Read La conjura Online

Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

La conjura (50 page)

BOOK: La conjura
7.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Greenbill me miraba a mí, y Dogmill, a Hertcomb. Hertcomb se miraba los zapatos.

Finalmente, Dogmill dejó escapar un suspiro.

—Maldito sinvergüenza. Os diré lo que queráis, pero sabed que no os servirá de nada. Si queréis utilizar esa información en mi contra, no os servirá de nada, pues el testimonio de una sola persona no tiene validez ante un tribunal, y en el caso de un hombre como vos, es lo mismo que nada.

—Tal vez —dije, volviendo a tomar asiento—, pero eso es asunto mío, no vuestro. Solo deseo saber qué tenéis que decir en relación a Walter Yate. Tenéis mi palabra de que si me habláis abierta y sinceramente, veréis a vuestra hermana regresar sana y salva esta misma noche.

Al final, Dogmill se sentó, y Hertcomb lo imitó tímidamente. Greenbill, por su parte, siguió apostado ante la puerta, con la expresión de un ganso que espera la llegada de la natividad cristiana.

—Hicisteis que vuestro amigo Billy matara a Walter Yate —dije para empezar—. ¿No es así?

Él sonrió débilmente.

—¿De dónde habéis sacado una idea semejante?

Yo le devolví la sonrisa.

—De Billy. Hace unas noches, lo derribé, fingí acento irlandés y le hice un par de preguntillas. Se mostró de lo más complaciente.

—No me interesa lo que diga ese matón —terció Hertcomb—. Podéis estar seguro de que los caballeros no participan en asesinatos y engaños. Eso corresponde a los que son como vos.

—Si estáis alterado, Hertcomb, os diré que lamento haber herido vuestro tierno corazón, pero vuestro corazón no tiene nada que ver con esto. Los caballeros son criaturas mucho más bestiales de lo que vos pensáis.

Dogmill, por su parte, miraba a Greenbill con expresión furibunda. Yo sabía perfectamente lo que estaba pasando por su cabeza de whig. ¿Por qué Greenbill no le había dicho nada de aquel interrogatorio nocturno? Al no hacerlo, le había puesto en peligro. Sin duda, no le ofrecería a Billy ninguna protección.

—Ignoro lo que ese canalla os ha dicho, pero os aseguro que poco tuve que ver con el fallecimiento de Yate. Es cierto que me estaba causando problemas, pero yo solo le pedí a Billy que le cerrara la boca. Jamás especifiqué cómo debía hacerlo.

—Sin duda, sabíais que el asesinato era una de las formas.

—Jamás lo pensé. Ni lo sabía ni me importaba, y francamente, sigue sin importarme. No entiendo que a vos os interese.

—Tengo mis motivos, os lo aseguro. ¿Me estáis diciendo que Billy jamás os contó sus acciones?

—Hablamos de ello. ¿Qué os importa eso? ¿Es que esperáis confundir a la gente con una historia que nadie va a creer? ¿Acaso imagináis que si no conseguís sacarme dinero por mi hermana conseguiréis que pague para evitar un escándalo? Sí eso es lo que pensáis es que no me conocéis.

—Os conozco tanto como deseo —dije—. Solo quiero conocer vuestros motivos. ¿Por qué hicisteis que mataran a Yate?

—Le dije a Billy que lo quitara de mi vista —me corrigió— porque ese tipo era un estorbo y un alborotador. Él y su agrupación de trabajadores, con sus ideas liberales, eran demasiado peligrosos para mi negocio.

—Vamos. ¿No había cierto asunto que Yate conocía sobre un espía jacobita entre los whigs?

Por una vez, me pareció realmente sorprendido.

—¿De dónde habéis sacado eso?

—Vuestro problema, Dogmill, es que no tenéis ninguna consideración por los trabajadores. Los tenéis poco más que como bestias: los dirigís, torturáis y exprimís. Pero, a diferencia de las bestias, estos hombres tienen el don de la palabra, y hablan libremente. Cuando uno los escucha puede aprender muchas cosas.

—Tal vez, pero no pienso escuchar la palabrería igualitarista de un secuestrador de mujeres.

—Prefiero verme como un redistribuidor de riqueza —dije disfrutando enormemente de mi papel—. Pero habéis eludido la pregunta. ¿Creíais que Yate conocía la presencia de un espía jacobita?

—Vino a verme y me lo dijo; quería que le diera dinero a cambio del nombre. En otras palabras, no era más que un vil extorsionista, como vos.

—¿Llegasteis a un acuerdo con el señor Yate?

—Por supuesto que no. No trato con hombres que recurren a la extorsión.

—¿No? ¿Ni siquiera cuando se trata de vuestros hombres? ¿No hicisteis que el señor Greenbill mandara notas amenazadoras a un cura llamado Ufford?

Dogmill y Greenbill intercambiaron una mirada.

—Estáis muy bien informado —me dijo Dogmill—, aunque no acierto a imaginar de qué os puede servir esa información a vos. Hice que mandara una o dos notas a ese cura jacobita metomentodo. ¿Y qué?

—Sobre ese particular, no necesitáis preocuparos. Pero volvamos sobre el asunto del conspirador jacobita. ¿Os conformasteis con no descubrir jamás su identidad?

—No creí que Yate supiera nada. Solo quería sacarme dinero.

—Pero hicisteis que lo asesinaran.

—Eso depende de cómo lo interpretéis. Si mandase a un hombre a buscar una nueva cajita de rapé, ¿me pediríais cuentas si el hombre matara a un inocente para robar lo que yo le había mandado a comprar? Bien, ya me habéis preguntado, ahora preguntaré yo. ¿Cuándo veré a mi hermana?

No dije nada.

Él dio un paso al frente.

—Escuchadme bien. Yo he cedido; ahora vos debéis decirme lo que yo quiero saber. ¿Cuándo veré a mi hermana?

Sin duda tardé mucho en contestar, porque Dogmill golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Esto es demasiado —dijo—. Si pensáis que voy a dejaros salir de aquí con la esperanza de que me devolváis a mi hermana, estáis muy equivocado. Pensaba sacaros la información a golpes, pero no puedo arriesgarme a algo tan brutal, así que en vez de eso iremos a ver al magistrado. Descubriréis que vais a ganar muy poco guardando silencio.

—Tal vez —dije yo alegremente—. Pero ¿bajo qué cargos pensáis llevarme ante el magistrado? No podéis demostrar que le haya hecho nada a vuestra hermana.

—Tengo estas cartas —dijo él dejándolas con un golpe sobre la mesa.

Pensé que había llegado el momento de poner las cartas al descubierto.

—Esas cartas revelan mucho menos y mucho más de lo que imagináis. —Las cogí y se las mostré a Dogmill—. Examinadlas una vez más, por favor. Confío en que si las miráis las cuatro juntas, veréis algo en lo que no habíais reparado con anterioridad.

Dogmill las miró, luego Hertcomb. Ambos menearon la cabeza. No veían nada.

—Tal vez hice el trabajo mejor de lo que pensaba —dije—. Fijaos en la letra.

Y entonces los ojos de Dogmill se abrieron mucho. Miró una hoja, otra, hasta que hubo examinado las cuatro.

—Están escritas por la misma persona. Está bien disimulado, pero es la misma letra.

—En realidad —dije—, yo escribí las cartas. Son una invención. Los caballeros con los que deseabais contactar jamás recibieron vuestras cartas.

—Tonterías —dijo Dogmill tartamudeando—. El señor Gregor dará fe de ello.

Elias se levantó y se acercó a mí… sin duda para evitar que Dogmill le pegara.

—El señor Gregor —explicó— tampoco es lo que parece, y está aquí para dar fe de algo muy distinto. Así que, como veis, ya hay dos testigos de lo que se ha dicho. Estáis en una situación mucho más apurada de la que pensabais.

Sonreí a Dogmill.

—Vuestra adorable hermana tuvo la amabilidad de entregarme las cartas que escribisteis a vuestros contactos con Jamaica, y mi amigo Gordon tuvo la bondad de hacerse pasar por un jamaicano a quien no conocíais en persona. Por supuesto, la señorita Dogmill no ha sufrido ningún daño y nunca ha estado en peligro. No es mi víctima, sino mi cómplice. Le pedí que se ocultara durante unos días para que yo pudiera perpetrar este engaño. La encontraréis con su prima en Southampton Row. Podéis estar tranquilo, la señorita Dogmill desapareció voluntariamente y sin ser coaccionada. Su único deseo era ayudarme en mis planes.

—¿Y por qué iba a hacer algo semejante?

—Porque me tiene mucho aprecio —dije.

—Le tiene aprecio a un impostor, aunque ignoro quién sois en realidad. ¿Un espía jacobita? ¿El que llaman Johnson?

Me reí.

—Nada tan notable, os lo aseguro.

—Entonces, decidme quién sois y qué queréis. Estoy cansado de este juego.

Así pues, me incliné ligeramente hacia delante, me quité el sombrero, luego la peluca y dejé que mis cabellos cayeran a mi espalda.

—Utilizasteis vuestra influencia para lograr que me condenaran injustamente. Ahora debo pediros que la utilicéis para que esa condena se retire.

Fue Greenbill quien me reconoció.

—Ya me pareció que os conocía de algo —dijo—. Es Weaver.

Dogmill se quedó boquiabierto.

—Weaver —repitió—. Os hemos tenido delante de las narices todo el tiempo. —Miró a Greenbill, volvió a mirarme a mí, y sonrió—. Bueno, tenéis un pequeño problema, Weaver. Veréis, si lo que buscabais eran pruebas que os exculparan, os falta un testigo, pues no podéis presentaros como testigo en un juicio contra vos mismo. Y el testimonio de vuestro amigo no os servirá de nada si no hay alguien que pueda corroborarlo. Vuestra palabra no cuenta, puesto que estáis implicado, así que hubierais hecho mejor en permanecer alejado de mí. Creo que resolveremos esto esta misma noche presentándonos ante el magistrado, recogiendo una bonita recompensa y olvidándonos de vos. Quizá hayáis seducido a mi hermana, pero sus simpatías no os salvarán de la horca.

Al llegar a este punto, la puerta se abrió y, como habíamos acordado, Mendes entró. No llevaba ningún arma en las manos, pero llevaba dos pistolas bien visibles en los bolsillos. La idea era que hiciera una entrada imponente, y con su mole y su fea cara es justo lo que consiguió.

—No —dijo Mendes—, pero mi palabra sí. He oído cuanto se ha dicho aquí y me temo que tenéis algunos problemas, Dogmill, pues ahora hay dos hombres que corroborarán el testimonio de Weaver, y ni todos los jurados whigs del mundo le negarían justicia.

No pude evitar una sonrisa tonta.

—Vuestra posición no es tan fuerte como pensabais.

—Mendes —escupió Dogmill—. Entonces, ¿todo esto no es más que un ardid de Jonathan Wild?

—El señor Wild no se queja, pero Weaver me pidió que me pasara por aquí y le he hecho un favor.

—Como veis, la situación ha cambiado un poco —dije—. Creo que tendréis un aspecto bastante lastimoso ante el tribunal cuando el señor Wild, cazador general de ladrones, haga salir a su mano derecha para que testifique contra vos.

—Es triste —comentó Mendes—, como en las tragedias del teatro. Una vez se descubra todo esto, el señor Melbury obtendrá la victoria.

Los labios de Greenbill temblaban, pues enseguida supo que él sería sacrificado por los caprichos de su amo.

—¡Malditos seáis! —exclamó—. Negociaré vuestros pescuezos con mis manos.

—Mira —dije—, empiezo a estar cansado de lo mal que hablas.

Él sonrió.

—Bueno, lo hago a propósito, ¿no? Así despisto a los que son como tú.

—No creo que me hayas despistado —dijo Mendes—. Como podrás comprobar cuando la palmes desagradablemente colgado de una soga.

—Aquí lo único desagradable que veo es tu culo, judío apestoso —dijo, y apuntó a Mendes con una pistola, dispuesto a eliminar a mis testigos. Hertcomb y Dogmill gritaron, y con razón (no conviene disparar un arma en un espacio tan reducido a menos que dé lo mismo a quién le aciertes), y Elias abrió la boca en un gesto de terror. A mi entender, a Greenbill le daba lo mismo, pero a los otros no, así que todos nos echamos al suelo… todos menos Mendes, que parecía completamente indiferente ante la perspectiva de acabar con una bala en el pecho. Sin embargo, el plomo, disparado con precipitación por una mano inestable, erró el blanco por completo y acabó tembloroso en la pared, donde hizo brotar polvo, humo y pedacitos de madera.

Todos suspiramos aliviados, pero aquel duelo aún no había terminado. Viendo que Greenbill había malgastado su oportunidad, Mendes sacó una pistola del bolsillo y devolvió el disparo, con mucho más acierto que su adversario. Greenbill trató de evitar el proyectil, pero Mendes tenía o más puntería o más suerte, y su víctima cayó al suelo. En unos segundos, un charco de sangre empezó a formarse alrededor de su cuello.

El hombre se llevó la mano a la herida.

—Ayudadme —jadeó—. Malditos seáis, llamad a un médico.

Por un momento todos permanecimos inmóviles, pues nadie en aquella estancia apreciaba excesivamente a Greenbill. Desde luego, a Mendes no podía haberle importado menos que un individuo que acababa de dispararle se fuera a reunir con sus padres; Dogmill sin duda pensaba que aquel matón le sería más útil muerto que vivo, y yo, por mi parte, creía que aquel sujeto tenía lo que merecía, ni más ni menos.

—¿Nadie va a ir a por un médico? —dijo Hertcomb finalmente.

—¿Para qué? —preguntó Dogmill—. Estará muerto antes de que le dé tiempo a llegar.

En estas Elias ya se había recobrado del susto.

—Yo soy médico —recordó, y corrió junto al caído.

—No. —Dogmill se interpuso entre Elias y Greenbill—. Ya habéis hecho bastante daño por una noche. Atrás.

—Es médico —dijo Mendes con cierto hastío—. No está mintiendo. Dejadle hacer.

—Ya me imagino que no miente —dijo Dogmill—, pero tendrá que pasar por encima de mi cadáver para ayudar a ese hombre.

Elias se volvió hacia mí, pero yo no me sentía muy inclinado a intervenir. Después de todo, aquello era otra prueba más en contra de Dogmill, y por lo que se refiere al estibador… bueno, como he dicho, no merecía nada mejor que lo que le había pasado.

Greenbill, que gemía de dolor, pareció darse cuenta de que Dogmill se interponía entre él y su única posibilidad de salvarse. Trató de decir algo pero no pudo, y su respiración empezó a sonar más débil. Durante tres o cuatro minutos, todos permanecimos en silencio, escuchando la respiración borboteante de Greenbill. Luego nada.

Es algo extraño dejar pasar el tiempo cuando uno espera la muerte de un hombre. Se me ocurrió ofrecerle consuelo. Atormentarlo en sus últimos momentos de vida y decirle que sabía que su mujer le era infiel me pareció desleal. Pero no dije nada y, cuando murió, pensé que tal vez no había sido tan malo como yo creía. Quizá era yo el malo, pues no había hecho nada por salvar su miserable vida.

—Me alegro de que esto se haya solucionado —dijo Dogmill, que obviamente no tenía los mismos pensamientos que yo.

BOOK: La conjura
7.96Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Custer at the Alamo by Gregory Urbach
The Story of My Wife by Milan Fust
Nobody's Slave by Tim Vicary
First Papers by Laura Z. Hobson
Answered Prayers by Truman Capote


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024