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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Casa Corrino (3 page)

Pero como era el hijo del gran profeta Pardot Kynes, los fremen harían cola hasta el horizonte para disputarse el honor de fabricar una nueva prenda para él. Al fin y al cabo, compartían un objetivo: la prosperidad de Dune. Sin embargo, solo Kynes podía acercarse al emperador para presentar las peticiones necesarias.

Estos hombres imperiales no entienden nada.

La capa moteada de Liet flotaba tras él cuando avanzaba. En Kaitain, parecía poco más que una tela basta, pero él la llevaba como si fuera un manto real.

El chambelán anunció su nombre con brevedad, como ofendido por el hecho de que el planetólogo no poseyera suficientes títulos de nobleza o políticos. Kynes atravesó el salón con sus botas
temag
, no se molestó en caminar con elegancia. Se detuvo ante el estrado y habló con descaro, sin hacer una reverencia.

—Emperador Shaddam, debo hablar con vos de la especia y de Arrakis.

Los cortesanos lanzaron una exclamación, asombrados por su franqueza. El emperador se puso rígido, visiblemente ofendido.

—Eres osado, planetólogo. E iluso. ¿Piensas que no sé nada de asuntos tan vitales para mi Imperio?

—Pienso, señor, que los Harkonnen os han proporcionado información falsa, mentiras con las que os ocultan sus verdaderas actividades.

Shaddam enarcó una ceja rojiza y se inclinó hacia delante, con toda su atención concentrada en el planetólogo. Kynes continuó.

—Los Harkonnen son perros salvajes que destrozan el desierto. Explotan a los nativos. Las cifras de víctimas mortales entre los trabajadores de la especia son aún más elevadas que en los pozos de esclavos de Poritrin o Giedi Prime. Os he enviado numerosos informes en que detallo dichas atrocidades, y mi padre antes que yo hizo lo mismo. También os he facilitado un plan a largo plazo en donde explico cómo la plantación de hierba y de arbustos podría recuperar gran parte de la superficie de Dune, quiero decir Arrakis, para ser habitada. —Hizo una brevísima pausa—. Solo puedo deducir que no habéis leído nuestros informes, puesto que no hemos recibido respuesta, y no habéis emprendido ninguna acción.

Shaddam agarró los brazos del Trono del León Dorado. Las antorchas iónicas que lo flanqueaban rugieron como en una pobre imitación del horno encendido en la boca de Shai-Hulud.

—Tengo mucho que leer, planetólogo, y muy poco tiempo.

Los guardias Sardaukar se acercaron un poco más, en sintonía con el mal humor de su emperador.

—Y casi todo carece de importancia, comparado con el futuro de la producción de melange, ¿verdad?

La réplica de Liet escandalizó a Shaddam y a los demás presentes. Los guardias se pusieron en estado de alerta, con las espadas preparadas.

Kynes prosiguió, indiferente al peligro.

—He solicitado material nuevo y equipos de botánicos, meteorólogos y geólogos. He solicitado expertos en estudios culturales que me ayuden a descubrir por qué la gente del desierto sobrevive tan bien, mientras que los Harkonnen sufren tantas pérdidas.

El chambelán ya había oído bastante.

—Planetólogo, nadie exige al emperador. Solo Shaddam IV decide lo que es importante y dónde hay que distribuir recursos, gracias a la benevolencia de su mano imperial.

Ni Shaddam ni su lacayo acobardaron a Kynes.

—Y no hay nada más importante para el Imperio que la especia. Ofrezco una forma de que la historia recuerde al emperador como un visionario, siguiendo la tradición del príncipe heredero Raphael Corrino.

Ante tal audacia, Shaddam se puso en pie, algo que hacía muy pocas veces durante las audiencias imperiales.

—¡Basta!

Estuvo a punto de hacer llamar a un verdugo, pero la razón prevaleció. Por poco. Quizá necesitaría todavía a este hombre. Además, en cuanto empezara la producción de amal, sería divertido dejar que Kynes viera a su amado planeta languidecer hasta extinguirse.

—Mi ministro imperial de la Especia —dijo en tono calmo—, el conde Hasimir Fenring, llegará a Kaitain dentro de una semana. Si vuestras peticiones son correctas, él se encargará de facilitaros cuanto necesitéis.

Guardias Sardaukar avanzaron a toda prisa, cogieron a Kynes por los codos y lo sacaron al punto de la sala. No se resistió, ahora que había obtenido una respuesta. Comprendió que el emperador Shaddam era un necio y un egocéntrico, y dejó de tenerle respeto, por más planetas que gobernara.

Ahora, Kynes sabía que los fremen tendrían que cuidar de Dune sin ayuda de nadie.

3

Los que están vivos a medias piden lo que les falta…, pero lo rechazan cuando se lo ofrecen. Temen la prueba de su propia insuficiencia.

Atribuido a S
ANTA
S
ERENA
B
UTLER
,
Apócrifos de la Jihad

En el salón de banquetes del castillo de Caladan, criados vestidos con elegancia mantenían la apariencia de normalidad, aunque su duque solo era una sombra de lo que había sido.

Mujeres ataviadas con vestidos de colores alegres corrían por los pasillos de piedra. Velas perfumadas iluminaban cada cavidad. Pero ni los mejores platos preparados por el cocinero, ni la vajilla y cubertería de excelsa calidad, ni la música relajante podían disipar la tristeza que se había apoderado de la Casa Atreides. Todos los criados notaban el dolor de Leto, y no podían hacer nada por ayudarle.

Lady Jessica ocupaba una silla de madera de elacca tallada cerca de un extremo de la mesa, su lugar oficial como concubina favorita del duque. A la cabecera se sentaba Leto Atreides, alto y orgulloso, tratando con distraída cortesía a los criados que traían los diferentes platos.

Había numerosos asientos vacíos en la sala, demasiados. Para apaciguar el lacerante dolor de Leto, Jessica había hecho desaparecer con discreción la sillita fabricada para Victor, el hijo del duque, muerto a la edad de seis años. Pese a su formación Bene Gesserit, Jessica había sido incapaz de calmar el dolor de Leto, y su corazón sufria por él. Tenía muchas cosas que decirle, si tan solo quisiera escucharla.

En lados opuestos de la larga mesa se sentaban el mentat Thufir Hawat y el contrabandista Gurney Halleck. Gurney, que por lo general alegraba cualquier reunión con una canción y su baliset, estaba ocupado con los preparativos para el viaje secreto a Ix que Thufir y él emprenderían dentro de muy poco, con el fin de intentar descubrir algún punto débil en las defensas tleilaxu.

Con su mente de ordenador, Thufir era capaz de imaginar cientos de planes y contingencias en un instante, lo cual le convertía en un elemento vital de la misión. Gurney era un especialista en infiltrarse en lugares donde nunca había estado y en escapar en las circunstancias más difíciles. Tal vez aquellos dos triunfaran donde todos los demás habían fracasado…

—Tomaré un poco más de ese Caladan blanco —dijo el maestro espadachín Duncan Idaho, al tiempo que levantaba su vaso. Un criado se precipitó hacia delante con una botella de costoso vino local, Duncan sostuvo la copa en alto mientras el criado decantaba el delicioso líquido dorado de la botella. Levantó una mano para indicarle que aguardara, probó el vino y pidió más.

En el incómodo silencio, Leto miraba hacia las puertas de entrada…, como si esperara impaciente la llegada de alguien más. Sus ojos eran como carámbanos de hielo humeante.

La explosión en el dirigible, el aparato en llamas…

Rhombur mutilado y quemado, Victor muerto…

Y después, averiguar que todo había sido provocado por Kailea, la celosa concubina de Leto, la propia madre de Victor, que se había arrojado desde una alta torre del castillo de Caladan, abrumada por la vergüenza y el dolor…

El cocinero salió de sus dominios, portando con orgullo una bandeja.

—Nuestro mejor plato, duque Leto. Creado en vuestro honor.

Era un parapescado carnoso envuelto en hojas aromáticas. Había ramitas de romero encajadas en los pliegues de la carne rosada. Enebrinas de un color azul púrpura estaban esparcidas por la bandeja-como joyas. Aunque sirvió a Leto el mejor trozo, el duque no levantó su tenedor. Siguió con la vista clavada en la puerta principal. Esperando.

Por fin, reaccionando ante el sonido de unos pasos y el zumbido de un motor, Leto se levantó, con expresión de impaciencia y preocupación. La Bene Gesserit Tessia entró en el salón de banquetes. Examinó la estancia, observó las sillas, el suelo de piedra sin la alfombra, y cabeceó en señal de aprobación.

—Está haciendo admirables progresos, mi duque, pero tendréis que ser paciente.

—Él tiene paciencia por todos nosotros —dijo Leto, y su expresión empezó a insinuar el pálido amanecer de una sonrisa.

El príncipe Rhombur Vernius, con una precisión calculada que se reflejaba en levísimos movimientos de músculos electrolíquidos, la flexión de hilo shiga y nervios microfibrosos, entró en el salón de banquetes. Su rostro surcado de cicatrices, una combinación de piel natural y artificial, transparentaba su intensa concentración. Gotas de sudor perlaban su frente marfileña. Vestía un manto corto y suelto. En la solapa brillaba una hélice púrpura y cobre, orgulloso símbolo de la caída Casa Vernius.

Tessia corrió hacia él, pero Rhombur levantó un dedo de polímeros y metal pulido, para indicar que le dejara continuar solo.

La explosión del dirigible había destrozado su cuerpo, quemado sus extremidades y la mitad de su cara, y destruido casi todos sus órganos. No obstante, se había aferrado a la vida, un ascua casi apagada de una llama otrora brillante. Lo que quedaba ahora era poco más que un pasajero de un vehículo mecánico en forma de hombre.

—Voy lo más rápido posible, Leto.

—No hay prisa. —El corazón del duque sufría por su valiente amigo. Habían pescado juntos, practicado toda clase de juegos, flirteado y planeado estrategias durante años—. No me perdonaría que cayeras y rompieras algo, como la mesa, por ejemplo.

—Muy divertido.

Leto recordó que los infames tleilaxu habían querido recoger muestras genéticas de las estirpes Atreides y Vernius, con la intención de chantajear al duque en esos momentos de dolor. Habían hecho al angustiado Leto una oferta diabólica: a cambio del cuerpo mutilado pero todavía vivo de su mejor amigo, Rhombur, cultivarían un ghola, un clon extraído de células muertas, de su hijo Victor.

Odiaban a la Casa Atreides, pero todavía más a la Casa Vernius, a la que habían expulsado de Ix. Los tleilaxu habían querido acceder al ADN completo de los Atreides y los Vernius. Con los cuerpos de Victor y Rhombur, habrían podido crear un número ilimitado de gholas, clones, asesinos y replicantes.

Pero Leto había rechazado su oferta, y contratado los servicios de Wellington Yueh, un médico Suk especializado en la sustitución de extremidades orgánicas.

—Os agradezco la cena que celebráis en mi honor. —Rhombur contempló los platos y bandejas dispuestos sobre la mesa—. Siento que la comida se haya enfriado.

Leto inició los aplausos. Duncan y Jessica, sonrientes, le imitaron. Jessica observó un brillo de lágrimas cautivas en la mirada del duque.

El doctor Yueh caminaba al lado de su paciente, mientras estudiaba una placa de datos manual que recibía impulsos de los sistemas cibernéticos de Rhombur. El médico frunció los labios.

—Excelente. Funcionáis tal como estaba previsto, aunque hay que afinar todavía algunos componentes.

Caminó alrededor de Rhombur como un hurón, mientras el príncipe avanzaba con pasos lentos y estudiados.

Tessia apartó una silla para Rhombur. Sus piernas sintéticas eran fuertes y robustas, pero carentes de gracia. Sus manos parecían guantes blindados. Sus brazos colgaban a los costados como remos recorridos por circuitos.

Rhombur sonrió al ver el enorme pescado que acababan de servir.

—Eso huele de maravilla. —Volvió la cabeza, un lento movimiento de rotación, como sobre una banda de rodamiento—. ¿Cree que podría comer un poco, doctor Yueh?

El médico Suk se acarició el largo bigote.

—Probadlo tan solo. Vuestro sistema digestivo necesita trabajar más.

Rhombur volvió la cabeza hacia Leto.

—Parece que, al menos durante un tiempo, voy a consumir más células de energía que postres.

Se acomodó en la silla, y los demás le imitaron.

Leto alzó la copa e intentó pensar en un brindis. Después, su rostro adquirió una expresión de angustia, y se limitó a tomar un sorbo.

—Lamento que te haya pasado esto, Rhombur. Estas… prótesis mecánicas… son lo mejor que he podido encontrar.

El rostro surcado de cicatrices de Rhombur se iluminó con una combinación de gratitud e irritación.

—¡Infiernos carmesíes, Leto, deja de disculparte! Si intentas descubrir todas las facetas de la culpa, la Casa Atreides se consumirá durante años, y todos nos volveremos locos. —Levantó un brazo mecánico, giró la mano unida a la articulación de la muñeca y la miró—. No está tan mal. De hecho, es maravillosa. El doctor Yueh es un genio. Deberías contratarlo para siempre.

El médico Suk se removió inquieto, en un esfuerzo por disimular el placer que le causaba el cumplido.

—Recordad que procedo de Ix, de manera que admiro las maravillas de la tecnología —dijo Rhombur—. Ahora, soy un ejemplo viviente. Si hay alguna persona mejor preparada para adaptarse a esta nueva situación, me gustaría conocerla.

Durante años, el príncipe exiliado Rhombur había esperado con paciencia, y prestado apoyo al movimiento de resistencia de su devastado planeta, incluyendo discos explosivos y suministros militares proporcionados por el duque Leto.

En los últimos meses, a medida que Rhombur recuperaba las fuerzas, también se había fortalecido mentalmente. Aunque apenas era un hombre, cada día hablaba de la necesidad de reconquistar Ix, hasta el punto de que el duque Leto, e incluso su concubina Tessia, le aconsejaban que se calmara.

Por fin, Leto había accedido a correr el riesgo de enviar un equipo de reconocimiento, compuesto por Gurney y Thufir, con el fin de lograr algo que le compensara de todas las tragedias a las que había sobrevivido. La cuestión no era si podían lanzar un ataque, sino cuándo y cómo.

Tessia habló sin mover su mirada.

—No subestiméis la fortaleza de Rhombur. Vos, más que nadie, sabéis a lo que hay que adaptarse con el fin de sobrevivir.

Jessica reparó en la expresión de adoración de la concubina. Tessia y Rhombur habían pasado años juntos en Caladan, y durante ese tiempo, ella le había alentado a prestar apoyo a los luchadores de Ix, para así recuperar su trono. Tessia le había apoyado en las peores épocas, incluso después de la explosión. Tras recobrar la conciencia, Rhombur le había dicho:

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