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Authors: Alan Bennett

Tags: #Novela, Narrativa, Humor

La dama de la furgoneta (6 page)

Pero la bondad abunda. Delante de nosotros, un anciano delgado que se sabe la liturgia al dedillo, al ver que no tenemos devocionario deposita el suyo encima de su ejemplar del
Sun,
recorre el pasillo para traernos algunos y los reparte alrededor, sin dejar de decir las respuestas de memoria. El primer himno es «Lead Kindly Light» de Newman, que yo intento cantar, aunque desisto de seguir el segundo himno, que es «Kumbayá». Resulta que el cura tiene unos pulmones excelentes, si bien su tono es más apropiado para «Kumbayá» que para Newman y J. B. Dykes. El oficio en sí es soso y errático, incluso más que su equivalente anglicano actual, aunque en algunos pasajes captas en el lenguaje atenuado un eco lejano de 1662. Pero ahora llega el momento que yo temo, la celebración de darse la paz, que también me recuerda el calentamiento que Ned Sherrin insistía en infligir al público del estudio en su programa de televisión
Not So Much a Programme,
en el que todo el mundo tenía que darle la mano a su vecino. Pero de nuevo el amable anciano que nos ha ido a buscar los devocionarios se vuelve sin afectación ni embarazo y me estrecha la mano sonriendo. Después viene la misa propiamente dicha, el sacerdote distribuye las obleas a la monja de noventa y nueve años y a la señora con el tiesto en la cabeza, cuyo codo está cerca del ataúd donde yace Miss Shepherd. Por último se canta otro himno, esta vez obra del desconocido (para mí) compositor Kevin Norton, que evidentemente lo ha adaptado de su fracasada participación en el festival de Eurovisión; y Miss Shepherd es transportada fuera mientras el joven cura hace la voz solista y la feligresía forma un coro bastante apagado.

Los vecinos, que no son del todo deudos, aguardan en la acera a que embarquen el féretro en el coche fúnebre. «Un poquito mejor que su vehículo anterior», comenta Colin H.; y la comedia persiste cuando el coche que acompaña al fúnebre hasta el cementerio se niega a arrancar. Es una escena conocida, y que yo he representado muchas veces, con Miss Shepherd esperando dentro de su vehículo a que algún samaritano levante el capó, vaya a buscar cables y ponga el motor en marcha. Sólo que esta vez está muerta.

Sólo A. y yo y Clare, la ex enfermera que se había hecho amiga últimamente de Miss Shepherd, acompañamos el cuerpo, rodeamos Hampstead Heath, a una velocidad menos que fúnebre, bajamos Bishops Avenue y subimos al cementerio de St. Pancras, verde y exuberante este día caluroso y soleado. Dejamos atrás los bosques dispersos y llegamos hasta el extremo más lejano, donde hay largas hileras de tumbas nuevas, la mayoría de granito pulido negro. En consonancia con su amor de toda la vida a los coches, Miss Shepherd es enterrada al alcance de la vista y el oído de la North Circular Road, una calzada al otro lado del seto llena de grandes camiones que ahogan las palabras del cura cuando entrega el cuerpo a la sepultura. Nos da a cada uno una botellita de plástico que contiene agua bendita, arrojamos un poco de tierra a la tumba y después todo el mundo me abandona a los solitarios pensamientos que yo pudiera albergar, que no son muchos, hasta que nos llevan de vuelta a Camden Town: la vida se reafirma cuando la funeraria nos deposita cerca de casa, delante de Sainsbury.

En el intervalo entre la muerte de Miss Shepherd y su entierro, diez días después, descubrí más cosas de su vida que durante veinte años. Era verdad que había conducido ambulancias durante la guerra, y voló por los aires o escapó por los pelos de la muerte cuando estalló una bomba cerca de ella. No sé muy bien si cabe atribuir su excentricidad a esto o a la leyenda, mencionada por una de las monjas, de que fue la muerte de su prometido en aquel incidente lo que «la dejó sonada». Sería un consuelo pensar que es el amor, o la muerte del amor, lo que desequilibra la mente, pero creo que sus precoces intentos de llegar a ser monja y sus repetidos fracasos («demasiado discutidora», dijo una de las monjas) denotan una personalidad que ya debió de ser muy difícil cuando Miss Shepherd era una muchacha. Después de la guerra pasó algún tiempo en hospitales psiquiátricos, pero se fugaba cada poco, y al final estuvo en libertad el tiempo suficiente para desenvolverse en la vida sin necesidad de vigilancia.

El punto crucial de su existencia fue cuando, sin que ella tuviera la culpa, un motociclista se empotró en el costado de la furgoneta. Si me baso en las otras, también aquélla debía de estar asegurada en el cielo, y no es de extrañar que ella abandonara el escenario del accidente («Puse pies en polvorosa», habría dicho) sin dar su nombre ni dirección. El motociclista murió posteriormente y por lo tanto, aunque ella no fuera responsable de la colisión, al huir del lugar donde se produjo había cometido un delito de omisión de socorro. La policía emprendió su búsqueda. Tras haber cambiado su nombre de pila cuando era novicia, ahora, en circunstancias bien distintas, se cambió de apellido y se puso Miss Shepherd, y volvió a Camden Town y a las inmediaciones del convento donde había hecho sus votos. Y aunque en los años que siguieron tuvo poco trato con las monjas, o las monjas con ella, no volvió a alejarse del convento hasta el final de su vida.

Todo esto lo he sabido en estos últimos días. Era como si Miss Shepherd hubiera sido un personaje de Dickens cuya historia había que revelar y cuyos secretos contar en el arreglo general antes del «fueron felices y comieron perdices», aunque en este caso lo único que sucedió fue que por fin pude meter mi coche en el jardín para ocupar el sitio que la furgoneta había ocupado durante todos aquellos años.

Posdata (1994)

Esta crónica de Miss Shepherd condensa algunas de las notas relacionadas con ella que hay dispersas en mis diarios.

En el texto no se hace hincapié (aunque se deduce de las fechas de las notas) en la formalidad de sus últimos días. El domingo anterior a su muerte asistió a misa, cosa que no había hecho durante muchos meses; la mañana del miércoles accedió a que la llevaran a bañarse, ponerse ropa limpia y a que la acostaran en la furgoneta con sábanas limpias; y murió esa misma noche. La progresión parecía tan clara que pensé, la primera vez que redacté esta crónica, que realzarla arrojaría dudas sobre la veracidad de mi relato, o al menos lo haría sentimental o melodramático.

Sin embargo, la doctora que certificó la muerte de Miss Shepherd dijo que había conocido otras muertes en circunstancias similares; que no era el baño (como yo me había preguntado jocosamente) lo que la había matado, sino que permitir que la lavaran y le pusieran ropa limpia fue tanto una preparación como un reconocimiento de que la muerte la estaba acechando.

Tampoco la crónica original aclara el modo en que, poco tiempo después de su muerte, llegué a conocer los hechos de su vida que ella me había ocultado tanto tiempo. Unos meses antes, un acceso de gripe debió de hacerla pensar en poner sus cosas en orden, y me había enseñado un sobre que quizá me hiciera falta «por si me sucede algo, digamos». Encontraría el sobre en el lugar, debajo del banco, donde guardaba sus papeles y sus libretas de ahorro. No dijo lo que contenía el sobre, y cuando se le curó la gripe y salió adelante, no volvió a mencionarme el asunto.

Fue por esa época, con todo, cuando tuve la primera sospecha de que su nombre quizá no fuera el auténtico. Sabía que tenía algún dinero en la Abbey National, y periódicamente llegaban por debajo de mi puerta sus folletos brillantes: imágenes alegres de propietarios de casas jóvenes y felices que cruzan su primer umbral y entran en una vida de felicidad hipotecada.

«Correo, Miss Shepherd», decía yo, llamando a la ventanilla y aguardando a que asomara la mano escuálida (las uñas largas y grises; los dedos manchados de ocre, como si hubiera estado manipulando arcilla). El folleto era trasladado al oscuro y fétido interior, donde ella tardaría un rato en abrirlo y le daría vueltas y más vueltas al paquete con manos dubitativas, hasta asegurarse de que la última y atractiva oferta de la Abbey no era un envío del IRA. «Otra bomba, digamos. Han oído mis opiniones.»

En 1988, la Abbey National, sociedad inmobiliaria, se disponía a convertirse en un banco, propuesta a la que Miss Shepherd, por alguna razón (la novedad, posiblemente), se oponía firmemente. Antes de rellenar su papeleta de voto, ella me preguntó (y se cuidó mucho de formular la pregunta de forma impersonal) si sería válido el voto de un accionista que hubiera cambiado de nombre. Respondí, obviamente, que si las acciones las había comprado con un nombre sería para votar con él. «¿Por qué?», pregunté. Pero no debería haber preguntado después de tantas ocasiones en que, tras haberme dado un indicio de una revelación interesante, se negaba a continuar, se limitaba a mover la cabeza sin decir palabra y cerraba de golpe la ventanilla. Pero al día siguiente (y esto también era una pauta establecida), al pasar yo por delante de la furgoneta, asomó la mano.

—Mr. Bennett, no le diga a nadie lo que le dije de un cambio de nombre. Era sólo en teoría, digamos.

Durante algunos días después de la muerte de Miss Shepherd dejé la furgoneta como estaba, no por piedad ni por nada relacionado con el decoro, sino porque no era capaz de entrar dentro, y aunque puse un candado nuevo no intenté sacar sus libretas del banco ni localizar el sobre necesario. Pero la noticia se había divulgado, y cuando una tarde, al volver a casa, descubrí a un chatarrero fisgando por la zona comprendí que tenía que apretar los dientes (o taparme la nariz) y examinar las pertenencias de Miss Shepherd.

Hacer este trabajo como se debía habría requerido un equipo de arqueólogos. Cada superficie estaba cubierta de capas de ropa, vestidos, mantas y papeles acumulados, algunos de ellos intocados durante años y todos recubiertos de una costra de polvo de talco antiguo. Rociado imparcialmente sobre zapatillas mojadas, compresas para la incontinencia usadas y latas a medio comer de judías blancas, desprendía un olor tan fuerte que complementaba más que eliminaba la pestilencia distintiva de la furgoneta. El estrecho pasillo entre dos bancos donde Miss Shepherd se había arrodillado, rezado y dormido, estaba apisonado por quince centímetros de desperdicios empapados, sobre los cuales yacía un abono de comida vieja, pasteles Mr. Kipling, manzanas arrugadas, naranjas podridas y pilas por todas partes: pilas sueltas, pilas empaquetadas, pilas que se habían partido en dos y rezumaban una resina negra sobre los bizcochos prehistóricos y los omnipresentes sorbetes de limón que había en medio de ellos.

Con un pañuelo alrededor de la cara, levanté el banco debajo del cual ella me había dicho que estaban escondidos sus documentos bancarios. Debajo del asiento estaba lleno de polillas y gusanos, pero los documentos estaban allí, junto con otros que ella consideraba valiosos: un certificado de ITV de su Reliant caducado hacía mucho; una factura de algunas reparaciones que había hecho tres años antes; una oferta de dos semanas de sol y playa en las Seychelles que acompañaba a una determinada cera para automóviles. Lo que no estaba era el sobre. Así que lo único que se podía hacer era registrar toda la furgoneta, escarbar entre los desechos pestilentes con la esperanza de hallar la nota que había prometido dejar, y con ella quizá su historia personal.

Al registrar la furgoneta no sólo buscaba el sobre; cribando las inmundicias acumuladas en quince años, confiaba en encontrar alguna pista de lo que había ocurrido para que Miss Shepherd quisiera vivir de aquel modo. Sólo que seguí encontrando objetos que sugerían que vivir «así» no era tan distinto de como vivía la gente corriente. Había un juego de utensilios de cocina, por ejemplo —un cucharón, una espátula, un pasapurés—, todos ellos sin usar. Era exactamente el tipo de cosas que mi madre compraba y colgaba en la cocina, sólo para que se vieran, mientras que seguía utilizando los viejos y fieles accesorios maltrechos que guardaba en el cajón de los cuchillos. Había cajas de jabón barato y, por supuesto, polvos de talco, con la envoltura de celofán sin romper; también tenía su contrapartida en el tocador de la casa de mis padres. Otro artículo que mi madre amontonaba eran los rollos de papel higiénico, y allí había una docena. Había una selección de condimentos todavía en su envase. ¿Cuándo, en medio de aquel caos, había pensado utilizar esos accesorios refinados? Sin embargo, ¿cuándo usamos nosotros los nuestros, permanentemente encerrados en el armario del aparador, listos para la vida social que mis padres nunca tuvieron o en realidad nunca quisieron tener? Cuanto más registraba, menos singular me parecía la furgoneta: sus convenciones y aspiraciones no eran muy diferentes de las que me habían inculcado en casa.

También había dinero en efectivo. En una bolsa que Miss Shepherd llevaba colgada del cuello había casi quinientas libras, y al arrancar las capas empapadas del suelo de la furgoneta encontré otras cien más. Contando el dinero que tenía en diversas sociedades inmobiliarias y sus libretas de ahorro, Miss Shepherd había conseguido ahorrar unas seis mil libras. Como no tenía derecho a una pensión, la mayor parte de esta suma debía de haberla cicateado del magro subsidio que recibía. No estoy seguro de si en el régimen actual le habrían alabado por sus economías o denunciado como gorrona. Aunque era una tory acérrima, parece una candidata excelente para la pequeña lista del nuevo ministro de Asuntos Sociales, Mr. Lilley, una asalariada de la sociedad «algo a cambio de nada». Me habría gustado ver a Lilley diciéndole esto.

Por modesto que fuera el patrimonio de Miss Shepherd, era mayor de lo que yo esperaba y hacía más urgente encontrar el sobre. Volví a revolver, por tanto, entre las ropas viejas, esta vez palpando con cautela en los bolsillos y sacudiendo las mantas grasientas en una ventisca de polillas y polvos de talco French Fern. Pero no había nada, sólo su pase de autobús, la triste fotografía que parecía haber sido sacada durante el asedio de Stalingrado y que difícilmente representaba un buen augurio para la serie de comedia que una vez me había sugerido que escribiera sobre el tema. A punto estaba de darme por vencido, tras haber decidido que debía de guardar el sobre encima y que había desaparecido al mismo tiempo que el cuerpo, cuando di con él, apelmazado de sopa rancia y metido en el compartimento de los guantes junto con otro alijo de pilas y sorbetes, y con la leyenda «Mr. Bennet, si es necesario».

Buscando todavía alguna explicación («Soy así, digamos, porque…»), abrí el sobre. Fiel a su historial, ni siquiera en su comunicación final Miss Shepherd estaba dispuesta a revelar algo más. Estaba sólo el apellido de un hombre, que no era el de ella, y un número de teléfono en Sussex.

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