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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

La danza de los muertos (34 page)

Tan pronto como la lucecilla se percató de que Larissa la seguía, continuó avanzando hacia adelante con un propósito determinado. Larissa sonrió para sí al recordar a Fando. Tal vez se marcharía con ella cuando se fuera de Souragne; seguramente no sería difícil convencerlo… en caso de que tuvieran oportunidad de dejar aquellas tierras algún día. La sonrisa desapareció de pronto. Era posible que el joven estuviera ligado a la tierra. ¿Qué pasaría si…?

Agitó los brazos tratando de detener el avance, pero cayó de bruces en las arenas movedizas con un grito ahogado. La sustancia espesa se le metió en la boca y la hizo toser, convulsa y atragantada. Por unos instantes, el pánico se apoderó de ella y comenzó a agitar los brazos con frenesí hasta que comprendió que así sólo lograba hundirse más.

Las arenas movedizas la aspiraban como una criatura viva, engullían su cabello y succionaban su cara. Tenía el vestido empapado y sabía que sólo disponía de unos pocos minutos antes de que el barro fatal le cubriera la cabeza entera.

Buscó con la mirada al
feu follet
, desesperada, pensando que quizá pudiera encontrar ayuda; pero ya no había una sola lucecilla solitaria, sino cuatro, y no expresaban la misma excitación que cuando la habían amenazado las flores carnívoras. Poco a poco comprendió que estaban disfrutando de su terror; palpitaban y se hinchaban, aumentaban de tamaño y flotaban sobre ella como aves carroñeras sobre una bestia agonizante.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que no eran
feux follets
, sino los temidos fuegos fatuos, que la habían conducido hasta allí adrede para atraparla y festejar su miedo.

Intentó pensar en algo, pero no se le ocurría nada. ¿Respirar agua? Las arenas movedizas no eran agua pura, sino una sustancia intermedia. ¿Convertirla en tierra? La atraparía y la reduciría a polvo. Entonces, ¿qué hacer?

Los fuegos fatuos se aproximaron más, ansiosos por beber de sus emociones. «Pues no les voy a dar ese gusto», se dijo. Se obligó a tranquilizarse y, para su sorpresa, sintió que flotaba sin dificultad. Respiró hondo varias veces, cada vez más serena, deseando que el corazón cesara de latir con tanta violencia; cuando al fin logró dominarse, tocó la rama de un árbol con una mano.

Giró la cabeza despacio, sin dejar de alargar los dedos hacia los delgados zarcillos, y con mucho cuidado, para no romper los tiernos brotes, cerró la mano en torno a ellos. La esperanza renació en la joven, y los fuegos fatuos, desbaratado su festín, empezaron a revolotear con agitación. Haciendo caso omiso de ellos, Larissa se concentró en mantener la calma y en no soltar la rama.

Comenzó a tirar lentamente, con firmeza, y la rama se dobló pero resistió el tirón. Se acercó lo suficiente como para agarrarse con la otra mano y, siempre con movimientos lentos, se remolcó hasta la orilla, una mano tras otra, hasta que consiguió escabullirse definitivamente de la trampa fatal.

Salió del barrizal arrastrándose sin la menor gracia; los brazos y las piernas le temblaban tras el susto, y se dejó caer con todo su peso. Los fuegos fatuos se aproximaron, completamente enfurecidos con ella, y la sobrevolaron con un zumbido agudo que renovó su terror, pues entendió las palabras que gritaban con sus voces fantasmales y huecas:

—Mata-blanca, muere.

Recurrió al sentido del humor para superar el miedo y pensó que, al fin y al cabo, no eran más que unas bolitas de luz. ¿Qué podrían…?

Lo averiguó enseguida, en cuanto una de ellas pasó a su lado zumbando rabiosa. Ahogó un grito al notar una sacudida por el cuerpo que le puso todos los pelos de punta y le cortó la respiración. Otra se lanzó detrás, pero ella ya estaba de pie realizando un movimiento de danza, torpe pero efectivo, para invocar la magia del elemento fuego. Una pequeña esfera ígnea comenzó a tomar forma entre las palmas de sus manos, y la dirigió hacia el atacante.

El ser protestó fastidiado y, para sorpresa de la bailarina, la esfera de fuego rebotó en la lucecilla letal y salió como un cohete de vuelta hacia ella. Apenas tuvo tiempo de apartarse de un salto y, a pesar de ello, aún le rozó la cara.

Cayó desplomada al suelo y gritó de dolor por la quemadura. Giró sobre su cuerpo y vio de repente el látigo de Misroi donde había caído cuando las arenas movedizas la atraparon. Lo levantó inmediatamente y se quedó mirándolo con fijeza sin saber qué demonios tenía que hacer con él.

«La fusta te será de gran utilidad —decía la nota de Misroi—. Sé que sabes cómo usarla».

«¡No, no sé!», aulló para sus adentros, mientras otro fuego fatuo se lanzaba contra ella con intenciones fatales. Trató de apartarse pero la descarga eléctrica del ser dio en el blanco, y la joven se contorsionó con un chillido de dolor.

Dolor. Misroi había golpeado al hermoso corcel negro hasta la muerte. Lond utilizaba el dolor también, pero había tomado la senda de… ¿cómo lo había llamado la Doncella?… sangre y huesos. ¡Sangre! ¡Ahí estaba la respuesta!

Se sentó y se látigo la mano izquierda brutalmente; apareció una raya roja pero no brotó sangre. Maldijo y volvió a fustigarse con mayor ahínco, sin hacer caso del dolor que sentía; un hilo delgado comenzó a gotear por la palma siguiendo las líneas de la mano.

—Muere, mata-blanca.

No sabía si lograría sobrevivir a otra descarga, pero tampoco tenía intención de pararse a averiguarlo. Cuando la esfera de luz atacó de nuevo, ya estaba preparada con la fusta firme en la mano, dispuesta a golpear con lo que fuera.

Se quedó atónita al ver que el látigo se retorcía entre sus dedos tal como había ocurrido con el atizador que blandía Misroi en la
Maison de la Détresse
, cuando ella lo animó. Estuvo a punto de dejarlo caer, pero lo retuvo con expresión sombría.

La fusta de Misroi se alargó hasta alcanzar casi dos metros, engrosó de tal forma que apenas le cabía en la mano y trocó el color negro por un marrón verdoso. Una cabeza se conformó en un extremo, una
cabeza
, con rasgados ojos dorados y largos colmillos…

Lanzó un aullido, pero, sin saber cómo y a pesar del terror que la poseía, siguió aferrada a la convulsa serpiente. El reptil giró la cabeza hacia las esferas luminosas, sacó una lengua negra y abrió las mandíbulas desmesuradamente. Cuando el fuego fatuo se abalanzó al ataque, la serpiente lo abatió y lo engulló en un solo bocado. Larissa recordó entonces una leyenda que había oído una vez, según la cual los fuegos fatuos tenían su origen en una serpiente que comía el sol.

Las restantes criaturas lanzaron un chillido agudo. Una voló en zigzag, centelleando enloquecida; otra vaciló y se lanzó sobre Larissa como lo había hecho su compañera anterior. La serpiente atacó de nuevo y, esta vez, Larissa la levantó hacia el fuego fatuo para facilitar la puntería al reptil.

Los dos que quedaban se perdieron, escarmentados, en la calina verdosa de las profundidades del marjal.

Dejó caer los hombros y aflojó la mano con que sujetaba la serpiente, que se volvió a mirarla con sus oblicuos ojos sin párpados. El reptil sacó la lengua y, con la misma rapidez de que había hecho gala antes, se transformó de nuevo en una simple fusta negra.

Una sonrisa cansada asomó a los labios de Larissa un instante.

—Gracias, Antón; pero, por todas las ratas de Richemulot, ¿cómo sabíais que aborrezco las serpientes?

Se tomó unos momentos de respiro y trepó a otro árbol para volver a localizar la isla de la Doncella. Afortunadamente, los traidores fuegos fatuos no la habían apartado demasiado del camino.

Cuando descendió, buscó una rama grande, pues no quería volver a quedar atrapada en las arenas movedizas; continuó adelante, probando siempre el terreno con el palo antes de adelantar un paso y evitando las zonas que no parecían sólidas. Mantenía el oído atento por si se producían señales de peligro, pero no encontró más rastro de hostilidad… al menos de momento.

El calor iba en aumento, así como el hambre y la sed que sentía. El tiempo que había pasado con la Doncella y, curiosamente, las cenas con Misroi, le habían proporcionado una idea de los alimentos comestibles que podía encontrar en aquellos parajes traicioneros. En cuanto al agua, y puesto que había llovido hacía poco, encontró en abundancia, recogida en los huecos de los árboles y entre las piedras. No tenía buen sabor, pero mitigaba la quemazón de la garganta.

Continuó avanzando hasta la caída de la noche; se hizo una cama de musgo que arrancó a un roble vivo y se tumbó exhausta, no sin antes ejecutar unos pasos de baile mágicos en torno al lecho para protegerse. Tan pronto como tocó el suelo, agotada por el ejercicio físico y la tensión constante, se quedó dormida.

Despertó unas horas más tarde absolutamente desorientada, y tardó varios segundos en recordar dónde se hallaba. Estaba segura de que algo la había alarmado. Se levantó y, con mucho cuidado para no salirse del círculo, miró alrededor, recelosa.

La noche estaba silenciosa y tranquila, casi pacífica, pero no se confió. La vegetación no hacía el menor ruido, no soplaba la brisa entre las ramas colgantes y casi todos los árboles eran simples plantas indiferentes. Tampoco se percibían luces nefandas que advirtieran de la presencia de fuegos fatuos, ni de la halagüeña proximidad de
feux follets
. Los únicos sonidos que captaba el atento oído de la muchacha eran el lejano zumbar de insectos y el chapoteo esporádico de algún animal pequeño en el agua. Todo era quietud.

Entonces, ¿qué la había despertado? Se sentó con las rodillas apretadas contra el pecho, pero no bajó la guardia; le habían sucedido muchas cosas desde su llegada al pantano y ahora confiaba en sus instintos. Esperó a que el sonido se produjera otra vez. Y se produjo.

—Larissa —susurró una voz.

Se levantó al punto, dispuesta a ejecutar un movimiento de danza defensivo si fuera necesario.

—¿Quién está ahí? —inquirió escrutando la oscuridad; nada se movía.

—¡Ay, hija mía! ¿Ya me has olvidado? —se quejó la misma voz triste y desamparada.

Ante los ojos de Larissa, una forma traslúcida comenzó a perfilarse hasta solidificarse por completo. Al reconocerla, la bailarina contuvo el aire como si hubiera recibido una patada en el pecho.

—Papá —musitó.

El fantasma asintió apesadumbrado. Aubrey Helson vestía como la última vez que ella lo había visto, y flotaba a escasos centímetros del suelo con una expresión de gran pesar.

—¡Cuánto te he echado de menos, Larissa!

—¡Oh, papá! —exclamó temblorosa, con los ojos inundados en lágrimas—. Yo también te he echado de menos. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué no volviste a buscarme?

—Iba a hacerlo, pero Dumont me asesinó —contestó. Larissa ya conocía la verdad en el fondo del corazón, pero no se había atrevido nunca a ahondar en ese pensamiento—. Pronto la venganza será nuestra. Ven, mi preciosa hija, te llevaré sana y salva junto a la Doncella.

Larissa, casi cegada por las lágrimas, tragó saliva y salió del círculo.

—¡No, Larissa! ¡No salgas! —advirtió una voz cortante. Fando salió de la nada y la empujó al círculo de tierra empapada—. ¡No es tu padre! ¡Es una trampa!

Larissa, sin dejar de mirar al espectro del hombre a quien había amado, se debatió contra el
feu follet
.

—No, Fando. Es mi padre; él no me haría daño…

Fando la tenía sujeta por los hombros, con los brazos inmovilizados. Ella se retorcía intentando acercarse a su padre, pero su amado la abrazaba implacable.

—¡Desaparece! —ordenó Fando al espectro—. ¡No eres nada! ¡Sé lo que eres en realidad y no puedes hacerle más daño!

El fantasma de Aubrey Helson abrió la boca y emitió un alarido horrible que rasgó la serenidad de la noche. Tembló y se transformó hasta quedar reducido a una simple masa de niebla informe que enseguida se disipó por completo. Larissa dejó de debatirse y se derrumbó sin fuerzas en brazos de Fando, quien la acogió con ternura.

—Fando —musitó la joven, asida a los firmes brazos que la sujetaban—. Gracias.

—No hay de qué.

—¡Estás libre! ¿Cómo escapaste? —inquirió de repente, escudriñándolo con la mirada.

—Me ha costado mucho trabajo —replicó con un gesto pícaro—, pero sólo he escapado yo. Tenemos que volver a liberar a los demás. Vamos, pongámonos en marcha. —Se levantó y le tendió una mano.

—Un momento. ¿Cómo sabías que, que… esa cosa, lo que fuera…, no era el espíritu de mi padre?

—Estamos en mi territorio, no lo olvides; sé qué clase de seres acechan en las profundidades de los marjales. Esa criatura es lo que por aquí se llama un «ojos planos»; suelen tomar forma humana, casi siempre de algún conocido de la víctima, pero también se disfrazan de gatos o perros o de cualquier otro animal, siempre de color negro. Andan constantemente a la caza de carne humana fresca. El que se te apareció quería atraerte, llevarte a algún sitio, igual que hicieron los fuegos fatuos. —Larissa no lo había soltado y lo escuchaba con una expresión neutra, pero pensaba con todas las fuerzas de su corazón: «¡Te odio! ¡Ojalá estuvieras muerto!». Fando la miró con una sonrisa—. Vamos, la Doncella nos espera.

Larissa se soltó de un golpe brusco y adoptó una postura defensiva.

—¿Qué eres? —preguntó.

—Larissa, ¿qué te sucede? —inquirió Fando, perplejo, avanzando un paso hacia ella.

—Quédate donde estás o te ataco, seas quien seas —le advirtió—. ¿Cómo sabías que los fuegos fatuos me llevaron a las arenas movedizas? ¿Y por qué no sientes mis pensamientos?

Una sonrisa malévola apareció en el semblante de Fando; ante la mirada de Larissa, el rostro del joven se hizo borroso, cambió y volvió a tomar forma, la forma de un hombre feo que no había visto jamás. Después, esa cara y el cuerpo volvieron a transformarse; la masa se agrandó, la horrible sonrisa también, y los dientes, blancos todavía, se alargaron y se afilaron para encajar en las mandíbulas de reptil que surgieron de la parte inferior del rostro. Las manos se tornaron garras y una cola de cocodrilo apareció al final de la espalda.

—¡Bravo, linda bailarina! ¡Bien hecho! —comentó el monstruo con la voz de Antón Misroi—. Eres realmente sorprendente, ¿no es cierto?

Larissa cerró los ojos; ya no sentía miedo, sino cólera.

—Antón, ya habéis jugado suficiente conmigo. Estoy segura de que os he divertido bastante. ¡Dejadme llegar a la isla de la Doncella para que pueda disponerme al ataque del barco! —A medida que hablaba iba levantando la voz hasta que casi gritaba.

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