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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (13 page)


Good morning
, Father —dijo, cálidamente—. Me llamo Margareta. Mis vecinos y yo hemos pensado que no tendría con qué celebrar su misa. Aquí tiene pan y vino.

Paul Lambert miró atentamente a sus visitantes, conmovido. «Quizá no tengan qué comer, pero se han procurado pan y vino para la Eucaristía». Pensó en los cristianos de las catacumbas.

—Gracias —dijo ocultando su emoción.

—Hemos preparado una mesa en nuestro patio —añadió la mensajera con una sonrisa de complicidad.

—Guiadme —dijo Lambert, esta vez manifestando su alegría.

Aquellas personas pertenecían a las pocas familias —unas cincuenta en total— que constituían el minúsculo islote de cristianos que vivían en medio de los setenta mil musulmanes e hindúes de la Ciudad de la Alegría. Aun siendo igual de pobres, eran un poco menos desheredados que el resto de la población. Esta ventaja se debía a varios motivos. En primer lugar y paradójicamente, al hecho de que fuesen minoritarios: cuanto menos numeroso es un grupo, más fácil es acudir en ayuda de los más necesitados. Si el párroco de Howrah contaba allí con menos de mil feligreses, los sacerdotes hindúes y los
mollah
musulmanes tenían más de un millón de fieles. Luego, para distinguirse de la mayoría y aumentar sus posibilidades de obtener un empleo de «cuello blanco», numerosos cristianos hacían el esfuerzo de adquirir el instrumento clave de la ascensión social: la lengua inglesa. Finalmente, si conseguían escapar un poco mejor a la extrema miseria, también era debido a que su religión no les enseñaba a resignarse a su condición. Para los hindúes, la desgracia era el resultado de los actos que se habían cometido en las vidas precedentes; había que aceptar ese «karma» para renacer bajo mejores auspicios. Libres de los tabúes, los cristianos eran, pues, más libres de auparse por encima de la mayoría. Ésta es la razón de que hubiese en toda la India tantas pequeñas élites e instituciones que conferían a esta minoría cristiana una influencia nacional desproporcionada con el número de sus miembros. Tal era el caso en la Ciudad de la Alegría.

Los cristianos del
slum
procedían de la región de Bettiah, un distrito agrícola del Bihar que hasta los años cuarenta había albergado una de las comunidades cristianas más importantes de la india del norte. El origen de esta comunidad era otro capítulo de la gran saga de las migraciones religiosas en el mundo. Empezó a mediados del siglo
XVIII
. Objeto de las persecuciones de un soberano sanguinario, treinta y cinco cristianos nepaleses habían huido de su país con su capellán capuchino, un italiano. Habían encontrado refugio en un principado donde el capuchino curó «milagrosamente» a la esposa del rajá local, y el agradecido príncipe les regaló tierras. Esta tradición de acoger a los misioneros fue perpetuada por los rajás siguientes. Los cristianos prosperaron y se multiplicaron. Un siglo después, eran dos mil. Con sus casas encaladas, sus calles estrechas, sus patios, sus plazas floridas y su gran iglesia, con sus hombres tocados con sombreros de ala ancha, y sus muchachas que parecían vestir faldas y mantillas andaluzas, el barrio cristiano de la ciudad de Bettiah se parecía un poco a un pueblo mediterráneo. Entonces se abatió sobre la región una extraña calamidad. Los ingleses lo llamaron el oro azul, los campesinos el índigo. El monocultivo intensivo de la planta de índigo, que se utilizaba en tintorería, provocó en 1920 la primera gran acción de Gandhi. Fue aquí, en la región de Bettiah, donde el
mahatma
comenzó su campaña de no violencia activa para la liberación de la India. Finalmente, el índigo fue vencido en 1942 por un producto sintético de recambio. Pero antes de morir el oro azul se vengó: había agotado las tierras y obligó al exilio a millares de campesinos.

Todas las familias que se disponían a asistir a la primera misa de Paul Lambert en el
slum
de Anand Nagar procedían de esas tierras asesinadas. Había allí una veintena de personas, sobre todo mujeres con niños de pecho y algunos ancianos. Casi todos los jefes de familia estaban ausentes, señal de que aquel corralillo era privilegiado: los demás estaban llenos de hombres sin trabajo. Entre los asistentes había también un personaje andrajoso en cuyo aspecto miserable nadie reparaba, hasta tal punto atraía la mirada su radiante expresión. Le llamaban Goonga, «el mudo». Era retrasado mental y sordomudo. Nadie sabía de dónde era ni cómo había ido a parar al
slum
. Un día Margareta le había recogido en una calleja inundada por el monzón cuando estaba a punto de ahogarse. A pesar de ser viuda y de que ya tenía a ocho personas en su casa, le había dado albergue. Un buen día desapareció y durante dos años no se le volvió a ver. Luego reapareció. Dormía sobre unos trapos bajo el tejadillo. Siempre estaba contento, nunca pedía nada. Un mes atrás, un vecino le había encontrado moribundo. Parecía como si durante la noche se hubiese vaciado de toda su sustancia. Era el cólera. Margareta le había metido en un
rickshaw
y conducido al hospital de Howrah. Había tenido que dar diez rupias al enfermero para que aceptara cuidarlo. Al regresar, dio un rodeo y pasó por la iglesia de Nuestra Señora del Buen Viaje para encender un cirio. Tres días más tarde, Goonga estaba de vuelta. Cuando vio a Paul Lambert se precipitó a sus pies para quitar el polvo de sus zapatillas de deporte y llevarse luego la mano a la frente en señal de respeto.

Lo que vio el francés al entrar en el corralillo de los cristianos iba a quedar grabado en su memoria para siempre. «Habían recubierto con un lienzo de algodón de Madrás un madero puesto sobre dos cajas, con una vela en cada lado. Un plato y un vasito inoxidable servían de patena y de ciborio. Un crucifijo de madera y una guirnalda de claveles amarillos completaban la decoración de aquel altar improvisado que se apoyaba en el pozo que había en el centro del patio».

Paul Lambert se recogió un momento. Meditó sobre el milagro que iba a realizar en aquel ambiente alucinante de
chulas
que humeaban, de harapos secándose sobre los tejados, de niños desnudos que se perseguían por los arroyos, en aquel estruendo de ruidos, de bocinazos, de cantos, de gritos, de vida. Con un pedazo de
chapati
, una torta sin levadura, tan semejante a la que Jesús mismo había utilizado en su última cena, iba a «fabricar» al mismo Creador de aquella materia. Entre sus manos, un poco de torta iba a convertirse en Dios, el que estaba en el origen de todas las cosas. Paul Lambert pensaba que aquello era la revolución más fantástica que un hombre podía llegar a hacer.

A menudo había celebrado la misa en alguna barraca de un barrio de chabolas, en la sala común de un hogar de trabajadores inmigrados, en el rincón de una fábrica. Pero aquel día, en medio de aquellos hombres dolientes, despreciados, maltrechos, comprendía todo lo que la ofrenda y el reparto del pan iban a tener de único.

«El que Dios compartiera la condición del más humillado siempre me había parecido un acontecimiento extraordinario», dirá. «Como si su encarnación terrenal, su vida de hombre en su cuerpo no hubiese satisfecho su afán de rebajarse, y quisiera estar aún más cerca del más pobre, del más pequeño, del más tullido, del más menospreciado. ¡Qué felicidad más grande ser sacerdote para poder permitir a Dios que expresase de esa manera el infinito de su amor!».

Lambert celebraba su misa en un recogimiento de Carmelo, cuando tres perros parias, con la cola levantada, cruzaron el patio persiguiendo a una rata que era casi tan grande como ellos. La escena era tan trivial que nadie prestó atención. En cambio, el paso de un vendedor de globos en el momento de la lectura del Evangelio atrajo varias miradas. Colgadas de su bambú, aquellas esferas de vivos colores parecían estrellas fosforescentes sobre un pedazo de cielo gris. Mientras aquellas masas multicolores se iban alejando, la cálida voz de Lambert se elevó por encima de las cabezas. El sacerdote había elegido cuidadosamente el mensaje de buena nueva que iba a comunicar. Contemplando con amor las caras macilentas que tenía delante, repitió las mismas palabras de Jesús:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los Cielos.»

«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.»

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos.»

Mientras pronunciaba estas palabras, Paul Lambert experimentó un cierto malestar. «¿Necesitan verdaderamente palabras?», se preguntó. «¿Es que no son ya todos el mismo Cristo, el vehículo, el sacramento? ¿Acaso no son los pobres de las Escrituras, los pobres de Yavé, los hombres en los que Jesús se encarnó cuando dijo que donde hubiera pobres Él estaría con ellos?».

Después de un silencio, abrió los brazos como para abrazar a aquel puñado de hombres y de mujeres que sufrían. Queriendo impregnarles del mensaje del Evangelio desde aquella primera mañana, miró intensamente a cada uno de sus nuevos hermanos y hermanas. Luego, dejando que Cristo hablara por su voz, exclamó:

«Vosotros sois la luz del mundo.»

15

L
A primera vez que Paul Lambert se lavó en el
slum
incurrió en una nueva infracción de las sacrosantas tradiciones. Como había visto hacerlo a los hombres en el camino de la fuente, se desnudó hasta quedar sólo en calzoncillos. Salió del callejón que había ante su cuarto con su cubo de agua. Se agachó hasta apoyarse en los talones, en esa posición típicamente india tan difícil de mantener para un occidental. Vertió el agua sobre los pies y empezó a frotarse vigorosamente los dedos, cuando el viejo hindú de la
tea shop
de enfrente le interpeló horrorizado:

—¡Father, no es así como debes lavarte! Primero hay que lavarse la cabeza y terminar por los pies. Cuando ya has limpiado todo lo demás.

Paul Lambert estaba a punto de balbucear alguna disculpa cuando apareció la niña que la noche antes le había llevado un plato de comida. El espectáculo de aquel
sahib
medio desnudo que se salpicaba con agua le divirtió tanto que se echó a reír.

—¿Pero por qué te lavas,
daddah
? —preguntó—. ¡Tienes ya la piel tan blanca!

Unos instantes después Lambert cometió un tercer desliz al arrollar en sentido contrario la estera de rafia sobre la que había dormido. En vez de empezar por el lado de la cabeza, lo hizo a la inversa. Con lo cual corría el peligro, como le hizo comprender por gestos el musulmán de la casa vecina, de pasar la noche siguiente con la cabeza en el lugar donde la víspera había puesto los pies. «Ya sabía que iba a necesitar tiempo para captar todas las sutilezas de la vida en el
slum
y no escandalizar a nadie», reconoció más tarde el sacerdote francés. Había notado una cierta reserva para con él cuando volvía de la fuente. Unas mujeres dejaban caer precipitadamente sobre su rostro la tela de su sari, unos niños que jugaban a canicas salían huyendo como conejos. Sólo los animales no mostraban ningún ostracismo. Como las ratas, la escolopendra y los mosquitos de la noche, las moscas no dejaban de asediarle. «Las había a millares. Se desplazaban por racimos, siempre dispuestas a pegarse al menor centímetro cuadrado de mi piel. Penetraban por las orejas, por la nariz, por los ojos, hasta en mi boca junto con cada bolita de comida. Nada frenaba su audacia. Ni siquiera echaban a volar cuando las asustaba, se contentaban con ir andando un poco más lejos para seguir infligiéndome allí su suplicio. Yo estaba inerme ante esas cabalgadas frenéticas en torno a mi nariz, por mis mejillas, entre los pelos del pecho, de arriba abajo de los dedos de los pies. Para tratar de escapar a aquellos verdugos, fijaba el pensamiento en un recuerdo. En mi madre, por ejemplo, batiendo huevos hasta el punto de nieve para hacer una isla flotante, mi postre preferido. O en el rostro de mi padre al volver por la noche de la mina, negro como un carbonero».

Paul Lambert se dirigió también hacia la imagen del Santo Sudario. En voz alta, repitió una letanía de «
om
…». Al cabo de un rato, esta invocación se había convertido en algo completamente inconsciente. Calcaba su ritmo sobre el de las pulsaciones cardíacas. Esta manera de utilizar su ritmo biológico para comunicarse con Dios le liberó poco a poco de toda contingencia exterior. Las moscas podían seguir agrediéndome, ya no las notaba.

Fue entonces cuando la alegre cara del enviado del párroco de Howrah apareció en el quicio de la puerta. Quiso saber cómo el francés había soportado sus primeras horas en aquel lugar. El relato de sus aventuras en las letrinas y de sus batallas con ratas y moscas le consternó.

—El señor cura me encarga que le diga que hay una habitación cómoda para usted en la casa parroquial —insistió—. Esto no le impedirá venir a pasar aquí todo el tiempo que quiera. Por favor, acepte. Éste no es lugar para un sacerdote.

Meneó varias veces la cabeza y luego sacó de una bolsa de tela charolada dos gruesos volúmenes que le enviaba el párroco. Eran los Evangelios en hindi y una gramática bengalí. Lambert acogió aquellos regalos con entusiasmo. Serían herramientas insustituibles para ayudarle a derribar el muro de silencio que le aislaba en su nueva existencia.

En vez de contrariarle, aquella incapacidad de expresarse y de comprender al principio encantó al francés. «Para un extranjero que llega a una sociedad de miseria así, era una ocasión única de ponerme en estado de inferioridad», explicará. «Era yo quien necesitaba a los demás, y no ellos quienes me necesitaban a mí». Reflexión fundamental para un hombre que se sentía tan privilegiado respecto a los que le rodeaban, que se preguntaba si alguna vez podría integrarse verdaderamente. «¿Cómo, en efecto, creer que compartes realmente su condición moral y física cuando disfrutas de una salud de jugador de rugby, cuando no tienes una familia a la que alimentar, alojar y cuidar? Cuando no tienes que buscar trabajo ni se tiene la obsesión de conservarlo; cuando uno sabe que en cualquier momento puede irse».

Esta barrera de la lengua facilitó paradójicamente sus primeras relaciones con la gente, haciéndoles sentir cómodos ante él, dándoles un sentimiento de importancia, de superioridad. ¿Cómo se decía «agua» en urdú? ¿Y «té» o «cubo» en hindi? Al repetir mal estas palabras en su lengua, al pronunciarlas incorrectamente, desató sus risas, se atrajo poco a poco su amistad. Hasta el día en que, comprendiendo que no era un visitante de paso, le dieran el sobrenombre afectuoso de «Paul
daddah
», Gran hermano Paul.

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