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Authors: Madeline Miller

Tags: #Histórico

La canción de Aquiles (12 page)

BOOK: La canción de Aquiles
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El centauro posó los ojos sobre mí antes de responderme:

—Ninguna de tus peleas te granjeará la fama. ¿Te sorprende?

El tono realista de Quirón y el modo en que lo dijo aliviaron un poco lo hiriente de sus palabras.

—No —contesté con sinceridad.

—Aun así, no está fuera de tu alcance ser un soldado competente. ¿Deseas aprender esto?

Pensé en los ojos apagados del chico al que había matado y en lo deprisa que se había encharcado de sangre el suelo; y en Aquiles, el mejor guerrero de su generación; y en Tetis, que me lo arrebataría si le resultaba posible.

—No —respondí.

Y así acabaron nuestras clases de adiestramiento militar.

La primavera dio paso al verano y los bosques se hicieron frondosos y cálidos, y se llenaron de caza y frutos. Los emisarios de Peleo trajeron presentes a Aquiles cuando cumplió catorce años. Resultaba un tanto extraño verlos ahí, en la montaña, con sus uniformes y libreas de palacio. Yo les miraba a los ojos, viendo el destino de sus miradas: yo, Aquiles y, sobre todo, Quirón. Los cotilleos hacían furor en la corte y esos hombres iban a ser recibidos como reyes a su regreso. Me dio una gran alegría verles marchar con todos los arcones vacíos.

Todos los regalos fueron bien recibidos: nuevas cuerdas de lira, túnicas limpias hechas con la mejor lana, un arco nuevo provisto con flechas rematadas en punta de metal. Acariciamos con los dedos las puntas, cuyo extremo punzante iba a garantizarnos carne en la comida de días futuros.

Algunos obsequios fueron menos útiles, como capas con hilo de oro que delatarían a su portador a cincuenta pasos de distancia o un cinto tachonado de joyas, demasiado pesado para llevarlo en cualquier actividad práctica. También había un tabardo para caballo entretejido con oro, digno de la montura de un príncipe.

—Espero que no sea para mí —observó Quirón, enarcando una ceja.

Nosotros lo rasgamos para obtener compresas, vendas y telas. El material era perfecto para llevar comida.

—Ha pasado casi un año desde que vinimos —comentó Aquiles mientras una fresca brisa nos acariciaba la piel.

—A mí no se me ha hecho largo —repuse. Estaba semidormido y tenía la vista perdida en el azul del cielo vespertino.

—¿Echas de menos el palacio de Peleo? —quiso saber.

Pensé en los regalos de su padre, en los siervos y las miradas de estos, y también los chismorreos que iban a contar en Ftía.

—No —respondí.

—Tampoco yo —me contestó—. Pensé que podría ocurrir, pero no es así.

Y los días se convirtieron en meses y de esa guisa transcurrió otro año.

Diez

E
sa primavera habíamos cumplido quince años. El hielo invernal había durado más de lo habitual y ahora nos solazábamos una vez más a la luz del sol. La ligera brisa nos había puesto piel de gallina al habernos quitado la túnica. No había estado tan desnudo en todo el invierno, demasiado crudo como para quitarse las capas y las pieles, a excepción de las rápidas abluciones que realizábamos en una roca vaciada para que sirviera de pila. Aquiles hacía estiramientos para desentumecer los músculos después de la larga hibernación en la cueva. Habíamos pasado toda la mañana nadando y cazando en el bosque. Mis músculos fatigados estaban contentos de entrar en acción otra vez.

Le observé. En monte Pelión solo había un espejo: la superficie oscilante del río, así que únicamente podía evaluar mis cambios mirando a Aquiles, cuyos miembros eran aún finos, pero debajo de la piel resultaba posible apreciar su abultamiento cada vez que se movía. Su semblante era también más firme y los hombros se le habían ensanchado.

—Pareces mayor —observé.

Se detuvo y se volvió hacia mí.

—¿Sí…?

—Sí —asentí—. ¿Y yo?

—Ven aquí —me pidió. Me levanté y me encaminé hacia él, que contempló unos instantes antes de decir—: Sí.

—¿Cómo…? ¿Mucho? —quise saber.

—Tu rostro es diferente —contestó.

—¿Dónde?

Alargó la mano derecha hasta tocar mi mandíbula y la recorrió con las puntas de los dedos.

—Aquí tu rostro es más ancho que antes. —Alcé mi propia mano para palpar esa diferencia, pero a mí se me antojó como siempre: era hueso y piel. Aquiles me cogió la mano y me la llevó hasta la clavícula—. Y también has aumentado de tamaño aquí… y aquí —continuó, tocando suavemente con el dedo el bulto que sobresalía de mi garganta.

Tragué saliva cuando sentí la yema ponerse en movimiento otra vez sobre mi piel.

—¿Y dónde más? —pregunté.

Él indicó el atisbo de fino pelo oscuro que me corría por el pecho y el estómago. Me empezaron a arder los carrillos cuando detuvo el dedo.

—Ya vale —dije, más abruptamente de lo que pretendía en realidad.

Tomé asiento sobre la hierba y él reanudó los ejercicios de estiramiento. Observé cómo la brisa le alborotaba los cabellos y el modo en que el sol incidía sobre su piel dorada. Me eché hacia atrás y dejé que los rayos de luz me bañaran a mí también.

Al cabo de un tiempo se detuvo y vino a sentarse junto a mí. Observamos la hierba, los árboles y los nudos de los brotes recién salidos.

—No creo que te disguste tu aspecto actual —dijo con voz lejana, casi despreocupada.

Me ardieron otra vez las mejillas, pero no hablamos más del asunto.

Estábamos a punto de cumplir los dieciséis años. Los emisarios de Peleo no tardarían en acudir con presentes, pronto saldrían las bayas y las frutas estarían maduras y listas para ser recogidas. Esa edad era el último año de la infancia. Después, nuestros padres nos llamaban hombres y no vestíamos solo túnicas, sino también capas y chitones
[6]
. Acordarían un matrimonio para Aquiles y yo también podía casarme si así lo deseaba. Volví a pensar en aquellas siervas de ojos apagados y recordé los retazos de conversación de los chicos, la cháchara sobre tetas, caderas y fornicio.

—Es suave como la seda.

—Te olvidas hasta de tu nombre en cuanto tienes cerca sus melones.

Las voces de los muchachos eran agudas de pura excitación y aumentaba también el timbre de las mismas, pero mi mente se escabullía como un pez para no ser apresado cada vez que imaginaba de qué estaban hablando.

Otras imágenes sustituían a aquellas: la curva de un cuello por encima de una lira, un cabello centelleante a la luz del fuego, unas manos de tendones marcados. Estábamos juntos día y noche, y yo no podía escapar al olor del ungüento de sus pies ni a los atisbos de su piel desnuda mientras se vestía. Me obligaba a dejar de mirarle y recordaba el día en la playa, la frialdad de sus ojos y cómo había huido de mi lado. Y siempre me acordaba de su madre.

Comencé a alejarme por mi cuenta a primera hora de la mañana, cuando Aquiles aún dormía, o por las tardes, mientras él realizaba sus prácticas de lanza. Solía llevarme una flauta, pero rara vez la tocaba. En vez de eso, buscaba un buen árbol donde apoyarme y respirar el agudo olor de los cipreses que traía la brisa desde lo alto del monte.

La mano se movía lentamente y de forma inconsciente, como si escapara a mi control, hasta acabar entre mis muslos. Había algo vergonzoso en aquello que hacía y algo aún más indecente en los pensamientos que me venían a la cabeza mientras lo hacía, pero habría sido peor pensar en ello mientras estaba en la cueva de paredes rosadas, con él a mi lado.

A veces resultaba difícil regresar a la gruta.

—¿Dónde has estado? —me preguntaba.

—Por ahí —respondía yo, señalando a cualquier punto sin mucha precisión.

Él asentía, pero yo sabía que se había percatado del arrebol de mis mejillas.

La canícula estival fue en aumento y nosotros buscábamos la sombra próxima al río, cuyas aguas trazaban arcos de la luz cuando nos hacíamos aguadas y nos zambullíamos en su cauce. Las rocas del fondo estaban cubiertas de musgo y eran frías al tacto: resbalaban bajo las puntas de mis pies cuando lo vadeaba. Gritábamos para asustar a los peces y hacerlos salir de sus agujeros en el lodo o de las aguas más tranquilas que había corriente arriba. Me tumbaba de espaldas sobre el agua y me dejaba mecer por el cauce ahora que el ímpetu del deshielo había perdido empuje. Me encantaba sentir la caricia del sol sobre el vientre y el frescor del lecho del río debajo del cuerpo. Aquiles flotaba junto a mí o nadaba contra el suave tirón de la corriente.

Cuando nos cansábamos de haraganear de ese modo nos agarrábamos a las ramas bajas de las mimbreras y nos alzábamos hasta suspendernos sobre las aguas y nos liábamos a darnos patadas el uno al otro hasta que nuestras piernas terminaban enredándose. Nos liberábamos zafándonos del otro o nos subíamos a la rama.

Un día tomé impulso, me solté de mi rama y me lancé hacia su cuerpo en suspensión. Aquiles soltó un «oh» de sorpresa. Forcejeamos durante unos instantes cuando me abracé a él entre risas. Entonces se escuchó un fuerte chasquido y su rama se partió en dos, sumergiéndonos en el río.

Jadeábamos ansiosos cuando emergimos a la superficie. Aquiles se fue a por mí enseguida y me arrastró hacia el fondo. Forcejeamos un poco, salimos otra vez y nos hundimos de nuevo.

Al final nos arrastramos hasta la orilla, donde nos tumbamos entre las juncias y otras hierbas del humedal con los pulmones ardiendo y los rostros colorados tras el largo periodo pasado debajo del agua. Nuestros pies se hundieron en el frío lodo acumulado en la orilla del río. La melena chorreaba agua y yo observaba cómo formaba arroyuelos entre los brazos y las líneas del pecho.

Me desperté a primera hora el día del decimosexto cumpleaños de Aquiles. Quirón me había enseñado la ubicación de un árbol en la ladera opuesta del Pelión donde los higos acababan de madurar. Eran los primeros de la temporada.

—Aquiles no lo sabe —me aseguró el centauro.

Los vigilé durante varios días. Los grandes brotes verdes se hincharon y se oscurecieron, cobrando peso, y esa mañana los recogí para que pudiera tomarlos como desayuno.

No era mi único regalo. Había encontrado un trozo de madera seca de fresno y me había puesto a tallar las capas más suaves. A los dos meses empezó a cobrar vida la forma de un chico tocando la lira, alzaba la cabeza hacia el cielo y abría la boca, como si cantara. La llevaba encima mientras iba a por los higos.

Unos higos grandes y hermosos colgaban del árbol. Su carne curva imploraba el toque de mis dedos, pues dos días después ya se habrían pasado de maduros. Los guardé en un frutero de madera y los llevé con todo cuidado de regreso a la cueva.

Aquiles se hallaba sentado en el claro junto a Quirón. A sus pies descansaba una caja sin abrir. Abrió los ojos de gozo mientras se hacía cargo de los higos. Se puso de pie y tomó el frutero antes de que pudiera ofrecérselo. Comimos higos hasta quedar ahítos. Acabamos con los dedos y los mentones pringosos por la dulce untuosidad de la fruta.

El arcón de Peleo contenía más túnicas y cuerdas de lira, pero esta vez, por su decimosexto cumpleaños, incluía una capa teñida con la carísima púrpura de
murex
[7]
. Era la capa de un príncipe, de un futuro rey, y advertí cuánto le complacía ese obsequio. Iba a sentarle muy bien cuando se la pusiera, lo supe, pues el púrpura parecía aún más suntuoso en contraposición con el color dorado de sus cabellos.

Quirón también le hizo regalos: un cayado de paseo y una vaina para el cuchillo. Por último, le hice entrega de la talla. Aquiles la estudió y repasó con las yemas de los dedos las pequeñas marcas que mi cuchillo había dejado a su paso.

—Eres tú —le informé, sonriendo como un bobalicón.

Él alzó los ojos y en ellos pude advertir el brillo de la alegría.

—Lo sé.

Un anochecer no mucho después de eso nos entretuvimos hasta tarde junto a los rescoldos del fuego. Aquiles había permanecido ausente buena parte de la tarde, pues Tetis había venido y le había retenido a su lado mucho más de lo habitual. Luego, se entretuvo interpretando en la lira de mi madre una música reposada y refulgente como las estrellas del firmamento.

Quirón bostezó cerca de mí mientras se apoyaba un poco más sobre las patas plegadas. La lira enmudeció al instante y Aquiles preguntó en la oscuridad:

—¿Estás cansado, Quirón?

—Sí.

—En tal caso, vamos a marcharnos para dejarte descansar.

Por lo general no solía tener tanta prisa por irse, ni siquiera para hablar conmigo, pero también yo estaba agotado, y no puse objeciones. Se levantó y se despidió del centauro antes de encaminarse hacia la boca de la cueva. Yo estiré los brazos y me demoré junto a las llamas durante un rato antes de seguirle.

En el interior, Aquiles ya se había acostado. Tenía el rostro húmedo después de haberse lavado en el manantial. También yo me lavé un poco, echándome agua fría sobre la frente.

—Aún no me has preguntado nada sobre la visita de mi madre.

—¿Qué tal está?

—Se encuentra bien. —Siempre me respondía lo mismo, y ese era el motivo por el cual a veces no le decía nada.

—Bien —contesté mientras recogía un poco de agua para quitarme de la cara el jabón hecho con aceite de oliva; aún olía un poco a oliva y a manteca.

—Mi madre dice que aquí no puede vernos.

—¿Eh…? —contesté, pues no esperaba que dijera nada más sobre ese tema.

—No puede ver lo que hacemos aquí, en Pelión.

Había una nota forzada y tensa en su voz. Me volví hacia él.

—¿Qué quieres decir?

Contempló fijamente el techo.

—Dice… Le pregunté si nos ve aquí —me explicó con voz aguda—. Y dice que no, que no puede.

En la cueva se hizo un silencio absoluto, solo roto por el lento goteo del agua al escurrir de lo alto.

—Ah.

—Deseaba decírtelo porque… —Hizo una pausa—. Pensé que te gustaría saberlo. No le… —Aquiles efectuó otra pausa—. No le hizo gracia alguna que se lo preguntara.

—No le hizo gracia alguna —repetí. Me dio un mareo solo de darle vueltas y más vueltas en la cabeza a esa idea. «No puede vernos». Caí en la cuenta de que me había quedado casi inmóvil junto al lavamanos, con la toalla a medio camino hasta el mentón. Estaba abrumado por una oleada de esperanza y pavor. Eché hacia atrás las mantas y me tendí sobre el lecho, ya caliente por el cuerpo de Aquiles, que permanecía con la vista fija en el techo—. ¿Te complace… su respuesta? —inquirí al cabo de un rato.

—Sí.

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