Read La chica del tambor Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (62 page)

BOOK: La chica del tambor
6.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Las noches se hacían eternas, pero no había dos minutos iguales. Hasta los sonidos estaban en guerra, primero a lo lejos, avanzando después, agrupándose luego y cayendo finalmente en una refriega de ruidos en conflicto -un estallido de música, el chirriar de los neumáticos y las sirenas-, seguida del profundo silencio de la selva. En aquella orquesta, los disparos constituían un grupo de instrumentos menores: un toque de tambor aquí, un redoble allá y, de vez en cuando, el silbido de un proyectil. En algún momento oyó risas, pero las voces humanas eran escasas. Y en una ocasión, muy de mañana, tras un apremiante golpeteo en la puerta, Danny y los dos chicos se acercaron de puntillas a la ventana. Charlie se acercó también y vio que había un coche aparcado a un centenar de metros de allí. Salía humo del vehículo, que se elevaba en volutas irregulares. Una vaharada de aire caliente la hizo retroceder. Algo cayó de un estante y oyó un golpe sordo dentro de su cabeza.

–Paz -dijo Mahmoud, el más guapo, guiñándole el ojo; y todos se retiraron con la mirada brillante y confiada.

Lo único fácil de predecir fue el alba, cuando desde unos altavoces chirriantes aullaba el muecín convocando a los fieles a orar.

Charlie, sin embargo, lo aceptaba todo, dándose por entero a cambio. En medio de la sinrazón que la rodeaba, en aquella no buscada tregua para la meditación, halló por fin un soporte para su propia irracionalidad. Y puesto que ninguna paradoja era suficientemente ominosa en medio de aquel caos, halló también un lugar para José. Su amor hacia él, en aquel mundo de devociones inexplicables, estaba en todo cuanto oía o miraba. Y cuando los chicos le deleitaban, entre una taza de té y un cigarrillo, con las historias de sus familias sometidas a las agresiones sionistas -tal como hiciera Michel, y con idéntica fruición romántica-, era una vez más su amor por José, el recuerdo de su suave voz y de su rara sonrisa, lo que abría su corazón a la tragedia.

Su segunda noche la pasó en el piso superior de un reluciente edificio de apartamentos. Desde su ventana se veía la negra fachada de un nuevo banco internacional y, más allá, el mar inmóvil. La playa desierta con sus casetas vacías era como un balneario siempre fuera de temporada. Un solitario vagabundo en aquella playa le resultó tan excéntrico como un bañista navideño en el Serpentine londinense. Pero lo más raro eran las cortinas. Cuando los chicos las corrieron al llegar la noche, no notó nada extraño, pero cuando amaneció vio una hilera de orificios de bala que atravesaba la ventana de una punta a otra en forma de serpiente. Eso fue el día en que les preparó tortillas para desayunar y les enseñó a jugar al gin rummy.

La tercera noche durmió encima de lo que parecía un cuartel militar. Las ventanas tenían barrotes y en la escalera había agujeros producidos por obuses. Unos carteles mostraban niños blandiendo metralletas o ramos de flores. En cada rellano había centinelas de ojos oscuros, y todo el edificio tenía el ambiente ruidoso y festivo de la Legión Extranjera.

–Nuestro capitán vendrá a verle pronto -le aseguraba Danny tiernamente, de vez en cuando-. Está haciendo los preparativos. Es un gran hombre, ya verá.

Empezaba a conocer esa sonrisa árabe que significa demora. Para consolarla de su espera, Danny le contó la historia de su padre. Tras veinte años en campos de refugiados, parecía que la desesperación había afectado el cerebro del pobre hombre. Y una mañana, antes de salir el sol, el viejo metió en una bolsa sus escasas pertenencias junto con los títulos de propiedad de sus tierras, y sin decírselo a su familia partió hacia las líneas sionistas con el propósito de reclamar personalmente su granja. Danny y sus hermanos fueron corriendo a buscarle, y vieron cómo su encorvada silueta se adentraba más y más en el valle hasta que una mina le hizo volar por los aires. Danny le contó todo aquello con desconcertante exactitud, mientras los otros dos le interrumpían para corregirle cuando la sintaxis o la cadencia de una frase les parecía incorrecta en inglés, y asentían con la cabeza para aprobar una determinada frase. Cuando Danny terminó su relato, le hicieron varias preguntas sobre la castidad de la mujer occidental, pues habían oído contar cosas vergonzosas aunque no del todo carentes de interés.

Y así fue como les fue queriendo cada vez más, y todo en sólo cuatro días. Les quería por su timidez, por su virginidad, por su disciplina y por la autoridad que ejercían sobre ella. Les quería como carceleros y como amigos. Pero pese a todo su afecto, ellos nunca le devolvieron el pasaporte, y si se acercaba demasiado a sus metralletas se apartaban de ella entre recelosas y frías miradas.

–Venga, por favor -dijo Danny, llamando suavemente a su puerta para despertarla-. Nuestro capitán está preparado.

Eran las tres de la mañana y no había amanecido aún.

Posteriormente recordaría una veintena de coches, pero habrían podido ser cinco solamente, porque todo sucedió muy rápido, en un zigzag de viajes cada vez más peligrosos por la ciudad en turismos color arena con antenas delante y detrás y guardaespaldas que no hablaban. El primer coche aguardaba al pie del edificio, pero por el lado del patio que Charlie aún no había visto. Y hasta que no salieron del patio a toda velocidad, no se dio cuenta de que los chicos se habían quedado. Llegando al final de la calle, el conductor debió ver algo que no le gustaba, pues giró en redondo haciendo rechinar los neumáticos, y mientras enfilaban nuevamente la calle a cien por hora oyó disparos y un grito muy cerca de ella, y notó que una mano fuerte le bajaba la cabeza, por lo que supuso que el tiroteo iba con ellos.

Pasaron un cruce en rojo y esquivaron a un camión por los pelos; se subieron a la acera de la derecha y describieron después un amplio giro a la izquierda penetrando en un empinado aparcamiento que daba a un parque de atracciones desierto. Vio una vez más sobre el mar la media luna de José, y por un momento se figuró que iban camino de Delfos. Aparcaron el coche junto a un Fiat grande y la hicieron subir con premura. Y otra vez a correr, vigilada por otros dos guardaespaldas, ahora por una autopista llena de baches con edificios acribillados a ambos lados y unos faros que les seguían de cerca. Las montañas que había delante eran casi negras, pero las que quedaban a izquierda eran grises debido al resplandor que emergía del valle iluminando sus laderas, y después del valle otra vez el mar. La aguja marcaba ciento cuarenta, pero un momento después ya no marcaba nada, porque el conductor había apagado los faros lo mismo que el coche perseguidor.

A su derecha había una hilera de palmeras y a su izquierda el arcén central que separaba ambas calzadas con una anchura de unos dos metros, a veces de grava y a veces de vegetación. Se metieron en el arcén central dando un tremendo salto, y con otro más fueron a parar a la calzada opuesta. Los coches hacían sonar sus cláxones y Charlie empezó a gritar «¡Hostia!» pero el conductor no era muy receptivo a las blasfemias. Poniendo las luces largas, enfiló hacia los coches que le venían en dirección contraria hasta torcer otra vez violentamente hacia la izquierda bajo un puente pequeño, y de repente emprendieron una alocada carrera hasta detenerse en una desierta pista de tierra para cambiar por tercera vez de vehículo, esta vez un Land Rover sin ventanas. Estaba lloviendo. No se había dado cuenta hasta entonces, pero mientras la metían como un paquete en la trasera del Land Rover, se quedó calada hasta los huesos y vio el resplandor de un relámpago hendiendo la montaña. O tal vez era una bomba.

Ahora subían por una carretera sinuosa de fuerte pendiente. Por la trasera del Land Rover vería el valle allá abajo, y por el parabrisas, entre la cabeza del guardaespaldas y del conductor, veía cómo la lluvia repicaba sobre el asfalto como formando bancos de pececillos danzantes. Había un coche delante de ellos; por la manera en que le seguían, Charlie supo que era uno de los suyos; había otro coche detrás y debía ser de ellos también, habida cuenta de que su presencia no parecía preocuparles. Hicieron uno o dos trasbordos más. Se aproximaban a un edificio con aspecto de colegio abandonado; pero esta vez el conductor apagó el motor y él y el guardaespaldas se apostaron en las ventanillas con las metralletas, esperando a ver quién subía por la colina. Más tarde, hubo controles de carretera en los que se detuvieron, y otros en los que les dejaron pasar merced a una señal hecha a los pasivos centinelas. En uno de los controles el guardaespaldas de delante bajó su ventanilla y disparó una ráfaga de metralleta a la oscuridad, pero la única respuesta fue el balido de unas ovejas aterradas. Y hubo también un último y terrorífico salto a la oscuridad entre dos pares de faros que les enfocaban de frente, pero para entonces Charlie ya no conocía el miedo; estaba aturdida y le importaba todo un comino.

El coche se detuvo al fin en el patio delantero de una vieja mansión con jóvenes centinelas provistos de metralletas, cuya silueta recortaba contra el cielo como una película de héroes rusos. El aire era frío y limpio y olía a todas aquellas fragancias griegas que la lluvia había despertado a su paso: a ciprés, a miel y a todas las flores silvestres del mundo. El cielo estaba borrascoso y cubierto de nubes amenazantes; abajo se veía toda la extensión del valle en menguantes retazos de luz. La condujeron por un porche hasta una sala grande, y allí, a la insignificante luz de una lámpara de techo, divisó por primera vez a quien llamaban «nuestro capitán»: una figura morena y sesgada, con una mata de pelo negro y lacio de colegial, un bastón tipo inglés de fresno natural para ayudar a andar a unas piernas renqueantes, y una irónica sonrisa de bienvenida iluminando su cara picada de viruela. Para estrecharle la mano, el hombre se colgó el bastón del brazo izquierdo, de modo que Charlie tuvo la impresión de ser ella quien le sostenía momentáneamente hasta que él se irguió otra vez.

–Miss Charlie, soy el capitán Tayeh. Le doy la bienvenida en nombre de la revolución.

Era una voz brusca y práctica. También era, como la de José, hermosa.

«En cuanto al miedo, será cosa de seleccionar», le había advenido José. «Por desgracia, nadie puede estar permanentemente asustado; pero con el capitán Tayeh, que es como se hace llamar, tendrás que emplearte a fondo, porque el capitán es un hombre muy inteligente.»

–Perdóneme -dijo Tayeh con una jovial falta de sinceridad.

La casa no era suya, porque no encontraba nada de lo que buscaba. Incluso para dar con un cenicero tuvo que ir a trompicones por la habitación, preguntando graciosamente a los distintos objetos si eran demasiado valiosos para aquel menester. Pero no había duda de que la casa era de alguien que le caía bien, pues Charlie observó en sus modales una actitud amistosa que era como decir: «Típico de ellos, sí señor, no podrían guardar las bebidas más que ahí dentro.» La luz seguía igual de parca, pero al irse acostumbrando a la oscuridad Charlie llegó a la conclusión de que aquella casa era de un profesor, de un político o de un abogado. Las paredes estaban atiborradas de libros de verdad, libros que habían sido leídos, consultados y vueltos a colocar sin demasiado esmero; el cuadro que había sobre la chimenea parecía representar Jerusalén. El resto era un masculino desorden de gusto ecléctico: butacas de piel con cojines de centón y un estridente batiburrillo de alfombras orientales. Y piezas de plata de Arabia, blanquísima y decorada, reluciendo como el cobre de un tesoro en oscuros recovecos. Y dos peldaños más abajo, en un gabinete, un estudio privado con un escritorio de estilo inglés y vista panorámica al valle que ella acababa de atravesar y al litoral bañado por la luna.

Estaba sentada donde él le había indicado, en el sofá de piel, pero Tayeh seguía dando trompicones por la habitación, con bastón y todo, haciendo cosas sin parar mientras le iba lanzando miradas desde distintos ángulos, evaluándola en todos sus aspectos; las gafas, una sonrisa; el vodka, otra sonrisa, y por último el whisky escocés que, a juzgar por cómo miraba la etiqueta, debía ser su marca preferida. En cada punta de la habitación había un muchacho con la metralleta apoyada en las rodillas. Había un montón de cartas esparcidas sobre la mesa, y no le hizo falta mirar para saber que eran las cartas que ella había escrito a Michel.

«No atribuyas a la incompetencia una confusión aparente», le había dicho José; «cuidado con la idea racista de que los árabes son inferiores, por favor».

La luz se extinguió del todo, pero eso solía pasar, incluso en el valle. Él se quedó de pie frente a ella, enmarcado por el ventanal como un risueño fantasma vigilante apoyado en su bastón.

–¿Sabe usted lo que sentimos cuando volvemos a nuestra tierra? -le preguntó Tayeh sin dejar de mirarla. Su bastón apuntaba ahora hacia el ventanal y su paisaje-. ¿Se imagina lo que es estar en su propio país, bajo sus propias estrellas, pisando su propia tierra y con un arma en la mano, buscando a los opresores? Pregúntele a los muchachos.

Su voz, al igual que las otras que ella conocía, era más hermosa aún en la oscuridad.

–A ellos usted les ha gustado -dijo él-. ¿Le gustan a usted?

–Sí.

–¿Cuál le ha gustado más?

–Todos por igual -dijo ella, y él rió otra vez.

–Me dicen que está muy enamorada de su difunto palestino. ¿Es eso cierto?

–Sí.

Seguía apuntando a la ventana con el bastón.

–En los viejos tiempos, si usted se hubiera atrevido, la habríamos llevado con nosotros más allá de la frontera. Para atacar, para vengarnos; para volver luego a festejarlo. Habríamos ido todos juntos. Helga dice que usted tiene ganas de luchar. ¿De veras tiene ganas?

–Sí.

–¿Contra cualquiera, o sólo contra sionistas? -El capitán no esperó respuesta y empezó a beber-. Entre nosotros hay gente que es pura escoria, y todos serían capaces de acabar con este planeta. ¿Es usted de ésos?

–No.

–Esa gente es pura escoria: Helga, Mesterbein… escoria necesaria, ¿comprende?

–No he tenido tiempo de averiguarlo -dijo Charlie.

–¿Es usted escoria?

–No.

–No -convino él, sin dejar de examinarla, pues la luz había vuelto-. No creo que lo sea. Puede que cambie. ¿Ha matado alguna vez?

–No.

–Tiene suerte. Allí hay policía, está en su propio país; hay un parlamento, unos derechos, pasaportes… ¿Dónde vive usted?

–En Londres.

–¿En qué parte de Londres?

Charlie tuvo la sensación de que él esperaba con impaciencia sus respuestas azuzado por sus propias heridas, que le impulsaban sin cesar a formular nuevas preguntas. Tayeh fue por una silla y la arrastró hacia ella trabajosamente, pero ninguno de los muchachos hizo ademán de ayudarle. Charlie supuso que no se atrevían a hacerlo. Cuando hubo dejado la silla donde quería, acercó una segunda, se sentó en la primera y con un gruñido balanceó la pierna hasta descansarla en la otra. Y cuando hubo terminado la operación, sacó un cigarrillo del bolsillo de su blusón y lo encendió.

BOOK: La chica del tambor
6.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Finding Her Fantasy by Trista Ann Michaels
Paper Money by Ken Follett
The Ghost Belonged to Me by Richard Peck
The Star Beast by Robert A Heinlein
Tangled by Carolyn Mackler
Ghost of the Thames by May McGoldrick
Ninja Soccer Moms by Jennifer Apodaca


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024