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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (35 page)

BOOK: La chica del tambor
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Mientras ella respondía a sus preguntas, tuvo tiempo para maravillarse ante la paradoja de un hombre capaz de bailar con sus propios y conflictivos fantasmas y mantener el equilibrio. Entre los dos ardía una vela. Metida en una grasienta botella negra, que sufría los ataques de una polilla que Charlie apartaba de tanto en tanto con el dorso de la mano, haciendo centellear su pulsera. Al resplandor de la misma, y mientras José hilvanaba su historia en torno a Charlie, ésta observó cómo su fuerte y disciplinado rostro se alternaba con el de Michel como dos imágenes superpuestas en una sola placa fotográfica.

–Escucha. ¿Me estás escuchando?

Te escucho, José. Te escucho, Michel.

–Nací en el seno de una familia patriarcal en un pueblo no muy lejos de El Khalil, una ciudad a la que los judíos llaman Hebrón. -Hizo una pausa: sus ojos oscuros la miraron enérgicamente-.
El Khalil
-repitió-. Recuerda este nombre, es muy importante para mí por diversas razones. ¿Te acordarás? ¡Vamos, dilo!: Khalil.

Ella lo dijo.

–El Khalil es un gran núcleo de la fe ortodoxa del Islam. En árabe significa «amigo de Dios». Los habitantes de El Khalil o Hebrón son la elite de Palestina. Y te voy a contar una cosa que te hará reír con ganas. Se cree que el único lugar de donde no fueron expulsados los judíos es el monte Hebrón, al sur de la ciudad. Así pues, es posible que corra sangre judía por mis venas. Pero yo no me avergüenzo de ello. No soy antisemita, sólo antisionista. ¿Me crees?

No esperó a que ella se lo confirmara; no le hacía falta.

–Yo era el menor de cuatro hermanos y dos hermanas. Todos trabajábamos la tierra, mi padre era el
mukhtar o
jefe, elegido por el consejo de ancianos. Nuestro pueblo era conocido por sus higos y sus uvas, por sus guerreros y sus mujeres, tan hermosas y sumisas como tú. Muchos pueblos son famosos por una sola cosa: el nuestro lo era por muchas.

–Naturalmente -musitó ella. Pero José estaba demasiado lejos como para que le afectara su sarcasmo.

–Pero lo que le dio más fama fueron los sabios consejos de mi padre, quien creía que musulmanes, cristianos y judíos debían formar una sola sociedad, del mismo modo que los profetas de las tres religiones viven juntos y en armonía en el cielo bajo la tutela de un Dios común. Te hablo mucho de mi padre, de mi familia, de mi pueblo. Ahora y más adelante. Mi padre admiraba a los judíos. Había estudiado el sionismo y le gustaba convocarlos a nuestro pueblo para hablar con ellos. Obligó a mis hermanos a aprender hebreo. De pequeño, yo escuchaba a los hombres al caer la noche cantando canciones sobre antiguas guerras. De día, me llevaba el caballo del abuelo a beber al río y escuchaba las historias de viajeros y buhoneros. Cuando te hablo de este paraíso, parece como si estuviera recitando versos. Puedo hacerlo. Tengo ese don. De cómo en la plaza del pueblo bailábamos la
dabke
y oíamos tocar el
oud,
mientras los viejos del lugar jugaban al backgammon y fumaban sus nargilés.

Eran palabras que para ella no tenían ningún sentido, pero era lo bastante lista como para no interrumpirle.

–En realidad, como admito sin reservas, recuerdo poco de todas estas cosas. En realidad, me valgo de lo que recuerdan mis mayores, pues es así como sobreviven nuestras tradiciones en el exilio de los campos de refugiados. A medida que se suceden las generaciones, nos vemos obligados cada vez más a vivir de la memoria de los ancianos. Los sionistas te dirán que carecemos de cultura, que no existimos; que somos unos degenerados y que vivíamos en chozas hechas de adobe y que íbamos con repugnantes harapos. Te dirán palabra por palabra las cosas que antes decían de los judíos los antisemitas de Europa. En ambos casos, la verdad es la misma: éramos un pueblo noble.

Al asentir él con su morena cabeza pareció indicar que sus dos identidades estaban de acuerdo en este punto.

–Te explico cómo era nuestra vida de campesinos y los muchos e intrincados sistemas que nuestra comunidad adoptaba para sobrevivir. De cómo todo el pueblo iba a trabajar a los viñedos durante la vendimia a las órdenes del
mukhtar,
mi padre. De cómo mis hermanos mayores empezaron a ir al colegio a una escuela fundada por los británicos durante el mandato. Te reirás, pero mi padre también creía en los británicos. De cómo en la casa de huéspedes que había en el pueblo guardaban el café caliente a todas horas del día para que nadie pudiera decir de nosotros: «Qué pobre es esta aldea, y qué poco hospitalarios sus habitantes.» ¿Quieres saber lo que pasó con el caballo de mi abuelo? Lo cambió por una escopeta para poder matar sionistas cuando atacaran nuestro pueblo. Pero fueron los sionistas quienes mataron a mi abuelo, y obligaron a mi padre a presenciar su ejecución. A mi padre, que había creído en ellos…

–¿Eso también es verdad?

–Pues claro.

Pero ella no supo si quien hablaba era José o Michel, y estaba convencida de que él no tenía intención de decírselo.

–Siempre me refiero a la guerra del 48 como a la Catástrofe. No la guerra: la Catástrofe. En la Catástrofe del 48 fueron puestas al descubierto las flaquezas de un pueblo pacífico. Carecíamos de organización, no podíamos defendernos frente a un agresor armado. Nuestra cultura estaba orientada a pequeñas comunidades autosuficientes, igual que nuestra economía. Pero al igual que los judíos de Europa antes del holocausto, carecíamos de unidad política, y ésa fue nuestra ruina: nuestras comunidades peleaban demasiado a menudo entre ellas, lo cual es una maldición que pesa sobre los árabes de todo el mundo, y quizá sobre los judíos. ¿Sabes qué hicieron los sionistas en mi pueblo para no salir corriendo como nuestros vecinos?

Lo supiera o no, daba lo mismo porque él no le hacía ningún caso.

–Prepararon unas bombas con barriles llenos de gasolina y explosivos y las arrojaron colina abajo, abrasando vivos a nuestras mujeres y niños. Podría estar una semana entera hablándote de las torturas que infligieron a los míos. Manos cortadas, mujeres violadas y quemadas vivas, niños a los que quitaban los ojos…

Charlie volvió a mirarle tratando de descubrir si él creía en lo que estaba diciendo; pero más allá de una expresión solemne que podía haber encajado en cualquiera de sus dos personalidades, José parecía inescrutable.

–Oirás de mí las palabras «Deir Yasseen». ¿Te suenan de algo? ¿Sabes qué significan?

–No, Michel, no me suenan de nada.

–Entonces, pregúntame -dijo él, complacido-: ¿Qué es Deir Yasseen?

Así lo hizo ella. Dígame, señor, ¿qué es Deir Yasseen?

–Te hablo una vez más como si fuera ayer que lo vi con mis propios ojos. El 9 de abril de 1948, en la pequeña aldea árabe de Deir Yasseen, doscientos cincuenta y cuatro habitantes, entre ancianos, mujeres y niños, fueron masacrados por los escuadrones del terror sionista mientras los jóvenes trabajaban en el campo. Mataron a los fetos de las embarazadas en su propio vientre. La mayoría de los cadáveres fueron arrojados a un pozo. En cuestión de días, casi medio millón de palestinos había huido de su país. El pueblo de mi padre fue una excepción. Él dijo: «Nos quedamos. Si vamos al exilio, los sionistas jamás nos dejarán volver.» Incluso creía que vosotros los británicos vendríais a salvarnos. No entendía que vuestras ambiciones imperialistas exigían la implantación de un obediente aliado de Occidente en el corazón de Oriente Medio.

Charlie captó su mirada y se preguntó si él se daría cuenta de su desabrimiento interior o si tenía intención de hacer caso omiso. Fue más tarde cuando se le ocurrió que la estaba motivando expresamente a alejarse de él para pasarse al otro bando.

–Durante casi veinte años a partir de la Catástrofe, mi padre se aferró a lo que quedaba de nuestro pueblo. Unos le llamaron testarudo y otros tonto. Sus compatriotas que habían abandonado Palestina le llamaron colaboracionista. No tenían ni idea. No habían sentido en sus cuellos el yugo sionista. En las regiones circundantes a la nuestra, la gente era expoliada, golpeada, detenida. Los sionistas les confiscaban las tierras, arrasaban sus casas con excavadoras y erigían encima colonias nuevas en las que ningún árabe tenía permiso para vivir. Pero como mi padre era un hombre sabio y pacífico, logró mantener durante un tiempo a los sionistas alejados de nuestra casa.

Otra vez deseaba preguntarle: ¿es eso cierto? Pero había vuelto a llegar tarde.

–Pero en la guerra del 67, al aproximarse los tanques a nuestro pueblo, nos vimos obligados también a cruzar el Jordán. Con lágrimas en los ojos, mi padre nos reunió y nos dijo que juntáramos todas nuestras pertenencias. «Los pogromos van a empezar de un momento a otro», dijo, y yo le pregunté (yo, el benjamín, que no sabía nada): «Padre, ¿qué son los pogromos?» Y él respondió: «Lo que los occidentales hicieron a los judíos y ahora los sionistas nos hacen a nosotros. Han cosechado una gran victoria y podrían darse el lujo de ser magnánimos, pero su política no es nada virtuosa.» Hasta el día en que muera recordaré a mi orgulloso padre entrando en la mísera choza que entonces era nuestra casa. Se quedó un buen rato en el umbral, esperando a cobrar arrestos para cruzarlo. No se le vio ni una lágrima, pero se quedó varios días sentado sobre una caja donde estaban sus libros, sin comer nada. Yo creo que envejeció veinte años de golpe. Solía decir después: «Acabo de poner el pie en mi tumba. Esta choza es mi sepultura.» Desde el momento de nuestra llegada al Jordán nos habíamos convertido en ciudadanos sin patria, sin papeles, derechos, futuro ni trabajo. ¿Mi colegio? Una barraca de uralita repleta de moscas rechonchas y niños desnutridos. Al Fatah ha sido mi escuela. Hay mucho que aprender: a disparar, a combatir al agresor sionista.

Hizo una pausa, y ella creyó que la miraba sonriente, pero el regocijo brillaba por su ausencia.

–Lucho luego existo -proclamó en voz baja-. ¿Sabes quién dijo esto? Pues un sionista. Un idealista y patriótico sionista, amante de la paz, que ha matado a muchos británicos y palestinos empleando métodos terroristas, pero como es sionista no se le considera terrorista, sino un héroe y un patriota. ¿Sabes qué era este civilizado sionista amante de la paz cuando dijo esas palabras? Era el primer ministro de un país al que llaman Israel. ¿Sabes cuál es el origen de este primer ministro sionista? Pues Polonia. Y ahora, dime, tú que eres una inglesa culta puesto que yo no soy más que un campesino sin patria, dime cómo es posible que un polaco se convirtiera en gobernante de mi país. Palestina, un polaco cuya única razón de existir es la lucha… Explícame en base a qué principio de la justicia, la imparcialidad y el proverbial juego limpio ingleses gobierna mi país este individuo, con qué derecho nos llama terroristas a
nosotros.

La pregunta se le escurrió a ella de los dedos antes de que tuviera oportunidad de censurarla. No la formuló como un desafío. Salió por sí sola del caos que él estaba suscitando en ella:

–¿Y

, qué?

José no respondió, aunque tampoco eludió la cuestión. Se hacía eco de ella. Charlie tuvo la brevísima impresión de que la estaba esperando. Entonces él se rió, una risa poco simpática, y alzó su vaso hacia ella.

–Vamos, brinda por mí -le ordenó-. Levanta tu vaso. La historia es de los ganadores. ¿Habías olvidado algo tan simple? ¡Bebe conmigo!

Vacilante, Charlie le acompañó en el brindis.

–Por la pequeña y gallarda Israel -dijo José-, Por su asombrosa capacidad de supervivencia gracias a una subvención norteamericana de siete millones de dólares diarios, y todo el poderío del Pentágono bailando al son que ella les toca. -Sin beber, dejó su vaso otra vez sobre la mesa. Ella le imitó. Comprobó entonces, consolada, que con aquel significativo gesto el melodrama parecía haber concluido momentáneamente-. Y tú, Charlie, eres toda oídos, comprendes. Estás extasiada y atemorizada: por su romanticismo, por su hermosura, por su fanatismo. Él no conoce la reticencia ni las inhibiciones occidentales. ¿Funciona la historia, o acaso el tejido de tu imaginación ha rechazado el turbador trasplante?

Tomando la mano de él, Charlie le exploró le palma con la punta de un dedo.

–¿Y su inglés está a la altura de sus palabras? -preguntó, ganando tiempo.

–Posee un vocabulario saturado de jerga y una impresionante reserva de frases retóricas, discutibles estadísticas y citas tortuosas. A pesar de ello, sabe comunicar la excitación de una mente joven y apasionada en pleno desarrollo.

–¿Y qué hace Charlie mientras tanto? ¿Quedarse ahí sentada como una idiota, colgada de todo lo que dice? ¿Qué hago yo: animarle?

–Según el guión, tu papel es prácticamente insignificante. Michel medio te hipnotiza a través de la vela. Así es como se lo explicas después en una carta. No olvidaré mientras viva tu hermoso rostro al otro lado de la vela la primera noche que pasamos juntos. ¿Te resulta demasiado kitsch, demasiado pintoresco? Charlie soltó su mano.

–¿Qué cartas? -dijo-. ¿De dónde salen tantas cartas?

–De momento, vamos a quedar en que tú le escribes más adelante. Déjame que te lo pregunte otra vez: ¿funciona?, ¿o matamos al guionista y lo dejamos correr?

Charlie tomó un trago de vino. Y otro más.

–Funciona. Al menos, por ahora.

–¿Y la carta…? No mucho… ¿Tú escribirías una cosa así?

–Si no es una carta de amor, ¿dónde más va uno a soltarlo todo?

–Magnífico. Entonces, es así como lo escribes, y es así como la historia se desarrolla hasta el momento. A excepción de un punto. Ésta no es la primera vez que te ves con Michel.

Sin ninguna teatralidad, Charlie dejó el vaso en la mesa de golpe. Parecía poseído de una nueva excitación:

–Escúchame bien -dijo, inclinándose hacia adelante, y la luz de la vela alumbró su bronceada sien como el sol un casco-. Escúchame, Charlie -repitió-. ¿Me estás escuchando?

Una vez más, no se molestó en esperar una respuesta.

–Una cita. Es de un filósofo francés: «El mayor crimen es no hacer nada por miedo a no poder hacer más que un poco.» ¿Te suena de algo?

–Virgen Santa -dijo Charlie, y de pronto, como para protegerse, cruzó los brazos sobre su pecho.

–¿Continúo? -De todos modos, continuó-. ¿No te hace pensar en nadie? «La única guerra de clases es la que hay entre colonialistas y colonizados, entre capitalistas y explotados. Nuestra misión es llevar la guerra al terreno de los que la provocan. A los millonarios racistas, que ven al Tercer Mundo como su huerto particular. A los corrompidos jeques del petróleo que han vendido el patrimonio de todos los árabes.» -Hizo otra pausa para observar cómo Charlie había deslizado la cabeza entre las manos.

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