La campanilla de la doncella y otros relatos (11 page)

La acusada mantuvo su declaración los dos primeros días, a pesar de su improbabilidad; pero al tercero le llegó la noticia de que Hervé de Lanrivain, joven noble de la vecindad, había sido detenido por complicidad en el crimen. Entonces aprovecharon dos o tres testigos para declarar que era sabido en toda la región que, en otro tiempo, Lanrivain había estado en buena relación con la dama de Cornault, pero que se había ausentado de Bretaña durante más de un año y la gente había dejado de relacionar sus nombres. Las personas que declararon esto no gozaban de muy buena reputación. Una de ellas era una vieja recogedora de hierbas sospechosa de brujería; otra, un clérigo borracho de la parroquia vecina; y la tercera, un pastor medio chiflado al que se le podía hacer decir cualquier cosa. Era evidente que el proceso no era totalmente satisfactorio sobre este particular y que habrían deseado encontrar una prueba más sólida sobre la complicidad de Lanrivain que las deposiciones de la recogedora de hierbas, quien juraba haberlo visto trepar por el muro del parque la noche del asesinato. Una manera de completar pruebas fragmentarias en aquellos tiempos consistía en ejercer alguna clase de presión, moral o física, sobre la persona acusada. No está claro a qué clase de presión sometieron a Anne de Cornault. Pero al tercer día, cuando fue llevada ante el tribunal, «parecía débil e incoherente»; y tras instalarla a que se sosegase y dijese la verdad, por su honor y por las llagas del Santísimo Redentor, confesó que, efectivamente, había bajado la escalera para hablar con Hervé de Lanrivain (quien lo negó todo) y de allí le había sorprendido el ruido de la caída de su esposo. Esta estaba mejor; y el fiscal se frotó las manos de satisfacción. La satisfacción aumentó cuando varios colonos que vivían en Kerfol fueron inducidos a decir —con aparente sinceridad— que durante un año o dos antes de su muerte, el señor se había vuelto otra vez variable e irascible, y propenso a los períodos de hosco mutismo que su servidumbre había aprendido a temer antes de su segundo matrimonio. Lo cual parecía demostrar que las cosas no marchaban bien en Kerfol, aunque no pudieron encontrar a nadie que dijese que hubiera habido signo alguno de desavenencia entre marido y mujer.

Anne de Cornault, al ser interrogada sobre el motivo por el que bajó de noche a abrirle la puerta a Hervé de Lanrivain, dio una respuesta que debió de hacer sonreír al tribunal. Dijo que porque estaba sola y quería hablar con el joven. «¿Era ésa la única razón?», le preguntaron; y contestó: «Sí, por la cruz que hay sobre las cabezas de vuestras Señorías». «Pero ¿por qué a medianoche?», preguntó el tribunal. «Porque no podía verlo de ninguna otra manera». Imagino el intercambio de miradas sobre los cuellos de armiño, debajo del crucifijo.

Anne de Cornault, interrogada más tarde, dijo que su vida de casada había sido extremadamente solitaria; «desolada», fue la palabra que empleó. Era cierto que su esposo le hablaba raramente con aspereza, pero había días en que no le dirigía la palabra. Era cierto también que jamás la había maltratado ni amenazado, pero la tenía como una prisionera en Kerfol; y cuando se marchaba a Morlaix, a Quimper o a Rennes, la sometía a tal vigilancia que no podía coger una flor del jardín sin tener a una doncella pegada a sus talones. «No soy reina, no necesito tales honores», dijo una vez a su esposo; y él le contestó que un hombre que tiene un tesoro no deja la llave en la cerradura cuando se ausentaba. «Entonces llevadme con vos», había insistido ella. Pero a esto replicó que las ciudades eran lugares perniciosos y que las jóvenes esposas estaban mejor junto a la chimenea.

—Pero ¿qué queríais decirle a Hervé de Lanrivain? —preguntó el tribunal.

Y ella contestó:

—Quería pedirle que me llevase con él.

—¡Ah! ¿Confesáis que bajasteis a abrirle con intenciones adúlteras?

—No.

—Entonces, ¿por qué queríais pedirle que os llevase con él?

—Porque temía por mi vida.

—¿De quién teníais miedo?

—De mi esposo.

—¿Por qué teníais miedo de vuestro esposo?

—Porque había estrangulado a mi perrito.

Otra sonrisa debió de cruzar por los rostros del tribunal: en los tiempos en que un noble tenía derecho a ahorcar a su campesinos —derecho que la mayoría ejercía—, retorcerle el cuello a un animal favorito no podía escandalizar a nadie.

Al llegar aquí, uno de los jueces, a quien al parecer la acusada inspiraba cierta simpatía, sugirió que debían permitirle explicarse a su manera; en consecuencia, hizo la siguiente declaración:

Que durante los primeros años de matrimonio había estado muy sola, aunque su esposo no la había tratado con rigor. Si hubiese tenido un hijo, no habría sido infeliz; pero los días eran largos y demasiado lluviosos.

Era cierto que su esposo, cada vez que se iba y la dejaba, le traía un precioso regalo a su regreso. Pero eso no compensaba su soledad; al menos, hasta que trajo su perrito de Oriente; entonces se sintió mucho menos desdichada. Su esposo parecía complacido al verla tan encariñada con el animal; le dio permiso para que le pusiese su brazalete de joyas en el cuello y que lo tuviera siempre con ella.

Un día se había quedado dormida en su habitación, con el perro a sus pies, como era su costumbre. Tenía los pies desnudos y apoyados en su lomo. De pronto, la despertó su esposo; estaba junto a ella sonriendo, no con desafecto.

—Os parecéis a mi bisabuela, Juliane de Cornault, descansando en la capilla con un perrito a los pies —dijo.

La analogía le produjo a la dama un escalofrío, pero rió y contestó:

—Bueno; cuando muera, ponedme junto a ella, esculpida en mármol, con el perro a mis pies.

—¡Ah…, tendremos que esperar! —dijo riendo él también; luego frunció sus negras cejas, y añadió—: El perro es el emblema de la fidelidad.

—¿Y dudáis que yo tenga derecho a descansar con él a mis pies?

—Cuando tengo una duda la aclaro —contestó—. Soy viejo —añadió—, y la gente dice que os hago llevar una vida solitaria. Pero juro que tendréis vuestro monumento si os lo ganáis.

—Y yo os juro ser fiel —replicó ella—, aunque no sea más que por tener mi perrito a los pies.

Algún tiempo después el barón tuvo que asistir al tribunal de Quimper; y estando ausente, una tía suya, viuda de un ilustre noble del ducado, se detuvo a pasar la noche en Kerfol, camino del
pardon
de Ste. Barbe. Era una mujer piadosa e influyente, y muy respetada por Yves de Cornault; y cuando le propuso a Anne que fuese con ella a Ste. Barbe, nadie se opuso, y hasta el capellán se mostró a favor de esta peregrinación. Así que Anne salió para Ste. Barbe, y allí habló por primera vez con Hervé de Lanrivain. Éste había ido una vez o dos a Kerfol con su padre, pero la dama no había llegado a intercambiar una docena de palabras con él. Esta vez no hablaron más de cinco minutos; fue bajo los castaños, mientras la procesión salía de la capilla. Él dijo «Os compadezco». Ella se sorprendió, ya que nunca había imaginado que pudiese ser compadecida por nadie. Y añadió: «Llamadme cuando me necesitéis». Ella sonrió; pero luego se alegró, y pensó en este encuentro.

Confesó haberlo visto tres veces después: no más. No dijo cómo ni dónde… Dio la impresión de que temía implicar a alguien. Sus encuentros habían sido escasos y breves y, al final, él le había dicho que iba a marcharse al día siguiente a un país extranjero, en una misión que no carecía de peligro y que quizá le retendría muchos meses. Le pidió un recuerdo y ella no encontró a mano otra cosa que el collar que llevaba puesto el perrito. Después se arrepintió de habérselo dado, pero le veía tan desdichado por marcharse que no tuvo valor para negárselo.

Su esposo estaba ausente por entonces. Cuando regresó, unos días más tarde, cogió al animal para acariciarlo y observó que le faltaba el collar. Su esposa le dijo que el perro lo había perdido en la maleza y que ella y sus doncellas lo habían estado buscando todo el día. Era cierto, explicó ella en el tribunal, que había hecho que las doncellas buscasen el collar…; todas creyeron que el perro lo había perdido en el parque.

Su esposo no hizo ningún comentario; y esa noche, en la casa, se comportó con su humor habitual, entre bueno y malo: nunca se sabía cuál. Habló mucho, comentando qué había hecho y visto en Rennes; pero de cuando en cuando se quedaba callado, y la miraba severamente; y cuando ella se retiró a dormir, encontró a su perrito estrangulado encima de la almohada. El pobre animal estaba muerto, aunque caliente todavía; se inclinó para cogerlo, y su angustia se convirtió en horror al descubrir que había sido estrangulado con dos vueltas de la gargantilla que ella le había dado a Lanrivain.

A la mañana siguiente enterró al perro en el jardín y se ocultó el collar en el pecho. No dijo nada a su esposo, ni entonces ni más tarde, y él tampoco hizo ningún comentario. Pero ese día ahorcó él a un labriego por robar un haz de leña en el parque, y al día siguiente casi mató a palos a un potro que estaba domando.

Empezó el invierno, pasaban uno tras otro los cortos días y las largas noches; y la dama no tenía noticias de Hervé de Lanrivain. Quizá su esposo lo había matado, o tal vez habían robado la gargantilla. Día tras día junto al fuego, entre las doncellas atareadas hilando, y noche tras noche sola en la cama, se sumía en conjeturas y temblaba. A veces en la mesa, su esposo la miraba y sonreía; entonces sentía la convicción de que Lanrivain había muerto. No intentó obtener noticias suyas, porque era seguro que su esposo se enteraría: estaba convencida de que podía averiguarlo todo. Y cuando una noche fue al castillo a guarnecerse una bruja que tenía fama de vidente y de mostrar el mundo en su cristal, y las doncellas se congregaron a su alrededor, Anne se mantuvo apartada.

El invierno fue largo, oscuro y lluvioso. Un día, en ausencia de Yves de Cornault, llegaron a Kerfol unos gitanos con un puñado de perros amaestrados. Anne les compró el más pequeño y el más listo, uno castaño. Parecía haber sido maltratado por los gitanos y se refugió junto a ella de manera quejumbrosa cuando lo apartó de los demás. Esa noche regresó su esposo, y cuando Anne se fue a dormir encontró al perro estrangulado sobre su almohada.

Después de eso, se dijo a sí misma que jamás volvería a tener otro perro; pero una noche de mucho frío encontraron a un lebrel flaco gimiendo en la entrada del castillo; lo recogió y prohibió a las doncellas que se lo dijesen a su esposo. Lo ocultó en una habitación en la que no entraba nadie, le llevó comida de su propio plato, le hizo un cálido lecho para que durmiese y le cuidó como a un niño.

Regresó Yves de Cornault a casa, y al día siguiente Anne encontró al lebrel estrangulado sobre su almohada. Lloró en secreto, pero no dijo nada; y decidió que aunque se encontrase un perro a punto de morir de hambre no lo traería por nada del mundo al castillo; pero un día se encontró un cachorro de perro pastor, una bola de algodón manchado y con los ojos azules, tumbado, con una pata rota, en la nieve del parque. Yves de Cornault estaba en Rennes; así que entró al perro, lo calentó y alimentó, le vendó la pata y lo ocultó en el castillo hasta el regreso de su esposo. El día antes se lo dio a una campesina que vivía muy lejos y le pagó generosamente para que lo cuidase y no dijese nada; pero esa noche oyó aullar y arañar en su puerta, y cuando abrió, el cachorro cojo, empapado y tiritando, saltó sobre ella con sus pequeños ladridos lastimeros. Lo ocultó en su cama, y a la mañana siguiente iba a llevárselo otra vez a la campesina cuando oyó a su marido entrar a caballo en el patio. Encerró al perro en un arca y bajó a recibirlo. Una hora o dos más tarde, cuando regresó a su habitación, el cachorro yacía estrangulado sobre su almohada.

No se atrevió a tener otro perro nunca más, y la soledad se le hizo casi insoportable. A veces, cuando cruzaba el patio del castillo y creía que nadie la miraba, se detenía a acariciar al viejo pointer de la entrada. Pero un día, mientras lo acariciaba, salió su esposo de la capilla. Al día siguiente el perro había desaparecido…

Esta extraña historia fue contada en una sola sesión del tribunal, ni escuchada sin comentarios impacientes e incrédulos. Era evidente que los jueces estaban sorprendidos de su puerilidad y que no ayudaba a la acusada a los ojos del público. Era un extraño relato, evidentemente; pero ¿qué probaba? Que Yves de Cornault tenía aversión a los perros y que su esposa, para satisfacer su propio capricho, hacía caso omiso de manera pertinaz de esta aversión. En cuanto a alegar esta trivial desavenencia como pretexto para sus relaciones —fueran de la naturaleza que fuesen— con su supuesto cómplice, el argumento era tan absurdo que su propio abogado lamentó manifiestamente haberle permitido hacer uso de él, y trató varias veces de interrumpir la historia. Pero ella siguió hasta su conclusión con una especie de insistencia hipnótica, como si las escenas que evocaba fueran tan reales que hubiese olvidado dónde se encontraba y creyese que las estaba viviendo otra vez.

Finalmente el juez que previamente había mostrado cierta benevolencia hacia ella, dijo (inclinándose ligeramente hacia delante, podemos imaginar, desde la fila de sus amodorrados colegas):

—Entonces, ¿queréis hacernos creer que habéis asesinado a vuestro esposo porque no os dejaba tener un perro?

—Yo no he asesinado a mi esposo.

—¿Quién entonces? ¿Hervé de Lanrivain?

—No.

—¿Quién entonces? ¿Podéis decírnoslo?

—Sí, puedo decíroslo: los perros…

Al llegar aquí, la sacaron de la sala, desmayada.

Es evidente que su abogado trató de hacerla abandonar esta idea de defensa. Posiblemente su explicación, cualquiera que fuese, le había parecido convincente cuando se la había contado en el calor de su primera entrevista privada; pero ahora que la exponía a la fría luz del día, en la encuesta judicial y ante la burla del pueblo, se sintió completamente avergonzado, y la hubiera sacrificado sin escrúpulos con tal de salvar su reputación profesional. Pero el obstinado juez —quien quizá, en realidad, era más inquisitivo que amable— quería oír evidentemente toda la historia; y al día siguiente le ordenó que continuase su deposición.

Contó que después de la desaparición del viejo perro guardián no ocurrió nada particular durante un mes o dos. Su esposo se comportaba como de costumbre: la dama no recordaba ningún incidente especial. Pero una noche llegó al castillo una buhonera y se puso a vender adornos y abalorios a las doncellas. Ella no se sentía con ánimos para esas cosas, pero estuvo un rato contemplando cómo las mujeres escogían. Y entonces, no sabía cómo, la buhonera la persuadió para que le comprase un pomo, o perfumador, en forma de pera, de fuerte fragancia; una vez le había visto algo parecido a una gitana. Ella no quería el perfumador y no sabía por qué lo había comprado. La buhonera dijo que quienquiera que lo llevase tendría el poder de leer el futuro; pero Anne no creía en esas cosas, ni le importaban tampoco. Sin embargo, lo compró y lo subió a su habitación, donde se sentó y comenzó a darle vueltas entre las manos. Entonces le atrajo el extraño olor, y empezó a preguntarse qué clase de especia tendría la cajita. La abrió y encontró como una judía gris envuelta en una tira de papel; y en el papel vio un signo que ella conocía, con un mensaje de Hervé de Lanrivain diciendo que había regresado y que estaría en la puerta del patio esa noche, en cuanto la luna se ocultara… Quemó el papel y se sentó a pensar. Anochecía ya, y su esposo estaba en casa… no había medio de advertir a Lanrivain, y no pudo hacer otra cosa que esperar…

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