La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (34 page)

Como leones que logran escapar de la trampa en que se vieron aprisionados, así salieron de nuestro campamento los accas revoltosos al mando del experimentado Batué; los demás, en número ahora de mil doscientos, libres ya del estorbo de los rebeldes y más apegados que nunca a mi persona, llevando cada uno dos defensas de elefante, siguieron tras de mí el camino que debía llevarnos a los bordes del Nguezi. Pero la fatalidad de las cosas humanas es tal, que aquel día, que me pareció decidir del buen éxito de mis penosos planes, sentí el primer ataque de fiebre, de la terrible fiebre africana, que me había respetado en tantos y tan duros trances, y de la que había salido indemne hasta en el amarguísimo destierro de Viloqué. La milagrosa conservación de mi salud tengo para mí que fue obra de la alimentación exclusivamente vegetal, a la que yo estaba habituado mucho antes de salir de Europa; pero en la penosa travesía de los bosques congoleses tuve por necesidad que aplicarme también a la carne, a veces descompuesta, de antílope, por ser éste el animal que podíamos cazar más fácilmente, y de aquí me debió resultar, según los últimos adelantos de la ciencia, una invasión en la sangre de esos microscópicos animalitos, que los mayas designan en globo bajo la denominación de rubango. A los tres días de marcha, que más bien era ascensión, por terrenos muy quebrados, a la meseta en cuyo centro se forma la cuenca del lago Nguezi, salimos por fin del inacabable bosque, y pudimos reposarnos bajo la bóveda del cielo; mas mis fuerzas estaban tan quebrantadas, que ni aun tuve ánimo para mirar a las estrellas ni para elevar la debida acción de gracias por haber escapado con vida, aunque moribundo, de aquellos sombríos panteones en que todo parece vivir para engendrar el silencio y la muerte.

Cuando me resignaba ya a morir y pensaba tomar algunas disposiciones para asegurar el porvenir de los infelices accas, uno de éstos se me presentó trayendo cogido entre el pulgar y el índice, por una de las pastas, cual bicho extraño y peligroso, un libro que me enseñaba, como preguntándome si aquello era animal, vegetal o mineral. Yo tomé con ansiedad el libro y vi que era una Biblia en inglés, y que, a juzgar por unas líneas manuscritas en la portada, pertenecía a un misionero de alguna de las misiones protestantes próximas. Reanimado un instante por tan feliz hallazgo, ordené a los accas que recorrieran todo el territorio en diversas direcciones, para ver si se encontraba en él algún hombre blanco; y fue tal mi fortuna, que a las dos horas poco más volvió el rey Bazungu acompañado de un blanco, al que seguían varios hombres armados de fusiles. Era mi visitante un Hércules por lo recio y musculoso de su constitución, y bajo su mirada dura e impasible parecía ocultar un alma bondadosa, puesto que instintivamente inspiraba confianza y simpatía, y el instinto rara vez se equivoca en su primer movimiento. A mis saludos y preguntas en su lengua, respondió ser, en efecto, el dueño del libro extraviado, y venir a ruego de los accas, sin comprender apenas lo que éstos habían querido decirle. Viéndome postrado en el suelo, abatido por la fiebre, se felicitaba del encuentro y se ofrecía amistosamente para cuanto fuese menester. Yo le declaré que me hallaba a las puertas de la muerte (cosa que él claramente veía sin que yo se lo dijera); pero que mi naturaleza era tan dura y vigorosa, que, si pudiera tomar algunas dosis de quinina, aún podría ser que levantara la cabeza. El misionero se apresuró a contestarme que tenía establecido a corta distancia un gran tembé donde había todo género de provisiones y artículos de comercio, y que no tendría inconveniente en abastecerme de todo cuanto yo necesitara a cambio de marfil. Y diciendo esto no apartaba sus ojos del montón de dientes de elefante, como si se extrañara de ver junta y en poder de un solo hombre y en estos parajes, trillados por los mercaderes árabes, tan asombrosa colección. Yo accedí de buen grado a la permuta propuesta, y en la tarde de aquel día, la mitad y un poco más de mi caudal, hasta un millar de defensas, había pasado a poder del misionero o comerciante, a cambio de un paquetito de quinina, seis botellas de coñac, tres piezas de tela de colores muy subidos, y un vestido, ya usado, con el que pude cubrir mi desnudez.

El misionero o comerciante siguió viniendo todos los días, pues esperaba el regreso de dos de sus hombres para levantar el tembé y dirigirse a la costa, no sé si por el Uganda o si por el Caragüé. Por él supe que me encontraba cerca del Mpororo, no muy lejos del riachuelo de este nombre y del lugar donde me separé de la caravana de Uledi, que la cuenca del Nguezi era a la sazón el punto donde confluían las esferas de influencia del Estado libre del Congo, Alemania e Inglaterra, y que existían ya muchos establecimientos europeos en el África Central. En estas conversaciones, el misionero o comerciante me manifestó su extrañeza ante la imprevisión e insensatez con que yo me había arrojado, solo y sin defensa, en el centro del Continente africano, entre pueblos tan salvajes y tan poco respetuosos de la vida de los europeos.

—Aunque mi proceder fuera tan insensato como os parece —le contesté con cierta arrogancia (pues con el empleo de la quinina iba poco a poco recuperando mis fuerzas)—, yo no sabría seguir otro más prudente, porque, aunque indigno, soy descendiente de aquellos conquistadores españoles que jamás volvieron la vista atrás para examinar los peligros vencidos, ni precavieron la imposibilidad de vencer los que se presentasen, ni pensaron en asegurar la retirada, siendo, como era, su idea única, avanzar siempre, si la muerte no les obligara a caer. Justo será que los mercaderes, que no buscan más que la ganancia material, cuiden de salir a salvo con la vida, sin la que sería poco apetitosa la riqueza; pero el héroe del ideal debe huir de esas soluciones prosaicas, no mirar más que de frente, concebir una empresa de tal modo ligada con su vida, que o ambas sean glorificadas en la victoria, o perezcan juntas en el vencimiento.

El misionero o comerciante se sorprendió de que yo fuera español; porque, fundándose en cierto aire desdeñoso con que yo le había mirado al devolverle la Biblia, me había tomado por católico irlandés; y acaso este error suyo contribuyera, en gran parte, a que con tanta habilidad y prontitud me extrajese los mil dientes de elefante. A su juicio, mis ideas eran fantásticas y disparatadas, e impropias de nuestro tiempo. —Nadie duda —me decía— de la utilidad de las misiones para la conquista y civilización de los pueblos africanos; pero ¿quién sería el osado que intentase predicar a estos salvajes sin contar con el apoyo de la fuerza? Si nos confiásemos al amparo exclusivo de la palabra divina, la conversión de cada negro, aun excluidos los antropófagos, costaría la vida a media docena de predicadores.

—Aunque así fuese —le replicaba yo—, aunque hubiera que lamentar la pérdida de tantas vidas humanas, no vacilaría en darlas, y las daría gustoso, en cambio de las del último y más despreciable antropófago, sacrificado en nombre de la civilización. En el apostolado hay que atender a la redención de los miserables, pero no olvidar la dignificación de los apóstoles: el martirio de un millón de misioneros no rebaja, mucho más que ya lo está, la condición de los salvajes, mientras que la muerte de uno solo de éstos destruye en absoluto la base misma de la civilización que se intenta inculcarles. Al enseñar, son dos los que deben levantan el espíritu a las alturas; cabe aún que, por rebeldía del inferior, sea uno solo; pero que aquel que blasone de apóstol y se lance resueltamente a la predicación de su fe, cuide más de probarla con su propio sacrificio que con la conquista de gran número de adeptos, y no espere que éstos sean leales si los ha catequizado desde una fortaleza. Hasta los hombres más salvajes saben adorar el ideal cuando lo ven simbolizado en el sacrificio de otros hombres que, pudiendo emplear la fuerza, se ofrecen en holocausto por la humana fraternidad. Si nuestro ideal no nos inspira el sacrificio de nuestra vida, no es digno ya de que nos molestemos en propagarlo o imponerlo a los demás hombres; y si no es tan puro que se acomoda a aliarse con vulgares intereses, vale más prescindir de él y no deshonrarlo aún más con los crímenes cometidos por la ambición de la riqueza o del poder. ¿Quién será tan menguado que se imagine a Jesús explicando alguna de sus admirables parábolas, y sacando luego un variado surtido de baratijas para venderlas a buen precio a sus oyentes? Y ¿quién hubiera depositado su fe en Jesús si, luchando contra sus enemigos o salvándose con sus parciales, hubiera rehuido la gran prueba que, engrandeciéndole a él, ennoblecía al resto de la humanidad? ¡Grave error es creer que los triunfos parciales conduzcan al triunfo final, porque es ley eterna que la victoria definitiva sea siempre de los vencidos!

Con estos y otros discursos pasábamos el tiempo; y si bien yo no lograba convencer a mi interlocutor, me hacía respetar más de los accas, asombrados de oírme hablar en una lengua que ellos no comprendían. Algunos días transcurrieron sin que el misionero o comerciante me hiciera su visita acostumbrada, y yo supuse que estaría muy ocupado en la organización de su caravana; nunca pudo ocurrírseme que la fatalidad le tuviera predestinado para un fin tan trágico como el que tuvo. Mis accas recorrían con frecuencia las colinas y bosques inmediatos a nuestro punto de parada con objeto de recoger o comprar víveres; y un día, de vuelta de una larga expedición, me trajeron la terrible e inesperada noticia: unas bandas salvajes, establecidas recientemente en el país, habían sorprendido en los alrededores de Quiquere al hombre blanco y a algunos servidores que le acompañaban en su excursión, y los habían hecho prisioneros; las gentes de la comitiva habían sido libertadas por su cualidad de indígenas, y bajo promesa de entregar varios fusiles y cierta cantidad de pólvora; pero el jefe había sido decapitado después de sufrir grandes torturas, y su cuerpo había servido para celebrar un gran festín.

Según parece, algunas tribus del Niam-Niam, acosadas por el hambre o por otras tribus enemigas, habían abandonado su territorio e invadido la región situada al Sur de la Ecuatoria, donde todo lo asolaban con sus correrías. Una de estas bandas de Niam-Niam había descendido hasta las inmediaciones del lago Nguezi, más que por propia decisión, empujada por los habitantes de los territorios invadidos, y acampaba cerca de Quiquere, cuando, mis accas acertaron a alargarse hasta allí a tiempo de presenciar, escondidos en el bosque, la horrible matanza y el banquete antropofágico de los salvajes. Cuando los accas me describieron la angustiosa escena, imitando con sus gestos, mohines y contorsiones la rabia impotente y la desesperada agonía de la víctima, el crispamiento amenazador de sus brazos atléticos, su mirada suprema a los cielos impasibles, sentí profunda piedad por el misionero o comerciante, y me apresuré a levantar el campo antes que se nos echasen encima tan famélicos huéspedes. Carne, a decir verdad, yo no tenía ninguna, pues más que hombre era una momia, y podía confiar en que los antropófagos me despreciarían y no intentarían roerme los huesos; mas los accas habían entrado también en tierra de miedo, y deseaban huir de aquellos parajes, y yo aproveché tan buenas disposiciones para proseguir mi penosa marcha hacia la ansiada liberación.

Mi deseo hubiera sido dirigirme a pie hasta Yambuya, importante estación en el Aruvimi, vender el marfil que me quedaba, despedir a los accas, aconsejándoles que volviesen a Banga, y dándoles en especies algún socorro para el camino hasta el Nguezi y tomar yo la vía fluvial hasta Boma, donde me embarcaría para las Canarias. Pero la presencia en el territorio del Estado libre congolés de los bandidos de Niam-Niam me hizo cambiar de ideas y de rumbo y emprender la marcha hacia el Ujiji, con ánimo de establecerme en los alrededores del Tanganyica, hasta que, completamente restablecido, pudiera continuar el viaje a Zanzíbar.

La impresión que me produjo el relato mímico de los enanos, unida a los recargos de la fiebre y a las penalidades de nuestra precipitada marcha, influyó, sin embargo, tan desastrosamente sobre mí, que desde entonces no acerté a darme cuenta del camino que seguíamos, ni puede decirse que estuviera en mi juicio cabal; no recuerdo ninguno de los mil incidentes que debieron ocurrirnos desde el día que abandonamos nuestro campamento del Nguezi, hasta aquel en que volví a mi estado normal y me encontré en Santa Cruz de Tenerife, en un sanatorio o casa de salud destinada especialmente a asistir a los enfermos de fiebres africanas, que antes de volver a Europa desean restaurarse un poco con ayuda del suave clima de Canarias.

Sólo he llegado a reconstruir de una manera vaga el tipo de un etnólogo alemán, de perfil judaico, con quien me reuní en el Ujiji y por cuya mediación vendí las pocas defensas de elefante que se habían librado de los saqueos de que fuimos víctimas por parte de los pueblos del camino, los cuales no permiten el paso si no se les paga un derecho de peaje, tanto más fuerte cuanto más débil es el viajero. Asimismo creo recordar que en una misión establecida al Sur del Ufipa me incorporé a una expedición, a cuyo frente venía un hidalgo capitán de la marina portuguesa, y cuyo objeto era explorar el África Central, desde Mozambique a San Pablo de Loanda, pasando por el Nyanza, por el lago Tanganyica y por Cazongo. A ambos providenciales encuentros soy deudor, sin duda, de haber escapado con vida de tan largas y arriesgadas peregrinaciones. Ni olvidaré tampoco mencionar el movimiento de terror que se apoderó de mí cuando, al recuperar mi juicio, vi distintamente los primeros hombres blancos, en quienes mis ojos, hechos ya a la vista de los africanos, creían descubrir cadáveres moviéndose como sombras.

Una vez que me encontré con fuerzas para moverme, sin esperar más me embarqué con destino a España, deseoso de volver al seno de mi familia, que debía darme ya por muerto después de tantos años de ausencia. Mi pensamiento no cesaba de formar conjeturas, y a veces mi corazón se angustiaba con tristes presentimientos; pero no quise hacer preguntas ni averiguaciones, sino verlo todo por mis propios ojos, presentándome de improviso por las puertas de mi casa. Y quizás si me hubiese estado en Canarias hasta recibir noticias de los míos, y hubiera sabido allí el cruel desencanto que me aguardaba, en vez de seguir hasta Europa, regresara a África a morir entre mi familia negra, en la que volvía a concentrar mi cariño al faltarme la de mi primer amor. La noticia de mi desaparición y de mi muerte, desfigurada al principio y confirmada después por varios conductos fidedignos, había costado la vida a mi padre, que se culpaba a sí mismo de lo ocurrido por el empeño con que me había apartado de la casa y lanzado involuntariamente en mi peligrosa vida aventurera; y poco después a mi madre, herida en su más entrañable afecto. Sólo sobrevivía mi hermana menor y única, y aun ésta había sufrido todo género de infortunios. Casada con un agente de Bolsa de Madrid, su marido, después de gastarle todo cuanto mis padres la habían dejado, se había comprometido hasta el extremo de tener que suicidarse por salvar siquiera el buen nombre; y mi hermana había quedado en la miseria con una hija de pocos años, continuaba viviendo en Madrid, sola con sus apuros y sus amarguras.

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