Read La Cosecha del Centauro Online

Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez

La Cosecha del Centauro (5 page)

—Ya te he dicho que es una cuestión de prioridades —replicó Wanda—. Y a lo mejor sólo se trata de una idea mía sin base real.

—Eso se solucionaría si vuestras colonias pusieran en común las bases de datos, en vez de marchar cada una a su aire. —El biólogo adoptó un tono acusador—. Así, los conocimientos alcanzarían una masa crítica que facilitaría el avance científico. Pero no; os veis abocados a confiar en la memoria de los viajeros que...

Un codazo disimulado en las costillas propinado por Marga cortó en seco la diatriba. La geóloga temió que su colega hubiera irritado a Wanda, pero ésta se lo tomó como si se tratara de la rabieta de un mocoso impertinente, sin otorgarle importancia.

—Creo que no te haces cargo de lo condicionados que estamos por nuestra historia. Ha forjado nuestra forma de ser y de entender el cosmos —explicó, sin acritud—. ¿Habéis visto a los niños jugar a imperiales y fugitivos? A su manera, reproducen un hecho real. Supongo que Manfredo, como buen arqueólogo, sabrá a qué me refiero.

—En efecto, señora Hull —respondió, con su cortesía habitual—. Cuando el Imperio surgió de las cenizas del Desastre, hace casi cuatro milenios, se dedicó a sojuzgar a cuantos mundos se cruzaban en su camino expansionista. Su poderío era irresistible.

—En efecto, pero no contaron con la audacia de nuestros antepasados, empeñados en terraformar un planeta infernal en torno a un sol amarillo. Cuando los imperiales trataron de someterlos, no capitularon ni se cruzaron de brazos. Perpetraron un golpe de mano audaz y se apoderaron de un acorazado, nada menos. Pasaron a cuchillo o arrojaron al vacío a los invasores, metieron a toda la población en aquella nave mastodóntica y salieron a calzón quitado de allí, perseguidos por una flotilla de veinte naves de línea.

—Tuvo que ser digno de verse —dijo Nerea.

—Desde luego, amiga mía. Era cuestión de tiempo que los atraparan y los ejecutaran o algo peor, así que adoptaron medidas desesperadas. Empezaron a dar saltos hiperespaciales cada vez más arriesgados, sin rumbo prefijado, tratando de esquivar a los sabuesos que les mordían los talones. Y tuvieron una suerte loca, irrepetible:
el salto perfecto.

—Y que lo digas —apuntó la piloto—. Los saltos son posibles a lo largo de los brazos galácticos, pero las ondas de presión que los generan y la distribución de materia oscura hace que sea prácticamente imposible pasar de un brazo a otro, y menos aún hacia el núcleo.

El arqueólogo asentía con la cabeza.

—A lo largo de ocho milenios —explicó—, la Humanidad ha sido incapaz de salir del brazo de Orión, salvo alguna excepción notable. Por accidente, una misión exploradora pudo entrar en el brazo de Sagitario, aunque acabó por perder el contacto con el resto del universo civilizado cuando el Desastre y el caos subsiguiente. Allí organizaron una civilización muy peculiar; los denominamos Hijos Pródigos. Cuando volvieron a dar señales de vida, supuso toda una sorpresa.

—Aunque nada comparada con la que significó descubriros a vosotros —intervino Marga—. Un salto desde el brazo de Orión al de Centauro... Como dirían los antiguos, a vuestros antepasados se les apareció la Virgen.

—En efecto. Los perseguidores nos perdieron el rastro, y descubrimos que habíamos ido a parar a un lugar de la Vía Láctea tan remoto que nadie podría encontrarnos. Estábamos solos, y se nos brindaba la oportunidad de empezar desde cero. Y si algo se les daba de maravilla a nuestros ancestros, era domesticar mundos.

»Desde el principio todos acordamos renegar del poder absoluto, al estilo imperial. Nadie dominaría a nadie. Nuestro mayor orgullo es la autosuficiencia y huimos de cualquier conato de centralismo, porque significaría el control de una colonia sobre las demás. Por eso rechazamos las bases de datos centralizadas; quien retuviera información privilegiada, estaría tentado a usarla en provecho propio.

—Quien quita la ocasión, quita el peligro —citó Manfredo—, que decían los antiguos curas. Aunque refiriéndose a las relaciones carnales, claro está —sonrió.

Wanda lo miró sorprendida.

—¿Aún quedan curas y sacerdotes en vuestros mundos? —Sólo como curiosidad turística en algún parque temático.

—Después de la mala experiencia con los opresores imperiales, nuestros antepasados se deshicieron de ellos. Nadie los ha echado en falta desde entonces —siguió Wanda, y miró con sorna a Eiji—. Entre mantener la independencia y alcanzar tu ansiada
masa crítica
científica... Bien, elegimos lo primero, y nos va de maravilla. Ninguna colonia es hegemónica. En caso de intentarlo, las demás le aplicamos el ostracismo o amenazamos con unirnos para darle un escarmiento, y a los revoltosos se les bajan los humos de inmediato. Por otra parte, mantenemos relaciones fluidas entre nosotros. Nos gusta viajar e intercambiar experiencias.

—Me recuerdan ustedes a los antiguos griegos —dijo Manfredo—. Políticamente estaban desunidos y se llevaban a matar, pero tenían conciencia de pertenecer a una esfera cultural común, el helenismo.

El biólogo no parecía muy interesado en referencias históricas, así que fue al grano:

—Wanda, ¿podrías indicarme qué planetas carecen de combustibles fósiles? Con un poco de suerte, estarán siendo visitados por otras expediciones científicas nuestras. Les pediré datos, a ver si descubro alguna conexión interesante.

Eiji manipuló los controles de su muñequera izquierda y el holograma de un terminal de ordenador se materializó en el aire. Pasó sus manos por aquella visión incorpórea, y empezaron a brotar lucecitas y pantallas evanescentes. Los parroquianos se acercaron a mirar. Wanda sonrió; seguro que al biólogo le encantaba ser el centro de atención. Le facilitó los nombres de los mundos que buenamente recordaba y lo dejó a su aire. Eiji se había desconectado del resto del universo, enfrascado en su búsqueda de información.

—No está nada mal el cachivache de alta tecnología —comentó Wanda.

—Debió de suponer un tremendo choque cultural cuando una de nuestras naves apareció en Centauro hace dos años —comentó Manfredo.

—Imagínatelo; con lo tranquilos que estábamos... El ataque de nervios remitió un poco cuando vuestros jefes nos aseguraron que el Imperio había desaparecido hacía muchos siglos, y que el gobierno del Ekumen no tenía intención de anexionarnos. Pero sólo un poco. Desconfiamos de quienes presumen de buenas personas.

—¿Qué ganaríamos con invadiros? —intervino Marga—. Los tiempos de la Corporación y el Imperio pasaron ya. Nos regimos por una ética solidaria, no de confrontación. Además, en la galaxia hay sitio de sobra. Se están buscando puntos de salto hacia el exterior, al brazo de Perseo. Nuestro interés por vosotros es puramente cultural y científico.

Wanda lucía un tanto escéptica.

—Ética de solidaridad, sí... Cuando aparecisteis por el vecindario, las colonias llamaron a asamblea general y decidimos pediros educadamente que os largarais. Si en verdad respetabais las voluntades ajenas, ¿qué mejor prueba de buena fe que dejarnos en paz? Pero insististeis en que os gustaría cartografiar Centauro y que no interferiríais en nuestros asuntos.

—Es comprensible, señora Hull —la interrumpió Manfredo—. La Humanidad se ha enfrentado a algunas especies alienígenas hostiles. Es normal que deseemos tenerlo todo bajo control para detectar presuntas amenazas.

—Se trata de vuestro problema—objetó Wanda—. Nosotros nos negamos a aceptaros. Los visitantes prudentes han de saber cuándo están de más. Sin embargo, vuestros jefes hicieron un último intento de conciliación. Invitaron a nuestros representantes a una cena de gala, para tratar de llegar a un acuerdo. Por cortesía, además de por curiosidad, accedimos. Yo estuve allí, y jamás podré olvidarlo —miró a los científicos muy seria, y prosiguió—. La cena tuvo lugar en una de vuestras naves. Esperábamos un transbordador de lujo o algo similar, pero se trataba de una astronave de guerra de última generación. Era impresionante. Pese a que a nadie se le escapó una mala palabra, y todos se mostraron amabilísimos, la sensación de poderío era abrumadora. En fin, que probamos los aperitivos, degustamos unos vinos excelentes, nos atiborramos de aquellas cosas tan ricas... ¿Cómo se llamaban? Lo tengo en la punta de la lengua.

—Mollejas de gandurro —aclaró Manfredo—. Se sacan de...

—Prefiero no saberlo —lo cortó Wanda—. En fin, que resultó una velada deliciosa. Y a la hora de los postres nos ofrecieron un espectáculo
pirotécnico.
—Pronunció esta palabra con retintín—. La nave se hallaba cerca de una enana roja sin planetas. Apuntaron sus armas a la estrella
y la convirtieron en nova.
Así, por las bravas. Luego nos sirvieron los cafés y los licores, como si nada del otro mundo hubiera pasado.

—Sin duda, se trató de un revientaestrellas —intervino Nerea—. Puede alterar el campo gravitatorio del sol, anulándolo unos segundos. La presión de radiación hace el resto.

—Y supongo que esa arma no sirve sólo para impresionar a las visitas, ¿verdad?

—La última vez que se empleó en un conflicto bélico fue precisamente contra el Imperio —dijo la piloto—. Varios sistemas problemáticos fueron... ¡Bah, olvídalo! Para no herir tu sensibilidad, te basta con saber que hubo doce mil millones de muertos. O de daños colaterales, en lenguaje políticamente correcto.

—Por supuesto, nuestro gobierno ya no actúa así —se apresuró a puntualizar Marga.

—Ya, ya... —Wanda sonrió—. Captamos la sutil indirecta, qué remedio. Tuvimos que creer que actuáis de buena fe y acceder a vuestras peticiones. Y aquí estamos —se apresuró a tranquilizar a sus interlocutores—. Pero ya se sabe que del roce nace el cariño, y nos hemos acostumbrado a vosotros. No os entrometéis en nuestros asuntos, y os soportamos como si se tratara de una plaga de antropólogos.

Discutieron amigablemente un rato más, mientras la vida seguía a su alrededor y avanzaba la tarde. De repente, algo los sobresaltó. El biólogo, en contra de su costumbre, había proferido un taco sumamente grosero.

—¿Te sucede algo, Eiji? —preguntó Marga, preocupada. La faz del biólogo se había quedado pálida como la cera, y miraba a los hologramas con ojos desencajados. Cualquiera diría que se le había aparecido un fantasma.

—Parece que ya le ha vuelto el alma al cuerpo —observó Manfredo.

—Tiene mejor color, desde luego —añadió Wanda—. Un carajillo de ron bien cargado es mano de santo para levantar el ánimo. Y ahora, Eiji, ¿debo llamar al médico o a un exorcista?

El biólogo parpadeó, como si por fin se diera cuenta de dónde estaba. Recorrió con la mirada a sus colegas, entreabierta la boca. Si no fuera por lo insólito de la situación, habría resultado cómico. Se detuvo al llegar a Wanda.

—El código genético es idéntico —murmuró.

El semblante de Wanda reflejaba incomprensión. Eiji prosiguió. Hablaba con tono vacilante, como si le costara admitir sus propias palabras:

—Solicité a los ordenadores de otros grupos de investigación que me facilitaran ciertos datos. Aún no están elaborados, ya que seguimos en la fase de exploración preliminar, pero... —Parecía estar disculpándose—. Resulta que la biota autóctona de los mundos de la Vía Rápida es
bioquímicamente idéntica.
Hay variaciones de forma muy notables, pero si prescindimos de las apariencias y hurgamos en lo esencial, los seres vivos de todos esos planetas, separados años luz unos de otros, se rigen por el mismo código genético. Que no tiene nada que ver con el ADN o el ARN, antes de que me lo preguntéis.

Se hizo un silencio incrédulo. Hasta Nerea, la piloto, captaba las implicaciones.

—Es imposible —dijo Wanda, por fin—. Las leyes del azar dictaminan que la evolución bioquímica y orgánica sea diferente en cada mundo. Las moléculas de los bichos de planetas distintos son incompatibles.
Siempre.
Pero suponiendo que sea cierto, ¿cómo es que vosotros, con la tan cacareada
masa crítica
científica, no os habíais percatado antes?

Aquélla fue una pregunta maliciosa, y logró que Eiji saltara indignado:

—¡Nuestros equipos apenas llevan unos meses en el brazo de Centauro! El salto hasta aquí es difícil y muy caro desde el punto de vista energético. Por eso, somos menos de los que deberíamos. Además, la tecnología que nos han dejado traer deja bastante que desear y...

—¿Quizá para que vuestros aparatos más avanzados no caigan en poder de los malvados colonos? —lo interrumpió Wanda, con una sonrisilla cínica que sacó de sus casillas al biólogo, ya de por sí bastante alterado.

—¡Basta ya de cachondeo! ¡Lo que ocurre con vosotros es...!

—Eiji.

Marga no había levantado la voz, pero logró parar en seco la rabieta de su compañero. Wanda asintió, complacida. Cuando una mujer miraba así a un hombre, a éste no le quedaba más remedio que cerrar el pico y desear que la tierra se lo tragara. Su aprecio por la geóloga creció considerablemente.

—Disculpadme —continuó Eiji, avergonzado—. Para inventariar los recursos de un sector tan extenso como el ocupado por las colonias, hay que ir paso a paso. El primero es la recopilación de información. Una vez que se dispone de un nivel suficiente de datos, es el turno de analizarlos y compararlos entre sí. Por desgracia, aún no hemos llegado hasta ese punto.

—Lo comprendo —Wanda contemporizó—. Volviendo al tema que nos preocupa, sabrás mejor que yo la improbabilidad de que en dos planetas separados se repita la infinidad de minúsculos pasos aleatorios que conlleva la evolución. Y no digamos en varias docenas de mundos... Sería como arrojar un dado un billón de veces y obtener la misma secuencia de resultados cada vez que repitiéramos la jugada.

—Cuando se ha eliminado lo imposible, sólo queda lo improbable —admitió Eiji—. Puesto que la naturaleza no permite esa coincidencia de códigos genéticos, tendremos que asumir la hipótesis de una panspermia dirigida. Alguien sembró la vida a lo largo de la Vía Rápida.

Un murmullo de asombro surgió en torno al bar. No sólo los científicos, sino unos cuantos parroquianos habían estado pendientes de la conversación. Pronto se iniciaron animadas conversaciones que degeneraron en controversias. Curiosamente, Eiji era el más callado de todos, como si le costara asimilar su propia deducción. Nadie reparó en el arqueólogo. Manfredo Virányi había conectado su ordenador y consultaba algo en él con expresión concentrada. En un momento dado apagó el artilugio, se puso en pie, se alisó las arrugas del traje y carraspeó.

Other books

Southern Charmed Billionaire by Frasier, Kristin, Bentley, Bella
Leaving Everything Most Loved by Winspear, Jacqueline
Real Ugly by Stunich, C. M.
The Cruel Ever After by Ellen Hart
Mariners of Gor by Norman, John;
Whispers of Death by Alicia Rivoli


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024