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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (56 page)

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U
NOS decorados sobre unos tablados fueron suficientes. La grisura, el barro, el hedor, las moscas, los mosquitos, las cucarachas, las ratas, el hambre, la angustia, la enfermedad, la muerte parecían haber desaparecido. Había vuelto el tiempo de soñar. Con los ojos desorbitados, con los descarnados cuerpos sacudidos por la risa o por el llanto, los emparedados vivos de la Ciudad de la Alegría recobraron las mil fantasías y los dramas del viejo cuento popular que había forjado su manera de ser. La epopeya del
Ramayana
era para la India lo que la
Leyenda áurea
, el
Cantar de Roldán
y la Biblia fueron para las muchedumbres que se agolpaban ante las catedrales. La compañía ambulante se había instalado durante tres meses con sus veinticinco actores y sus carros que rebosaban de tapices y de trajes, entre los dos grandes establos de búfalos, en el corazón del
slum
. La noticia se propagó de corralillo en corralillo como el anuncio de un benéfico monzón. Miles de personas se apresuraron a acudir. Niños que jamás habían visto un árbol, un pájaro o una cierva fueron a extasiarse ante el bosque de cartón en el que el apuesto príncipe Rama y su divina Sita conocerían la felicidad del amor antes de su cruel separación. Horas antes de la representación del primer cuadro, un mar de cabezas morenas y de velos abigarrados cubría ya la pequeña explanada que había ante el estrado. De los tejados más próximos colgaban racimos de espectadores. El público vibraba esperando los tres golpes que iban a anunciar el comienzo de la obra, impaciente de que sus héroes les arrancasen por espacio de unas horas de aquel pudridero, ansioso de volver a encontrar en las veinticinco mil estrofas del canto de su memoria nuevas razones para seguir viviendo y esperando.

El
Ramayana
, que según la tradición escribió un sabio al dictado de los dioses hace sin ningún género de dudas dos milenios y medio, empieza con una maravillosa historia de amor. El joven y apuesto Rama, el único de todos los príncipes que ha podido tensar el arco del dios Shiva, recibe como recompensa a la divina princesa Sita. Su padre desea ofrecer su trono a los jóvenes esposos, pero, cediendo por debilidad a una de sus favoritas, destierra a la joven pareja real a los bosques salvajes de la India central. Allí son atacados por unos demonios bandidos cuyo jefe, el terrible Ravana, experimenta una lúbrica pasión por Sita. Tras alejar a su marido por medio de una estratagema, el demonio consigue apoderarse de la princesa, a la que se lleva en su carro alado, tirado por dos asnos voladores carnívoros. La conduce a su isla fabulosa de Lanka —que no es otra que Ceilán— donde la encierra en su gineceo, tratando en vano de seducirla. Para reconquistar a su esposa, Rama concluye una alianza con el rey de los monos, que pone a su disposición a su general en jefe Hanuman, con todo el ejército de los monos, ayudado por bandas de ardillas. Dando un salto prodigioso por encima del mar, el general mono llega a Ceilán, descubre a la princesa cautiva, la tranquiliza y después de mil peripecias heroico-cómicas, vuelve para informar a Rama. Gracias al ejército de los monos, el príncipe consigue lanzar un puente sobre el mar e invade la isla. Entonces se entabla una terrible batalla contra los demonios. Finalmente, Rama en persona da muerte al odioso Ravana. Es el triunfo del bien sobre el mal. Sita, una vez liberada, aparece desbordante de júbilo. Pero todo se complica: Rama la repudia dolorosamente: «¿Qué hombre puede volver a aceptar en su hogar, dándole su amor, a una mujer que ha vivido en la casa de otro?», exclama. La irreprochable Sita, herida en lo más profundo de su corazón, manda preparar una hoguera y se arroja a las llamas. Pero la virtud no va a perecer en el fuego: las llamas respetan su cuerpo, demostrando su inocencia. Y todo termina en una apoteosis. Rama, conmovido, acepta por fin a su esposa y regresa triunfalmente con ella a su capital, donde será coronado en medio de inolvidables regocijos.

Los mendigos de la Ciudad de la Alegría conocían cada uno de los cuadros, cada escena, cada momento dramático de aquella inmensa epopeya. Seguían atentamente el trabajo de los actores, de los mimos, de los payasos, de los acróbatas; reían, lloraban, sufrían, se exaltaban con ellos; sentían sobre sus harapos el peso de sus disfraces, sobre sus chapadas mejillas el espesor de su maquillaje. Muchos incluso sabían palabra por palabra pasajes enteros del texto. En la India es posible ser «analfabeto» y conocer de memoria miles de estrofas épicas. El viejo Surya de la
tea shop
, los hijos de Mehbub y de Selima, los antiguos vecinos de Lambert, el carbonero de Fakir Bhagan Lane, Margareta y su prole, el apuesto Kalima y sus compañeros eunucos, el ex marido de Kerala y sus vecinos aborígenes, Bandona y sus hermanos y hermanas assameses, el padrino y sus esbirros, cientos de hindúes, de cristianos e incluso de musulmanes se apretujaban todas las noches al pie del mágico estrado. Entre los espectadores más fanáticos se encontraba siempre Hasari Pal. Lambert dirá: «Aquel hombre deshecho iba todas las noches a adquirir nuevas fuerzas al contacto de la obstinación ejemplar de Rama, del valor del general de los monos, de la virtud de Sita». Para Hasari, «aquellos héroes eran como troncos de árbol en medio de las aguas desencadenadas, ¡boyas a las que uno podía aferrarse!». Se acordaba de que, siendo aún muy niño, cuando su madre le llevaba a horcajadas sobre la cadera paseándose por encima de los caballones de los arrozales, oía que su madre canturreaba las aventuras míticas del general de los monos. Más tarde, cada vez que unos cuentistas o unos bardos pasaban por la aldea, su familia y todas las demás se reunían en la plaza para escuchar durante noches enteras los fantásticos relatos, siempre tan fértiles en peripecias, que desde hacía veinticinco siglos alimentaban las creencias de la India y daban una dimensión religiosa a su vida cotidiana. Ni un solo bebé en toda la inmensa península se dormía sin oír a su hermana mayor salmodiarle algunos episodios del gran poema, no había ni un solo juego infantil que no se inspirase en los enfrentamientos entre los buenos y los malos, ni un libro de escuela que no exaltara las hazañas de los héroes, ni una ceremonia de boda que no presentase como modelo las virtudes de fidelidad de Sita. Todos los años, varias grandes fiestas conmemoraban la victoria de Rama y las buenas acciones del rey de los monos. En Calcuta, miles de descargadores de los muelles, de
coolies
, de
rickshaw wallahs
, de obreros, de muertos de hambre se reunían cada tarde a orillas del Hooghly en torno a los cuentistas. Durante horas, sentados sobre los talones, con los ojos entornados, estos olvidados de la fortuna cambiaban su dura realidad por unos gramos de ensueño.

Por encima de la multitud que se apretujaba alrededor de los tablados, siempre sobresalía el cráneo un poco calvo de Paul Lambert. A pesar de sus dificultades para captar todas las sutilezas de la lengua, no se hubiera perdido una representación por nada del mundo. «Qué manera más maravillosa de descubrir la memoria de un pueblo», dirá. «El
Ramayana
es una enciclopedia viva. Allí, en el fondo de mi barrio de chabolas, bruscamente me remontaba en el tiempo. Los perfumes, los regalos, las armas, la vida cortesana, la música, las costumbres de los elefantes salvajes, los bosques de la India pronto no tuvieron ya ningún secreto para mí. Pero, sobre todo, esa gran epopeya popular era una introducción ideal para identificarse con la mentalidad de mis hermanos y meterme de un modo más completo dentro de mi nueva piel. Identificarme con su mentalidad quiere decir no pensar en el mar Rojo cuando se hablaba de cruzar el agua a pie seco, sino en el estrecho de Ceilán; no citar ya uno de nuestros milagros en apoyo de un hecho sobrenatural, sino la proeza del general-simio Hanuman al transportar el Himalaya en su mano para que la prisionera Sita pudiese oler el perfume de una flor; desear a una mujer que está a punto de dar a luz, que sea la madre de uno de los cinco Pandavas. Para entrar en la mentalidad de un pueblo hay que utilizar sus imágenes, sus mitos, sus creencias. Y lo mismo podía decirse de los musulmanes. Qué sonrisas iluminaban sus rostros al oírme pronunciar el nombre del emperador Akbar, al hacer una alusión a Mahoma, al comparar a una muchacha con la princesa Noor Jahan o con una reina mongol, al descifrar un sura en urdú en algún calendario colgado en el fondo de un chamizo».

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S
E llamaba Nissar. Tenía doce años. Era musulmán. Todo el corralillo estaba de acuerdo: aquel chiquillo era un arcángel. Su cara luminosa, la penetración de su mirada, su autoridad natural, hacían de él un ser diferente. El labio leporino que desnudaba sus dientes brillantes y el monito de ojos tristes que nunca abandonaba su hombro acentuaban aún más la diferencia. «Nissar era un diamante de mil facetas, un fuego de artificio, una deslumbrante luz del mundo», dirá Lambert maravillado. Sin embargo, aquel niño delgaducho y de cabellos cortos no era hijo de ninguna familia del corralillo. Una noche había sido recogido medio muerto en una acera de Dalhousie Square por Buddhu Kujur, el aborigen que había dado muerte al eunuco de la cobra. Expulsado de su aldea natal de bihar por sus propios padres, que ya no podían sustentarle, había viajado en los topes de los trenes para llegar a la ciudad espejismo. Después de haber vagado durante varios días alimentándose de desechos, en una calleja del Barra Bazar encontró el instrumento que iba a servirle para ganarse el pan, y además de talismán: un viejo saco de yute muy remendado. Como miles de otros chiquillos hambrientos, Nissar se hizo trapero. Todas las noches iba a vaciar sus lastimeros hallazgos en el antro de un trapero mayorista, y recibía a cambio unas moneditas, a veces una rupia o dos. Un día, uno de los revendedores le regaló un mono; bautizado con el nombre de Hanuman, el animal se convirtió en su compañero inseparable. Dormía con él en las aceras. Las noches de monzón se refugiaba bajo la galería cubierta de una tienda o bajo las arcadas de la avenida Chowringhee. Su pasión era el cine. En cuanto ganaba unas
paisa
, se precipitaba con Hanuman en una de las caravaneras que vendían ensueños a los pobres de los barrios de barracas. Su actor preferido era un tal Dilip Kumar, que siempre representaba papeles de príncipes y de maharajás que vestían túnicas de brocado con muchas joyas, y a quienes acompañaban bellas cortesanas.

La integración de aquel niño musulmán abandonado al mundillo hindú del corralillo no planteó muchos problemas. Sus dos años de náufrago en el asfalto de la gran ciudad le conferían como una especie de aura. El hecho era notable. Porque las condiciones de vida de los demás niños del corralillo no eran mucho menos duras. Apenas sabían andar, participaban ya como los adultos en la supervivencia colectiva. No se les ahorraba ninguna tarea, ni siquiera la de ir a buscar agua, que a menudo causaba, debido al peso de los cubos, daños irreparables en su frágil esqueleto de niños desnutridos. Dos o tres de cada cincuenta tenían la oportunidad de ir a la escuela. (Las lecciones nocturnas que subvencionaba el bolsillo de Lambert aún no beneficiaban a nadie en aquel corralillo.) Casi todos los niños trabajaban desde los siete u ocho años. Unos eran vendedores o auxiliares de vendedores en una especiería, el taller de un remendón, un chatarrero o tiendas de
pân
y
bidi
. Otros trajinaban desde el alba hasta la noche en alguno de los figones de la calle principal. Otros conocían la esclavitud de las pequeñas fábricas que proliferaban en el
slum
. Los dos hijos del ex marino de Kerala se ganaban el sustento y veinte rupias al mes que permitían a sus padres comprar tan sólo ocho kilos de arroz, faenando diez horas seguidas en uno de esos pequeños presidios de las cadenas de barco.

Antes de la llegada de Nissar, había tres niños en el corralillo que ejercían igualmente el oficio de trapero. No era ocupación muy lucrativa. En un
slum
nunca se tira nada, y todo lo que puede aprovecharse —la menor escoria de carbón, un residuo de torta de boñiga, un jirón de camisa, un casco de botella, una corteza de coco— despierta innumerables codicias.

—Para hacer una buena pesca hay que ir donde están los peces —declaró una noche el pequeño Nissar a los otros tres niños traperos.

Esta lógica tan poco india sorprendió a Lambert. Pero sobre todo impresionó a Hasari. «Ese chico debe de conocer un filón», pensó al momento. En su obsesión por encontrar el dinero de la dote de su hija, esta idea del filón le excitaba. «Es absolutamente necesario que Shambu vaya con él», dijo a Lambert, enseñándole al segundo de sus hijos, que manipulaba una cometa en lo alto del tejado. Hizo de nuevo sus cuentas: «Las quinientas rupias de mis huesos, más dos o trescientas que puede ganar Shambu de trapero con el chico musulmán, más siete u ochocientas que voy a ganar con mi
rickshaw
chapoteando en el lodo del monzón… hacen… hacen… (desde que tenía la fiebre roja, Hasari calculaba con menos rapidez) …hacen cerca de dos mil rupias. ¿Te das cuenta, gran hermano Paul? Bastará una visitita al
mohajan
con los pendientes de la patrona, ¡y asunto resuelto!». Hasari veía ya al brahmán uniendo la mano de su hija a la de su marido.

¡Un filón! El hombre-caballo no soñaba. Todas las mañanas, el niño musulmán del labio leporino se dirigía efectivamente con su mono hacia un país de Jauja, un Eldorado, una tierra prometida. Sin embargo, el nombre que llevaba ese lugar en los registros del municipio y en los planos de la ciudad no evocaba la idea de riqueza. Pero en esta ciudad, donde incluso un cartel despegado de una pared y un clavo torcido tenían su valor, el
Calcutta dumping ground
, el vertedero de Calcuta, podía parecer como un Eldorado para el millar de hormigas humanas que se movían en medio de sus hectáreas de basuras. Nissar y los otros tres pequeños traperos del corralillo formaban parte de esas hormigas. Sobre ese colchón de inmundicias fue donde los policías incendiaron los
rickshaws
sin licencia.

—Mañana despierta a tu hijo al primer quiquiriquí del gallo de los eunucos —ordenó Nissar a Hasari—. Le llevaremos con nosotros.

Nissar llevó a sus camaradas hasta la entrada del gran puente de Howrah. Al ver un autobús atestado, ordenó a Shambu que se agarrara a la rueda de recambio. Los otros treparon al parachoques trasero. Todos los días, decenas de millares de niños —y adultos— utilizaban así sin pagar los transportes colectivos de Calcuta. Pero no eran los únicos que estafaban a la compañía. Los verdaderos reyes del robo eran ciertos cobradores que, según se decía, se embolsaban una parte del dinero, vendiendo a los pasajeros billetes falsos. En el infierno de la circulación, viajar en equilibrio sobre los parachoques o en la rueda de recambio, agarrado a los racimos humanos que colgaban de las ventanillas o asido al menor saliente, era una acrobacia peligrosa. Casi todas las semanas los periódicos mencionaban la muerte de algún viajero clandestino que había sido triturado entre las planchas metálicas, aplastado por las ruedas de un camión, electrocutado por un trole de tranvía.

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