Read La caza del meteoro Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

La caza del meteoro (23 page)

Zephyrin Xirdal, insensible a esos vulgares intereses, continuaba sumido en su contemplación, cuando un gran vocerío hirió sus oídos.

Al volverse, descubrió a la muchedumbre que se habían atrevido a penetrar en sus dominios. ¡He ahí una cosa que era verdaderamente intolerable!

Rápidamente se adelantó al encuentro de los invasores.

El delegado de Groenlandia le ahorró la mitad del camino.

—¿Cómo es eso, señor mío —dijo Xirdal, abordándole—, que ha entrado usted en mi casa? ¿No ha visto usted los carteles?

—Perdone usted, caballero —respondió cortésmente Mr. Schnack—; les hemos visto perfectamente, pero hemos creído que en atención a las circunstancias, verdaderamente excepcionales, podríamos excusarnos de faltar a las reglas generalmente admitidas.

—¿Circunstancias excepcionales? —preguntó Xirdal con candidez—. ¿Qué circunstancias excepcionales?

La actitud que entonces adoptó Mr. Schnack expresó, como es natural, cierta sorpresa.

—¿Qué circunstancias excepcionales? —replicó—. ¿Necesitaré, por ventura, decirle, caballero, que el bólido de Whaston acaba de caer en esta isla?

—Lo sé perfectamente —declaró Xirdal—. Pero nada de excepcional hallo yo en ello. Es un hecho sumamente trivial el de la caída de un bólido.

—No, porque es de oro.

—De oro, lo mismo que de otra cosa cualquiera, un bólido será siempre un bólido.

—No es esa la opinión de esos caballeros y de esas señoras —replicó Mr. Schnack, señalando la multitud de turistas, la mayor parte de los cuales no comprendían una sola palabra de todo aquel diálogo—. Todas estas personas no se hallan aquí más que para asistir a la caída del bólido de Whaston. Confiese usted que era duro, tras un viaje semejante, el verse detenido Por una valla de alambre.

—Es cierto —reconoció Xirdal, dispuesto a la conciliación.

Hallábanse de esta suerte las cosas en buen camino, cuando Mr. Schnack cometió la imprudencia de añadir:

—En lo que me concierne, no podía detenerme ante su valla, por cuanto se oponía al incumplimiento de la misión oficial de que estoy investido.

—¿Y esa misión consiste...?

—En tomar posesión del bólido, en nombre de Groenlandia, cuyo representante soy aquí.

Xirdal se había desobresaltado.

—¡Tomar posesión del bólido! —gritó—. ¡Pero usted está loco, caballero!

—No veo por qué —replicó Mr. Schnack un tanto picado—; el bólido ha caído en terreno groenlandés; pertenece, pues, al Estado groenlandés, toda vez que no pertenece a nadie.

—Eso es un cúmulo de errores —protestó Zephyrin Xirdal, con una naciente violencia—. El bólido, en primer lugar, no ha caído en territorio groenlandés, sino en un territorio mío, puesto que lo he comprado. El bólido, en segundo término, pertenece a alguien y ese alguien soy yo.

—¿Usted?

—Yo.

—¿A título de qué?

—Pues a todos los títulos posibles, mi querido señor. Sin mí, el bólido estaría gravitando aún en el espacio, en el cual, por muy representante que usted sea, hubiera tenido que irlo a buscar... ¿Cómo, por consiguiente, no había de ser mío estando como está en mi propiedad y habiendo sido yo el que le ha hecho caer?

—¿Dice usted...?

—Digo que he sido yo quien lo ha hecho caer. Yo cuidé, por otra parte, de informar a la Conferencia Internacional que, según parece, se reunió en Washington. Presumo que mi despacho interrumpiría todos sus trabajos inmediatamente.

Mr. Schnack miraba a su interlocutor con inquietud. ¿Se trataba de un bromista o de un loco?

—Caballero —respondió—, yo formaba parte de la Conferencia Internacional y puedo afirmarle que continuaba reunida a mi salida de Washington. Puedo, por otra parte, afirmarle igualmente que ningún conocimiento tengo del despacho de que usted habla.

Mr. Schnack era sincero. Un poco sordo, no había oído una sola palabra de aquel despacho, leído, como es costumbre en todo Parlamento que se respeta, en medio del infernal vocerío de las conversaciones particulares.

—Pues yo lo envié —afirmó Zephyrin Xirdal, que empezaba a sulfurarse—. Que llegara o no a su destino, nada cambia eso en mis derechos.

—¿Sus derechos? —replicó Mr. Schnack, a quien aquella inesperada discusión irritaba igualmente—. ¿Se atreve usted seriamente a sostener pretensiones sobre el bólido?

—¡Ya lo creo!

—¡Un bólido que vale seis trillones de francos!

—¿Y qué...? Aun cuando valiera trescientos mil millones de millares de millones de billones de millares de trillones..., no le impediría ser mío.

—¡Suyo...! Eso es una tontería... ¡Poseer un hombre solo más oro que el resto del mundo...! Eso no podría tolerarse.

—Yo no sé si podría o no tolerarse —gritó Zephyrin Xirdal, completamente encolerizado—. No sé más que una cosa, y es que el bólido es mío.

—Eso es lo que nosotros habremos de ver —concluyó diciendo Mr. Schnack en tono seco—. Por el momento, habrá usted de permitirnos que prosigamos nuestro camino.

Diciendo esto, el delegado tocó ligeramente el borde de su sombrero, y a una señal suya, el indígena se puso en marcha seguido de todos los demás invasores.

Zephyrin Xirdal, plantado sobre sus largas piernas, miró pasar a aquella muchedumbre; su indignación era enorme. ¡Entrar en su casa sin su permiso y conducirse como en país conquistado! ¡Negar sus derechos! Aquello pasaba de la raya.

Nada, empero, podía hacerse contra semejante multitud. Por eso, cuando todos habían desfilado, vióse reducido a batirse en retirada. Pero si estaba vencido, no estaba convencido, y mientras iba andando daba rienda suelta a su enojo.

—¡Esto es muy desagradable...! ¡Muy fastidioso! —exclamaba, gesticulando locamente.

La muchedumbre, sin embargo, tuvo que detenerse, pues el calor era verdaderamente insoportable.

Por lo demás, era perfectamente inútil seguir adelante.

A menos de cuatrocientos metros aparecía la esfera de oro, y todo el mundo podía contemplarla, como antes la habían contemplado Zephyrin Xirdal y Monsieur Robert Lecoeur. No irradiaba ya lo mismo que cuando trazaba su órbita en el espacio, pero tal era su brillo, que podían apenas los ojos soportarlo.

—¡Qué lástima! —no pudo dejar de exclamar Francis Gordon al observar la posición en que había quedado el bólido—; veinte pasos más, y se habría ido al fondo...

—De donde no se le habría sacado muy fácilmente —agregó Mrs. Arcadia Walker.

—¡Eh! Mr. Schnack no lo tiene todavía —hizo observar, riéndose, Seth Stanfort.

Allí estaban los señores Dean Forsyth y Sydney Hudelson, inmóviles, hipnotizados, por decirlo así; ambos habían intentado adelantar algunos pasos, pero uno y otro tuvieron que retroceder lo mismo que el impaciente «Omicron».

—Pero, al fin..., allí está... No en el fondo del mar... No se ha perdido para todos... Se halla en las manos de ese afortunado groenlandés... Bastará esperar. —He ahí lo que repetían los curiosos, detenidos por aquel terrible calor.

Sí, esperar; pero ¿cuánto tiempo? ¿No resistiría el bólido un mes, dos meses al enfriamiento? Semejantes masas metálicas con una temperatura tan elevada pueden permanecer ardiendo mucho tiempo. Ya se ha visto eso con meteoritos muchísimo más pequeños que el que tenían ante su vista.

Pasaron tres horas y nadie pensaba abandonar el sitio.

—Mr. Stanfort —dijo Mrs. Arcadia Walker—, ¿cree usted que bastarán algunas horas para enfriar ese bloque incandescente?

—Ni algunas horas ni algunos días, Mrs. Walker.

—Voy, pues, a volver a bordo del Oregón.

—Tiene usted razón, y, por mi parte, me dirigiré al Mozik; creo que ha sonado la hora de almorzar.

Era éste el partido más prudente; pero a Jenny y Francis Gordon hubo de serles totalmente imposible hacérselo tomar a los señores Forsyth y Hudelson.

En vano fue que la muchedumbre desfilara poco a poco; en vano Mr. Schnack se decidió, el último, a regresar a Upernivik; los dos maníacos se empeñaron en quedarse solos frente a su meteoro.

—En fin, papá, ¿viene usted? —preguntó por décima vez Jenny Hudelson, hacia las dos de la tarde.

Por toda respuesta, el doctor Hudelson dio una docena de pasos hacia delante; pero vióse obligado a retroceder precipitadamente; Mr. Dean Forsyth, que le había seguido, hubo también de batirse en retirada con no menor apresuramiento y celeridad.

—Vamos, querido tío —dijo a su vez Francis Gordon— vamos, Mr. Hudelson; ya es tiempo de que volvamos a bordo.

Vanos esfuerzos.

Tan sólo al caer la tarde, rendidos de cansancio y de inanición, se resignaron a abandonar la plaza, bien firmemente decididos, por supuesto, a volver al día siguiente.

Volvieron, en efecto, a primera hora, pero fue para tropezar con una cincuentena de hombres armados —todas las fuerzas groenlandesas— asegurando el servicio de orden en torno del precioso meteoro.

¿Contra quién tomaba el Gobierno aquella precaución...? ¿Contra Zephyrin Xirdal?

En ese caso, cincuenta hombres eran muchos; y tanto más cuanto que el bólido se defendía por sí solo; pues su infernal calor mantenía a los más audaces a respetuosa distancia; apenas si se había ganado un metro desde la víspera.

De seguir así las cosas, se necesitarían meses y meses para que Mr. Schnack pudiese tomar efectiva posesión del tesoro en nombre de Groenlandia.

No importaba; convenía guardar aquel tesoro; tratándose de cinco mil setecientos ochenta y ocho millares de millones toda precaución era bien poca.

A ruego de Mr. Schnack, había partido uno de los buques de la rada, a fin de llevar telegráficamente la gran nueva al Universo entero.

¿No destruiría los planes de Monsieur Lecoeur?

En manera alguna. Habiendo partido el Atlantic veinticuatro horas antes, y siendo notablemente superior la marcha del yate, disponía el banquero de treinta y seis horas de adelanto, plazo éste más que suficiente para llevar a feliz término su especulación financiera.

Si el Gobierno groenlandés se había sentido tranquilizado por la presencia de cincuenta guardias, ¿hasta qué punto no debió quedarlo en la tarde de aquel mismo día, sabiendo que setenta hombres vigilarían en lo sucesivo el meteoro?

Hacia mediodía, un crucero había anclado en Upernivik, ostentando la bandera estrellada de los Estados Unidos de América; apenas hubo su ancla tocado el fondo, cuando ese crucero había desembarcado veinte hombres, que acampaban ahora en los alrededores del bólido.

Al tener noticia Mr. Schnack de este crecimiento del servicio de orden, experimentó sentimientos contradictorios.

Si le satisfizo el saber que el precioso bólido estaba defendido con tanto celo, aquel desembarque de marinos americanos en armas sobre el territorio groenlandés no dejó de causarle serias inquietudes. El oficial que mandaba la fuerza desembarcada, a quien se dirigió, no pudo darle informes; obedecía a la orden de sus jefes y lo demás no le importaba.

Resolvióse, pues, Mr. Schnack a llevar al día siguiente sus quejas a bordo del crucero; pero al querer ejecutar su proyecto se halló en presencia de un doble trabajo.

Durante la noche, en efecto, había arribado un segundo crucero, esta vez inglés. El comandante, sabiendo que la caída del bólido era ya un hecho consumado, había desembarcado, a imitación de su colega americano, otra veintena de marinos, que se dirigieron también a paso acelerado hacia el Norte-Sudeste de la isla.

Mr. Schnack quedóse perplejo. ¿Qué significaba aquello?

Y sus perplejidades fueron aumentando a medida que el tiempo transcurría. Por la tarde llegó un tercer crucero, ostentando bandera tricolor, y dos horas más tarde veinte marineros franceses iban a montar, a su vez, la guardia en torno del bólido.

La situación, decididamente, se complicaba.

No debía, con todo, detenerse allí.

Sucesivamente fueron llegando otro crucero ruso, otro japonés, otro italiano, otro alemán, otro español, otro argentino, otro chileno, otro portugués y otro holandés.

El 25 de agosto, dieciséis buques de guerra, en medio de los cuales había vuelto discretamente a anclar él Atlantic, formaban ante Upemivik una escuadra internacional, como jamás habían visto otra aquellos parajes hiperbóreos.

Habiendo desembarcado cada uno de ellos veinte hombres, al mando de un oficial, trescientos veinte marineros y dieciséis oficiales de todas las nacionalidades ocupaban ahora un terreno que, a pesar de su valor, no habrían podido defender los cincuenta soldados groenlandeses.

Cada uno de los buques aportaba su contingente de noticias, noticias que no debían ser muy satisfactorias, a juzgar por sus efectos.

Si bien la Conferencia Internacional continuaba celebrando sus sesiones en Washington, sólo era por pura fórmula. La palabra ahora teníala la diplomacia, en espera de que se la concediese al cañón.

A medida que se iban sucediendo los buques, las noticias debían ser más inquietantes. Nada de preciso se sabía, pero circulaban sordos rumores en los Estados Mayores, y entre los diversos tripulantes las relaciones hacíanse más tirantes cada vez.

Durante todo ese tiempo, Zephyrin Xirdal continuaba furioso. Monsieur Lecoeur estaba cansado de oír sus incesantes recriminaciones, y en vano trataba de apelar a su buen sentido.

—Debes comprender, mi querido Zephyrin —le decía—, que Mr. Schnack tiene razón y que es imposible dejar a una sola criatura la libre disposición de una suma tan colosal... Pero déjame hacer a mí. Cuando la primera emoción se haya calmado, intervendré yo a mi vez, y juzgo imposible que no se tenga muy en cuenta la justicia de nuestra causa. Yo obtendré algo, sin duda...

—¡Algo! —gritaba Xirdal—. ¡Me río yo de ese algo...! ¿Qué quiere usted que haga yo de ese oro...? ¿Es que yo tengo necesidad de él acaso...?

—Entonces, ¿por qué excitarte de esa manera? —objetaba Monsieur Lecoeur.

—Porque el bólido es mío. Me irrita que se me quiera arrebatar. No lo he de soportar.

—Pero, ¿qué vas a hacer tú solo contra toda la Tierra, mi pobre Zephyrin?

—Si yo lo supiese ya estaría hecho... Pero, paciencia... Cuando esa especie de delegado emitió la pretensión de atrapar mi bólido, era ya bastante fastidioso...; pero ahora... tantos países, tantos ladrones... ¡Si yo lo hubiese sabido...!

Xirdal no salía de esto.

Hacía mal, en todo caso, en irritarse contra Mr. Schnack. El infortunado delegado no se hallaba muy satisfecho; nada bueno auguraba aquella invasión del territorio groenlandés; pero, ¿qué hacer? ¿Podía con sus cincuenta hombres lanzar al mar a los trescientos veinte marinos extranjeros y cañonear a los dieciséis mastodontes acorazados que le rodeaban?

Other books

Port of Errors by Steve V Cypert
Little Dead Monsters by Kieran Song
Sycamore Hill by Francine Rivers
Temptress Unbound by Lisa Cach
What Curiosity Kills by Helen Ellis
Let Me Love You by Mary Wine
A Far Piece to Canaan by Sam Halpern
Treasured Submission by Maggie Ryan


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024