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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición

 

Un siglo después de que los cruzados de Arnau Amalric tomaran la ciudad de Béziers y masacraran a sus veinte mil habitantes para acabar con la herejía cátara, en la remota abadía de Clairets se suceden unos extraños asesinatos de monjas, con una macabra puesta en escena… ¿Se trata de actos de brujería o de algo aún más temible? ¿Qué busca en la abadía el médico Arnaldo de Villanueva, espía del papa Clemente V y que dice recolectar plantas medicinales en pleno invierno? ¿Quién es la nueva apoticaria Mary de Baskerville, a quien no parecen impresionar estas muertes? ¿Y Claire, la joven que no soporta la luz del sol y a quien protegen cuatro seres deformes? ¿Qué relación tienen con los crueles asesinatos de las religiosas?

Andrea H. Japp

La cruz de la perdición

ePUB v1.1

Dermus
21.07.12

Título original:
La croix de perdition

© de la edición francesa por Calmann-Lévy, 2008

© traducción: M.ª Elena Toro Benítez y Cristina Fernández Orellana, 2011

© de esta edición: Bóveda, 2011

Editor original: Dermus (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

A Hélène Amalric…

¡Queda muy, muy lejano…!

NOTA

Los nombres propios y comunes seguidos de un asterisco se explican en el glosario y en el apéndice histórico que se encuentran al final del libro.

MONJAS PRINCIPALES

Plaisance de Champlois: madre abadesa.

Hermione de Gonvray: la antigua apoticaria.

Aude de Cremont: tesorera.

Barbe Masurier: cillerera.

Élise de Menoult: ropera.

Adèle Grosparmi: secretaria de la abadesa.

Clotilde Bouvier: monja encargada de organizar las comidas y la cocina.

Agnès Ferrand: portera.

Rolande Bonnel: depositaria.

Adélaïde Baudet: supervisora.

Marguerite Bonnel: hospedera.

Henriette Masson: novicia.

Suzanne Landais: maestra de novicias.

PLANO IMAGINARIO DE LA ABADÍA DE CLAIRETS

1. Caballerizas

2. Hospedería

3. Locutorio

4. Bodegas

5. Dependencias de la priora y de la supriora

6. Despensa

7. Palacio abacial

8. Terrazas y jardines de la abadesa

9. Cocina

10. Refectorio

11. Scriptorium

12. Muladar

13. Hornos y panadería

14. Portalón de los Hornos

15. Jardín medicinal y herbarium

16. Gallinero

17. Huertos

18. Establo

19. Noviciado

20. Hospicio

21. Morgue

22. Lagar

23. Escalera que conduce al dormitorio de las monjas

24. Baños y calefactorio

25. Relicario

26. Biblioteca

27. Iglesia abacial de Notre-Dame

28. Capilla de Saint-Augustin

29. Lavadero

30. Enfermería

31. Sala capitular

32. Cementerio

33. Claustro de La Madeleine

34. Capilla de La Madeleine

35. Dependencias de la priora

36. Colmenar

37. Portalón Mayor

38. Portalón de los Lavaderos

39. Pasaje

40. Jardines de la enfermería

41. Claustro de Saint-Joseph

22 de julio de 1209,
Béziers
[*]

U
n milagro. Para Arnau Amalric
[*]
, abad de Cîteaux, ya no cabía la menor duda: Dios estaba de su parte. La fortuita concatenación de acontecimientos así lo atestiguaba. Era irrefutable.

Era un milagro, una serie de milagros. Horas antes, los ribaldos
[1]
traspasaron la muralla de la inexpugnable ciudad, provista de suficientes víveres para resistir el largo asedio de los cruzados, dificultado por la abierta hostilidad de las poblaciones vecinas. Jamás habrían conseguido penetrar en la ciudad sin una intervención divina. Algunos de sus habitantes, dejándose llevar por el entusiasmo de saberse al resguardo en su posición fortificada, tuvieron la funesta idea de salir del recinto para mofarse de sus enemigos, quienes rápidamente aprovecharon la ocasión para infiltrarse por la brecha, seguidos de la caballería. Daba comienzo la caza.

Escoltado por tres soldados, Arnau Amalric dejó atrás la torre Ventouse. Al paso lento del corcel, bordeó la muralla del recinto en dirección a la iglesia de La Madeleine. Gritos, gente corriendo en todas direcciones, chocando a veces con su caballo, alzando sus desesperados rostros hacia él, profiriendo súplicas o insultos que no comprendía, portando armas improvisadas, azuelas
[2]
, picos
[3]
, podaderas, etcétera, sin osar atacar a un representante de Dios. Él los oía; apenas los veía. A lo lejos, hacia el norte, se hallaba extramuros la catedral de Saint-Nazaire. Una mujer gritaba entre sollozos, levantando al pequeño que llevaba en brazos, suplicando a Arnau que les perdonase la vida, jurándole que ambos estaban bautizados en la Santa Fe y no se habían descarriado. Él le sonrió como si estuviera en un estado de ensoñación y murmuró:

—Hermana mía en Jesucristo, no temas pues. Él te ama y jamás te abandonará.

Uno de los escoltas arremetió su rocín contra la mujer, quien resbaló y cayó sobre el empedrado. Los cascos del pesado animal no la aplastaron por puro azar.

Un ribaldo, con la cara de borracho aún encendida por la excitación de la carnicería aunque crispada por la hesitación, se acercó al abad.

—Señor abad, señor abad… Es que estamos que no sabemos qué hacer. Mi cuadrilla y yo nos preguntamos… porque, claro, no somos unos asesinos… ¿cómo los reconocemos, a los infieles? Con la hoja de la espada en la garganta, todos juran y perjuran que son católicos devotos. Además, también hay mocosos y comadres. Dios no querrá que escabechemos a Sus fieles de verdad, digo yo. Solo están los judíos del barrio de la pequeña Jerusalén; esos se ve a la legua que no son los secuaces de Satán que buscamos… Vamos, al menos no ahora.

El fino rostro, delicado como el de una fémina, se inclinó hacia el hombre. Arnau Amalric apretó su pequeña boca en forma de corazón, y sus ojos negros, casi azulados, se posaron sobre el ribaldo. Frunció el entrecejo como si no le comprendiera.

—¿Qué dices?

—Que no sabemos a quién matar, por la gloria de nuestro Señor. Además, se han amontonado todos en la iglesia de La Madeleine
[4]
… Después de todo, es un lugar santo…

Arnau Amalric suspiró con la boca abierta de par en par. Alzando el rostro hacia el cielo, ordenó con voz melosa:

—Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos
[5]
.

El abad de Cîteaux no lograba saber a ciencia cierta qué sentimiento se escondía en la mirada de aquella bestia inquieta. ¿Consternación, vergüenza o alivio por haber recibido una orden inequívoca que lo descargaba de cualquier culpabilidad? El ribaldo desapareció echando a correr en dirección a la iglesia de La Madeleine.

El calor sofocante de la mañana. Los contornos difuminados del mundo real. Solo percibía una especie de algarabía, horadada de vez en cuando por un estridente alarido. Tenía la perturbadora sensación de haberse despojado de su envoltura carnal. De repente, pensó extrañado que las moscas habían abandonado el cuello de su corcel. Ya no había moscas. Sin embargo, un segundo antes, las inmundicias que atestaban los canales centrales de las calles las habían atraído de tal manera que incluso habían formado enjambres. ¿Dónde estaban ahora las moscas? La respuesta al misterio se le reveló de pronto: habían olido la sangre, allí, unos pasos más adelante. Allí, de donde provenía la algarabía horadada por alaridos. A no ser que dicha algarabía en realidad no fuera sino un cúmulo de alaridos indistintos.

Desembocó en el callejón que conducía directamente a la iglesia de La Madeleine, dejó las riendas de su caballo y sostuvo con ambas manos la alta cruz de orfebrería sin despegarla de su torso. Qué alivio poder ofrecer la paz, la salvación a todos: a las criaturas aún con vida apiñadas en la iglesia; a los agonizantes desangrándose sobre los escalones que ascendían hacia el pórtico central; a los muertos e incluso a los ribaldos bañados en escarlata de la cabeza a los pies, hasta tal punto que parecían desollados. El pecho teñido de rojo de los caballos que relinchaban, resoplaban y embestían. Las moscas agolpadas, legiones de ellas, sin duda todas las de la ciudad. El calor, la implacable tenaza del sol que desde lo alto parecía arrojar lenguas de fuego a la Tierra. El olor denso, metálico y embriagador de la sangre fresca. La cabeza de una mujer voló por los aires y chocó contra la frente del caballo del abad. Un chorro bermellón cubrió el Cristo de plata de la pesada cruz.

—Descansa, hermana, descansa. Dios te acoge —murmuró Arnau Amalric—. Ve en paz. Ahora estás libre de la tentación y del mal.

Repitió la misma oración cientos de veces, o eso le pareció a él; luego se apeó de su montura y avanzó hacia la iglesia. En el interior resonaba la furia, la carnicería. De repente, al abad de Cîteaux le pareció imperioso girar la cruz, que el Cordero de Dios lacado de sangre no viera lo que Sus servidores, las débiles e imperfectas criaturas humanas de Su Padre, estaban cometiendo para llevar a Su rebaño de vuelta a Su seno. Tras fijar la mirada en el desgarrador semblante del Cristo de plata coronado de espinas, el abad cerró los ojos apenado. La sangre. La sangre que se deslizaba lentamente por la frente del Cordero mártir no era la Suya; era la de una criatura humana, la de mil criaturas humanas que acababan de entrar en Su reino.

«Padre, Tu hijo ha sufrido tanto para salvarnos a todos… Mira, Padre, conduzco hacia Ti a estas pobres almas ignorantes, engañadas por hábiles manipuladores a riesgo de condenarlas para la eternidad. Perdóname, Padre, pues mi única grandeza habrá sido servirte, humildemente, mas sin descanso. Por siempre».

Arnau Amalric, abad de Cîteaux, subió a duras penas los escalones que llevaban al pórtico, a la locura, los gritos, los gemidos y estertores, blandiendo ante sí la alta cruz girada, rezando por la salvación de los presentes. Pese a su menuda estatura, a su silueta casi adolescente, se sentía lo suficientemente fuerte como para cargar el peso del mundo sobre sus hombros, por la gloria infinita de Dios. Franqueó los cadáveres y a los agonizantes, inclinándose sobre ellos, susurrándoles palabras de paz y ternura. Una mano ensangrentada le agarró el borde de la blanca túnica. Roja. Se arrodilló. Se trataba de un hombre de unos veinte años. Arnau aguzó el oído para escuchar las últimas palabras del moribundo. Un enorme tajo le atravesaba el abdomen, dejando al descubierto las vísceras.

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