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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, #filosofía

La conquista de la felicidad (22 page)

BOOK: La conquista de la felicidad
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En el caso de cualquier persona, hombre o mujer, que tenga que trabajar para ganarse la vida, la necesidad de esforzarse en este aspecto es tan obvia que no hay ni que hablar de ella. Es cierto que un faquir indio puede ganarse la vida sin esfuerzo, con solo presentar un cuenco para que los creyentes echen limosnas, pero en los países occidentales las autoridades no ven con buenos ojos este método de obtener ingresos. Además, el clima lo hace menos agradable que en países más cálidos y secos; en invierno, desde luego, pocas personas son tan perezosas que prefieran no hacer nada al aire libre a trabajar en recintos calientes. Así pues, en Occidente la resignación sola no es un buen camino para hacer fortuna.

La mayoría de los habitantes de los países occidentales necesita para ser feliz algo más que cubrir sus necesidades básicas; desean sentir que tienen éxito. En algunas profesiones, como por ejemplo la investigación científica, esta sensación está al alcance de personas que no ganan un gran sueldo, pero en la mayoría de las profesiones el éxito se mide por los ingresos. Y aquí tocamos un asunto en el que en la mayoría de los casos es conveniente algo de resignación, ya que en un mundo competitivo el éxito manifiesto solo es posible para una minoría.

El matrimonio es una cuestión en que el esfuerzo puede ser necesario o no, según las circunstancias. Cuando un sexo está en minoría, como ocurre con los hombres en Inglaterra y con las mujeres en Australia, los miembros de ese sexo no suelen tener que hacer muchos esfuerzos para casarse si lo desean. En cambio, a los miembros del sexo mayoritario les ocurre lo contrario. Basta con estudiar los anuncios de las revistas femeninas para darse cuenta de la cantidad de energía y pensamiento que gastan en este sentido las mujeres de los países en que son mayoría. Cuando son los hombres los que están en mayoría, suelen adoptar métodos más expeditivos, como la habilidad con el revólver. Esto es natural, ya que las poblaciones mayoritariamente masculinas suelen darse en las fronteras de la civilización. No sé qué harían los ingleses si una epidemia selectiva dejara en Inglaterra una mayoría de hombres; puede que tuvieran que recuperar la galantería de épocas pasadas.

La cantidad de esfuerzo que requiere la buena crianza de los hijos es tan evidente que no creo que nadie la niegue. Los países que creen en la resignación y en el mal llamado concepto «espiritual» de la vida son países con una gran mortalidad infantil. La medicina, la higiene, la asepsia, la dieta sana, son cosas que no se consiguen sin preocupaciones mundanas; requieren energía e inteligencia aplicadas al entorno material. Los que creen que la materia es una ilusión pueden pensar lo mismo de la suciedad, y con ello causar la muerte a sus hijos.

Hablando en términos más generales, se podría decir que es normal y legítimo que toda persona cuyos deseos naturales no estén atrofiados aspire a algún tipo de poder. El tipo de poder que desea cada uno depende de sus pasiones predominantes; unos desean poder sobre las acciones de los demás, otros desean poder sobre sus pensamientos y otros sobre sus emociones. Algunos desean cambiar el entorno material, otros desean la sensación de poder que se deriva de la superioridad intelectual. Toda clase de trabajo público conlleva el deseo de algún tipo de poder, a menos que se haga pensando únicamente en hacerse rico mediante la corrupción. El hombre que actúa movido por el puro sufrimiento altruista que le provoca el espectáculo de la miseria humana, si dicho sufrimiento es genuino, deseará poder para aliviar la miseria. Las únicas personas totalmente indiferentes al poder son las que sienten completa indiferencia hacia el prójimo. Así pues, hay que aceptar que desear alguna forma de poder es algo natural en las personas capaces de formar parte de una comunidad sana. Y todo deseo de poder conlleva, mientras no se frustre, una forma correspondiente de esfuerzo. Para la mentalidad occidental, esta conclusión puede parecer una perogrullada, pero no son pocos los occidentales que coquetean con lo que se llama «la sabiduría de Oriente», precisamente cuando Oriente la está abandonando. Es posible que a ellos les parezca discutible lo que decimos, y si es así valía la pena decirlo.

Sin embargo, la resignación también desempeña un papel en la conquista de la felicidad, y es un papel tan imprescindible como el del esfuerzo. El sabio, aunque no se quede parado ante las desgracias evitables, no malgastará tiempo ni emociones con las inevitables, e incluso aguantará algunas de las evitables si para evitarlas se necesitan un tiempo y una energía que él prefiere dedicar a fines más importantes. Mucha gente se impacienta o se enfurece ante el más mínimo contratiempo, y de este modo malgasta una gran cantidad de energía que podría emplear en cosas más útiles. Incluso cuando uno está embarcado en asuntos verdaderamente importantes, no es prudente comprometerse emocionalmente hasta el punto de que la sola idea de un posible fracaso se convierta en una constante amenaza para la paz mental. El cristianismo predicaba el sometimiento a la voluntad de Dios, y hasta los que no acepten esta terminología deberían tener presente algo parecido en todas sus actividades. La eficiencia en una tarea práctica no es proporcional a la emoción que ponemos en ella; de hecho, la emoción es muchas veces un obstáculo para la eficiencia. La actitud más conveniente es hacerlo lo mejor posible, pero contando con los hados. Existen dos clases de resignación: una se basa en la desesperación y la otra en una esperanza inalcanzable. La primera es mala, la segunda es buena. El que ha sufrido una derrota tan terrible que ha perdido toda esperanza de lograr algo bueno, puede aprender la resignación de la desesperación, y al hacerlo abandonará toda actividad seria. Puede disfrazar su desesperación con frases religiosas, o diciendo que la contemplación es el fin natural del hombre, pero por muchos disfraces que utilice para ocultar su derrota interior, seguirá siendo una persona inútil y profundamente desdichada. En cambio, la persona cuya resignación se basa en una esperanza inalcanzable actúa de manera muy diferente. Para que dicha esperanza sea inalcanzable, tiene que ser algo grande y no personal. Sean cuales fueren mis actividades personales, puedo ser derrotado por la muerte, o por ciertas enfermedades; puedo ser vencido por mis enemigos; puedo descubrir que he seguido un camino equivocado que no puede conducir al éxito. Las esperanzas puramente personales pueden fracasar de mil maneras diferentes, todas inevitables; pero si los objetivos personales formaban parte de un proyecto más amplio, que afecte a la humanidad, la derrota no es tan completa cuando se fracasa. El hombre de ciencia que desea hacer grandes descubrimientos puede que no lo consiga, o puede que tenga que dejar su trabajo a causa de un golpe en la cabeza, pero si su mayor deseo es el progreso de la ciencia y no solo su contribución personal a dicho objetivo, no sentirá la misma desesperación que sentiría un hombre cuyas investigaciones tuvieran motivos puramente egoístas. El hombre que trabaja a favor de una reforma muy necesaria puede encontrarse con que una guerra deja todos sus esfuerzos en vía muerta, y puede verse obligado a asumir que la causa por la que trabajó no se hará realidad en lo que le queda de vida. Pero si lo que le interesa es el futuro de la humanidad y no su propia participación en él, no por eso se hundirá en la desesperación absoluta.

En los casos que hemos considerado, la resignación es muy difícil; pero hay muchos otros en los que resulta mucho más fácil. Me refiero a casos en que solo salen mal cuestiones secundarias, mientras los asuntos importantes de la vida siguen ofreciendo perspectivas de éxito. Por ejemplo, un hombre que esté trabajando en un proyecto importante y se deja distraer por sus problemas matrimoniales porque le falla el tipo adecuado de resignación. Si su trabajo es verdaderamente absorbente, debería considerar estos problemas circunstanciales como se considera un día de lluvia; es decir, como una molestia por la que sería de tontos armar un alboroto.

Hay personas que son incapaces de sobrellevar con paciencia los pequeños contratiempos que constituyen, si se lo permitimos, una parte muy grande de la vida. Se enfurecen cuando pierden un tren, sufren ataques de rabia si la comida está mal cocinada, se hunden en la desesperación si la chimenea no tira bien y claman venganza contra todo el sistema industrial cuando la ropa tarda en llegar de la lavandería. Con la energía que estas personas gastan en problemas triviales, si se empleara bien, se podrían hacer y deshacer imperios. El sabio no se fija en el polvo que la sirvienta no ha limpiado, en la patata que el cocinero no ha cocido, ni en el hollín que el deshollinador no ha deshollinado. No quiero decir que no tome medidas para remediar estas cuestiones, si tiene tiempo para ello; lo que digo es que se enfrenta a ellas sin emoción. La preocupación, la impaciencia y la irritación son emociones que no sirven para nada. Los que las sienten con mucha fuerza pueden decir que son incapaces de dominarlas, y no estoy seguro de que se puedan dominar si no es con esa resignación fundamental de que hablábamos antes. Ese mismo tipo de concentración en grandes proyectos no personales, que permite sobrellevar el fracaso personal en el trabajo o los problemas de un matrimonio desdichado, sirve también para ser paciente cuando perdemos un tren o se nos cae el paraguas en el barro. Si uno tiene un carácter irritable, no creo que pueda curarse de ningún otro modo.

El que ha conseguido liberarse de la tiranía de las preocupaciones descubre que la vida es mucho más alegre que cuando estaba perpetuamente irritado. Las idiosincrasias personales de sus conocidos, que antes le sacaban de quicio, ahora parecen simplemente graciosas. Si Fulano está contando por trescientas cuarenta y siete vez la anécdota del obispo de la Tierra del Fuego, se divertirá tomando nota de la cifra y no intentará en vano acallarle con una anécdota propia. Si se le rompe el cordón del zapato justo cuando tiene que correr para tomar el tren de la mañana, pensará, después de soltar los tacos pertinentes, que el incidente en cuestión no tiene demasiada importancia en la historia del cosmos. Si un vecino pesado le interrumpe cuando está a punto de proponerle matrimonio a una chica, pensará que a toda la humanidad le han ocurrido desastres semejantes, exceptuando a Adán, e incluso él tuvo sus problemas. No hay límites a lo que se puede hacer para consolarse de los pequeños contratiempos mediante extrañas analogías y curiosos paralelismos. Yo creo que toda persona civilizada, hombre o mujer, tiene una imagen de sí misma y se molesta cuando ocurre algo que parece estropear esa imagen. El mejor remedio consiste en no tener una sola imagen, sino toda una galería, y seleccionar la más adecuada para el incidente en cuestión. Si algunos de los retratos son un poco ridículos, tanto mejor; no es prudente verse todo el tiempo como un héroe de tragedia clásica. Tampoco recomiendo que uno se vea siempre a sí mismo como un payaso de comedia, porque los que hacen esto resultan aún más irritantes; se necesita un poco de tacto para elegir un papel adecuado a la situación. Por supuesto, si uno es
capaz
de olvidarse de sí mismo y no representar ningún papel, me parece admirable. Pero si estamos acostumbrados a representar papeles, más vale hacerse un repertorio para así evitar la monotonía.

Muchas personas activas opinan que la más mínima pizca de resignación, la más ligera chispa de humor, destruirían la energía con que hacen su trabajo y la determinación gracias a la cual —según creen ellos— consiguen sus éxitos. En mi opinión, están equivocadas. Los trabajos que valen la pena pueden hacerlos también personas que no se engañen respecto a su importancia ni a la facilidad con que se pueden hacer. Los que necesitan engañarse a sí mismos para hacer su trabajo deberían hacer un cursillo previo para aprender a afrontar la verdad antes de continuar con su carrera, porque tarde o temprano la necesidad de apoyarse en mitos hará que su trabajo se vuelva perjudicial en vez de ser beneficioso. Mejor es no hacer nada que hacer daño. El tiempo dedicado a aprender a apreciar los hechos no es tiempo perdido, y el trabajo que se haga después tendrá menos probabilidades de resultar perjudicial que el trabajo que hacen los que necesitan inflar constantemente su ego para estimular su energía. Se necesita cierta resignación para atreverse a afrontar la verdad sobre uno mismo; este tipo de resignación puede causar dolor en los primeros momentos, pero a largo plazo protege —de hecho, es la única protección posible— contra las decepciones y desilusiones a que se expone quien se engaña a sí mismo. A la larga, no hay nada tan fatigoso y tan exasperante como esforzarse día tras día en creer cosas que cada día resultan más increíbles. Librarse de ese esfuerzo es una condición indispensable para la felicidad segura y duradera.

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El hombre feliz

La felicidad, esto es evidente, depende en parte de circunstancias externas y en parte de uno mismo. En este libro nos hemos ocupado de la parte que depende de uno mismo, y hemos llegado a la conclusión de que, en lo referente a esta parte, la receta de la felicidad es muy sencilla. Muchos opinan —y entre ellos creo que debemos incluir al señor Krutch, de quien hablamos en el Capítulo 2— que la felicidad es imposible sin creencias más o menos religiosas. Muchas personas que son desdichadas creen que sus pesares tienen causas complicadas y sumamente intelectualizadas. Yo no creo que esas cosas sean auténticas causas de felicidad ni de infelicidad; creo que son solo síntomas. Por regla general, la persona desgraciada tiende a adoptar un credo desgraciado, y la persona feliz adopta un credo feliz; cada uno atribuye su felicidad o su desdicha a sus creencias, cuando ocurre justamente al revés. Hay ciertas cosas que son indispensables para la felicidad de la mayoría de las personas, pero se trata de cosas simples: comida y cobijo, salud, amor, un trabajo satisfactorio y el respeto de los allegados. Para algunas personas también es imprescindible tener hijos. Cuando faltan estas cosas, solo las personas excepcionales pueden alcanzar la felicidad; pero si se tienen o se pueden obtener mediante un esfuerzo bien dirigido, el que sigue siendo desgraciado es porque padece algún desajuste psicológico que, si es muy grave, puede requerir los servicios de un psiquiatra, pero que en los casos normales puede curárselo el propio paciente, con tal de que aborde la cuestión de la manera correcta. Cuando las circunstancias exteriores no son decididamente adversas, la felicidad debería estar al alcance de cualquiera, siempre que las pasiones e intereses se dirijan hacia fuera, y no hacia dentro. Por tanto, deberíamos proponernos, tanto en la educación como en nuestros intentos de adaptarnos al mundo, evitar las pasiones egocéntricas y adquirir afectos e intereses que impidan que nuestros pensamientos giren perpetuamente en torno a nosotros mismos. Casi nadie es capaz de ser feliz en una cárcel, y las pasiones que nos encierran en nosotros mismos constituyen uno de los peores tipos de cárcel. Las más comunes de estas pasiones son el miedo, la envidia, el sentimiento de pecado, la autocompasión y la autoadmiración. En todas ellas, nuestros deseos se centran en nosotros mismos: no existe auténtico interés por el mundo exterior, solo la preocupación de que pueda hacernos daño o deje de alimentar nuestro ego. El miedo es la principal razón de que la gente se resista a admitir los hechos y esté tan dispuesta a envolverse en un cálido abrigo de mitos. Pero las espinas desgarran el abrigo y por los desgarrones penetran ráfagas de viento frío, y el que se había acostumbrado a estar abrigado sufre mucho más que el que se ha endurecido habituándose al frío. Además, los que se engañan a sí mismos suelen saber en el fondo que se están engañando, y viven en un estado de aprensión, temiendo que algún acontecimiento funesto les obligue a aceptar realidades desagradables.

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