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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (28 page)

Esas ideas pasaban por su mente una y otra vez mientras hacía mediciones en los costados de la cabina donde habían estado el señor Cunningham y los baúles (todavía se veían los agujeros que habían dejado los tornillos que los sujetaban). Entonces, sintiendo un gran alivio, se volvió hacia Jack y dijo:

Esos tontos me han dado mal las instrucciones. Aquí no hay nada. Tal vez sea mejor así.

¿Me dejas leer el papel? —inquirió Jack.

¡Por supuesto! Pero las instrucciones son muy sencillas: «Apretar el tercer perno que está bajo el estante de babor a tres pies y nueve pulgadas del mamparo».

Stephen —dijo Jack—, creo que la que estás mirando es el del estante de estribor.

¡Oh, vete al diablo, Jack! —gritó Stephen—. Ésta es mi mano izquierda, ¿verdad? —preguntó, levantándola—. Y la parte izquierda o siniestra es babor.

Pero te olvidas de que hemos dado la vuelta y ahora estamos de frente a la popa —dijo Jack—. ¿Dijiste el tercer perno?

Apretó el perno, y por una junta salió una caja de metal que cayó con estrépito al suelo y chocó contra él por una punta y se abrió. Jack se agachó para recoger los fajos de billetes y los documentos esparcidos y puso el farol en el suelo. Al ver el primer fajo exclamó:

¡Dios mío! ¿Qué…?

Entonces se interrumpió y recogió todo en silencio y se lo entregó a Stephen, que le echó una rápida mirada.

Lo mejor que puedo hacer es sellar todo esto y entregártelo para que lo guardes en un lugar seguro. Es conveniente que seas tú quien lo lleve a la
Surprise
, pues yo me he caído de las lanchas al agua varias veces.

Cuando Stephen llegó a la gran cabina volvió a derretir el lacre, lo prensó con su curioso sello y luego entregó a Jack la caja junto con un papel.

Aquí está el nombre de la persona a quien se le debe dar en caso de que me ocurra algo —dijo.

Asumo una gran responsabilidad —dijo Jack en tono grave, cogiéndola.

Hay otras responsabilidades mucho mayores, amigo mío dijo Stephen—. Ahora tengo que hacer la ronda.

Eso me recuerda que he visto que la esposa del condestable está en la lista de enfermos —dijo Jack—. Espero que se encuentre mejor.

¿Mejor? No se encuentra mejor —dijo Stephen con énfasis.

Lo siento —dijo Jack—. ¿Crees que debería visitarla o darle una gallina o una botella de oporto? ¿O debería hacer las tres cosas?

No sé si sobrevivirá —dijo Stephen.

¡Dios mío! —exclamó Jack—. No tenía idea… Eso me preocupa. Espero que puedas hacer algo por ella.

Confío en que su juventud la ayude a resistir la enfermedad. La pobrecilla sólo tiene diecinueve años, y a esa edad uno puede sobrevivir al fuego del infierno. Dime, ¿Tom Pullings no se marcha enseguida?

No. Se quedará con nosotros hasta por la mañana, porque tengo que escribir muchos despachos.

Y yo escribiré al menos una carta —dijo Stephen—. Si puedo, te ayudaré a leer las cartas de los captores —añadió, pues sabía que a Jack no le gustaba leer la correspondencia de otras personas aunque hubiera en ella valiosa información—. Estaremos muy ocupados esta noche.

Estuvieron tan ocupados esa noche que no durmieron, pero encontraron una carta escrita por un oficial llamado Caleb Gill que contaba con detalle el recorrido de la
Norfolk
hasta las islas Galápagos y decía que después viraría al oeste y se dirigiría al paraíso de su tío Palmer, adonde llevaría a un grupo de colonos que querían estar lo más lejos posible de sus compatriotas. Era evidente que su tío Palmer era el capitán de la
Norfolk
y su paraíso era algún lugar de los mares del sur, pero teniendo en cuenta las fechas, las posiciones y la información que les habían dado los balleneros sobre el modo en que navegaba, Jack estaba casi seguro de que la encontraría antes de llegar a las Galápagos, y muy probablemente en las islas Juan Fernández, donde pensaba coger agua y leña, o cerca de Valparaíso, donde pensaba repostar. Stephen se habría puesto muy contento si no fuese porque le preocupaban dos de sus pacientes: Joe Plaice, que se había dado un golpe en la cabeza con una anilla de metal cuando cayó de una escala y se fracturó el cráneo, y la señora Horner, que no mejoraba con el tratamiento que le había puesto.

* * *

Me asombra que los marineros pasen de un barco a otro y naveguen en él sin haber practicado antes —dijo Martin cuando vio zarpar el
Danaë
, que describió una gran curva hasta que puso la proa en dirección nornoreste, mientras la
Surprise
avanzaba hacia el suroeste.

La jarcia es muy parecida en todos, según dicen —aseguró Stephen—. Lo mismo que nosotros notamos las semejanzas entre los esqueletos de los vertebrados, los marinos las notan entre las embarcaciones. Creo que en los bergantines algunos cabos están extendidos hacia delante, y en los barcos de tres mástiles, hacia atrás, pero causa tan poca confusión a los marinos como los diversos estómagos de un rumiante a un estudioso de anatomía o el hiodes anormal del mono aullador. Pero lo que deseaba decirle es que es usted muy amable al querer visitar a la esposa del condestable, pero que no debería hacerlo ahora, porque ella está muy débil y aturdida; es mejor que espere a que mejore un poco. Por otro lado, le agradecería que me ayudara a realizar una operación sumamente delicada que tengo que hacer a un paciente con una fractura craneal en cuanto haya bastante luz. Tengo que trepanar el cráneo al pobre Joe Plaice y me gustaría hacerlo hoy, porque es necesario hacer la operación cuando la cubierta tenga estabilidad y el paciente esté inmóvil, y, según dicen, mañana habrá mal tiempo. Tengo un trépano de Lavoisier, un magnífico y potente instrumento. Si usted quiere, puede dar la vuelta a la manivela.

A casi todos los tripulantes de la
Surprise
, que, como la mayoría de los marineros, eran hipocondríacos, les gustaba casi tanto ver una operación como capturar una presa. Sin embargo, sabían que la amputación de la pierna o el brazo de un compañero tendría desventajas para él y que, en cambio, la trepanación del cráneo no, pues lo único que necesitaba para recuperar sus fuerzas, y estar tan bien como antes, era sobrevivir y sabían que entonces podría estar orgulloso de llevar una placa de plata en la cabeza y tendría una anécdota que contar a sus amigos hasta que se fuera a la tumba. Puesto que el doctor Maturin había hecho esa operación en la mar en otras ocasiones y siempre en la cubierta, porque allí había más luz, muchos de ellos le habían visto realizarla. Y ahora ellos y sus amigos volvieron a ver cómo la hacía. Vieron que quitaba el cuero cabelludo a Joe Plaice y dejaba descubierto su cráneo, y luego oyeron cómo cortaba un pedazo de éste en forma de disco, dando vueltas lentamente a la manivela del trépano. Luego vieron que tapaba el agujero con una moneda de tres chelines aplastada a martillazos por el armero y que volvía a colocar el cuero cabelludo, que el pastor cosió cuidadosamente. Tardó un buen rato, pues vieron palidecer al capitán y a Barret Monden, el primo de Joe Plaice, y también vieron los sesos de Joe y la sangre que le corría por el cuello. Les parecía algo que nadie debía dejar de ver por nada del mundo, y muy instructivo. Ese fue uno de los pocos buenos ratos que pasaron en mucho tiempo, y para algunos fue el último. La tormenta, anunciada por las grandes olas que venían del sur y del oeste, por el descenso del barómetro y por el cielo nublado, fue más fuerte y llegó antes de lo que esperaban.

Pero la
Surprise
era una embarcación bien equipada, y mucho antes sus tripulantes colocaron más contraestayes, brazas, obenques, estayes y motones móviles; desplegaron las velas de mal tiempo y pusieron los mastelerillos sobre la cubierta. El viento trajo consigo aguanieve y sopló con mucha intensidad y en contra de las olas al principio, provocando una fuerte marejada, pero no era desfavorable, y la fragata avanzó con gran rapidez hacia el sur con las gavias arrizadas, medio cubierta por la espuma y las verdes aguas, y los marineros no podían caminar por la inundada cubierta sin sujetarse a los andariveles.

La tormenta duró dos días y tres noches. Su centro estaba a la altura del tope de los mástiles, y el tercer día salió el sol y se pudieron hacer perfectamente las mediciones de mediodía. Jack comprobó con satisfacción que la fragata se encontraba más al sur de lo que esperaba, más al sur de la posición calculada por la estima y muy cerca de la isla Staten.

Allen y él estuvieron reunidos durante mucho tiempo observando las cartas marinas en las que estaban indicados los grados de longitud en que se encontraban numerosas islas desconocidas, arrecifes y cabos. Y mientras ellos hablaban, los marineros colgaban en la cubierta, desde la proa hasta la popa, ropa empapada de agua de mar para que el pálido sol la secara. Jack preguntó varias veces al oficial de derrota si el capitán Colbett hacía sus cálculos con exactitud, y él contestó que sí una y otra vez y dijo que sus palabras eran para él como el Evangelio.

Fue discípulo del capitán Cook, señor —dijo—, y llevó en el viaje un par de cronómetros de Arnold. Los dos funcionaron perfectamente todo el tiempo y permitían hacer las mediciones en diez segundos. No fue necesario darles cuerda ni una sola vez, porque no se pararon nunca hasta llegar al sur de Santa Elena, cuando regresábamos a Inglaterra.

¿Un par de cronómetros de Arnold? Muy bien, señor Allen —dijo en tono satisfecho—, ponga rumbo al cabo Saint John. Y cuando vaya a la proa, diga al doctor que esta noche le acompañaré a hacer la ronda.

¡Ah, Stephen, tienes una larga lista de enfermos hoy! —exclamó cuando Stephen fue a recogerle.

Son los habituales casos de articulaciones dislocadas, dedos aplastados y huesos rotos —dijo Stephen—. Yo les digo: «Deben usar una mano para el barco y otra para sujetarse ustedes y, además, tirar el grog por los imbornales si tienen que subir a la jarcia antes de dos horas después», pero ellos no me escuchan y saltan por la jarcia, animados por el contramaestre, como si fueran octópodos y, además, tuvieran una cola prensil, así que cada vez que hay una tormenta la enfermería se llena.

Naturalmente. Pero dime cómo está la señora Horner. He pensado mucho en ella cuando la fragata cabeceaba y se balanceaba furiosamente.

Ella no se dio cuenta de eso porque estaba delirando, pero el hecho de que el coy oscile es muy conveniente para los pacientes en la mar. Me parece que la fiebre ya ha remitido, y aunque está muy débil, espero que su juventud le proporcione la capacidad de resistir la enfermedad, como te dije, y que logre recobrar las fuerzas. Le he afeitado la cabeza.

Jack no vio ningún signo de resistencia ni de juventud en la señora Horner cuando fue conducido sin previo aviso a la cabina del condestable, y si no fuese por lo que había dicho Stephen, habría pensado que su rostro gris y sus grandes ojeras eran el preludio de la muerte. Ella al menos tuvo fuerzas para coger un pañuelo y cubrir con él su cabeza rapada mientras lanzaba una mirada de reproche a Stephen. Luego murmuró: «Gracias, señor» cuando Jack le dijo que le satisfacía ver que tenía mucho mejor aspecto y que debía ponerse bien cuanto antes porque tenía que cuidar de los guardiamarinas, que la echaban mucho de menos, y, por supuesto, del señor Horner. Y cuando Jack iba a añadir que en las islas Juan Fernández su rostro recobraría su color rosado, vio que Stephen se puso un dedo sobre los labios y se avergonzó al darse cuenta de que había estado hablando como si la señora Horner se encontrara en un barco a considerable distancia por barlovento. Se sintió mejor al llegar a la enfermería, porque allí sabía exactamente lo que tenía que decir a cada hombre y a cada muchacho (el único muchacho que había ahora era uno de los guardiamarinas, John Nesbit, que tenía fracturada la clavícula). Cuando vio a Joe Plaice, trató de consolarle diciendo:

Bueno, Plaice, al menos ha sacado algo bueno de todo esto, al menos nadie podrá decir nunca: «El pobre Joe Plaice le ha quedado sin un chelín».

¿Por qué, señor? —inquirió Plaice, guiñando un ojo y sonriendo al pensar en la posible respuesta.

Pues porque tiene tres clavados en la cabeza, ¡ja, ja, ja! —respondió el capitán.

Te pareces a Shakespeare —dijo Stephen cuando regresaron a la gran cabina.

Eso me han dicho los que han leído mis cartas y mis despachos —dijo Jack—, pero ¿por qué me lo dices precisamente en este momento?

Porque sus bufones hacen bromas pesadas como esa. Sólo tienes que añadirle algunas palabras para que se conviertan en un disparate.

Lo que pasa es que estás celoso —dijo Jack—. ¿Te apetece tocar música esta noche?

Me gustaría mucho, pero no tocaría bien porque estoy «hecho polvo», como dice el prisionero norteamericano.

Pero nosotros también decimos que estamos hechos polvo, Stephen.

¿Ah, sí? No lo sabía. Pero, indudablemente, no lo decimos con el acento colonial, que se parece mucho al de las pescaderas de los muelles de Dublín. Creo que es pariente de Lawrence, el amable capitán que conocimos en Boston.

Sí, el que capturó a Mowett en la
Peacock
y le trató con mucha amabilidad. Le dispensaré todas las atenciones que pueda. Le he invitado a él y a sus guardiamarinas a comer mañana. ¿Te importaría que no comiéramos tostadas con queso hoy? Sólo me queda queso suficiente para ofrecer un plato presentable a los invitados.

Tocaron sin comer queso y hasta entrada la noche, y cuando Stephen inclinó involuntariamente la cabeza sobre el violonchelo entre dos movimientos, pidió disculpas por ello y se marchó medio dormido. Jack pidió una copa de grog, se la bebió, se puso su chaqueta con capucha y una bufanda que le había tejido su esposa (todavía impregnada de su cariño, pero roída en algunas partes por los ratones de Brasil), y subió a la cubierta. Hacía poco que habían sonado las siete campanadas en la guardia de prima, de la que estaba encargado Maitland, y lloviznaba. Tan pronto como sus ojos se acostumbraron a ver en la oscuridad, miró la tablilla donde estaban los datos de la navegación y la velocidad. La
Surprise
había seguido exactamente su rumbo, pero había navegado más rápido de lo que él esperaba. Muy cerca, por sotavento, se encontraba la isla Staten, y él había visto el acantilado de su costa en algunos grabados que Anson hizo en su viaje y no quería que la fragata se aproximara a ella ni que la marea ni las fuertes corrientes la arrastraran hasta el extremo de Suramérica y el estrecho de Le Maire.

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