedó justo del lado oeste, vi que la ensenada de pronto se ensanchaba. Avancé entre algunos sauces y espadañas y me di cuenta de que había llegado a una pequeña laguna que no sólo alimentaba la ensenada que yo seguía, sino una segunda ensenada que formaba ángulo más lejos, hacia el sudeste. Al principio pensé que la laguna era la que había visto en mi mente, pero no tenía cascadas.

Más adelante me esperaba otra sorpresa: hacia el norte de la laguna la ensenada había desaparecido por entero. ¿De dónde venía el agua? Al fin se me ocurrió que la laguna y la ensenada que había seguido se alimentaban de un enorme manantial subterráneo que salía a la superficie en ese lugar.

A mi izquierda, a unos quince metros, vi un suave promontorio sobre el cual se alzaban tres sicómoros, cada uno con un diámetro de más de sesenta centímetros: un lugar perfecto para reflexionar durante un momento. Caminé hasta allí y me instalé entre ellos, sentado y con la espalda apoyada en el tronco de uno de los árboles.

Desde mi perspectiva, los dos árboles restantes estaban a unos dos o tres metros de mí, y podía mirar a la izquierda y ver el árbol de los cuervos y a la derecha para observar el manantial. La cuestión ahora era: ¿adónde ir desde allí? Podía vagar durante días sin ver ninguna pista de Charlene. ¿Y qué sentido tenían las imágenes?

Cerré los ojos y traté de recuperar la imagen anterior de la laguna y las cascadas, pero por mucho que luchaba, no podía recordar los detalles exactos. Al final me di por vencido y miré de nuevo el pasto y las flores silvestres y luego los dos sicómoros que tenía justo enfrente. Sus troncos eran un collage escamado de corteza gris oscuro y blanco, salpicada con pinceladas de alquitrán y múltiples matices de ámbar. Al concentrarme en la belleza de la escena, los colores parecieron intensificarse y adquirir un aspecto más iridiscente. Respiré hondo una vez más y miré en dirección a la pradera y las flores. El árbol de los cuervos parecía particularmente iluminado.

Levanté mi mochila y caminé hacia el árbol. De inmediato cruzó mi mente la imagen de la laguna y las cascadas. Esta vez traté de recordar toda la imagen. La laguna que veía era grande. El agua que fluía en ella llegaba de atrás, deslizándose por una serie de terrazas empinadas. Dos cascadas más pequeñas caían sólo unos cinco metros, pero la última caía por un risco más largo, de unos diez metros, hasta la laguna. Otra vez, en la imagen que surgió en mi mente, sentía que caminaba hacia ese lugar y me encontraba con alguien.

El ruido de un vehículo a mi izquierda me hizo detener. Me arrodillé detrás de varios arbustos. Desde el bosque hacia la izquierda, un jeep gris cruzó la pradera en dirección al sudeste. Esperaba ver alguna insignia del Servicio Forestal en la puerta del vehículo, pero, curiosamente, no tenía ninguna marca. Cuando estaba justo frente a mí, a unos cincuenta metros, el vehículo se detuvo. A través del follaje pude distinguir una figura sola en el interior; vigilaba la zona con binoculares, de modo que me recosté y me oculté por completo. Sabía que el Servicio Forestal prohibía a los vehículos privados internarse tanto en la espesura. ¿Quién era esa gente?

El vehículo volvió a arrancar y se perdió de vista con rapidez entre los árboles. Me di vuelta y me senté, tratando de escuchar el sonido inarticulado. Nada. Pensé en volver al pueblo, de encontrar otra forma de buscar a Charlene. Pero en mi fuero íntimo sabía que no había alternativa. Cerré los ojos y pensé otra vez en el consejo de David de sostener mis intuiciones; al fin volví a llevar a los ojos de mi mente la imagen completa de la laguna y las cascadas. Cuando me levanté y emprendí de nuevo el camino hacia el árbol de los cuervos, traté de mantener los detalles de la escena en el fondo de mi mente.

De pronto oí el grito agudo de otro pájaro, esta vez un halcón. A mi izquierda, habiendo dejado atrás el árbol, apenas podía distinguir su forma. Surcaba el aire en dirección norte. Aceleré el paso, al tiempo que trataba de mantener el pájaro a la vista todo el tiempo posible.

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