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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (16 page)

Un viejo esclavo, encorvado y con barba gris, se presentó a sí mismo como Laslo; estaba de servicio: aparte de él y el enfermo, el lugar, saturado de olor a moho, estaba vacío.

—Bien, vea lo que puede hacer por el pobre hombre, doctora —dijo uno de los oficiales, estrechando la elegante mano de Cyro al tiempo que se disponía a marcharse—. Espero que nos llame pronto el capitán del
Bartíemeo
. Mientras tanto, la dejaremos tranquila.

—Gracias —dijo Cyro, un tanto mecánicamente, con la atención ya alejada de los que la rodeaban. Se volvió, entró en la celda del enfermo y cerró la puerta tras ella.

Una vez ella se hubo encerrado y se hubieron alejado los oficiales en su vehículo, Gerund y Jeffy quedaron en el claustro del vestíbulo sin saber qué hacer. Jeffy vagó hasta la arcada y desde allí contempló la calle. De vez en cuando, un esclavo o una esclava pasaban sin mirar a derecha ni a izquierda. El color opaco de los edificios, esculpidos en su mayoría en la roca, les daba el aspecto de estar habitados por muertos.

Jeffy cruzó sus largos brazos en torno a su tórax.

—Quiero irme a casa —dijo—. Hace frío aquí.

Una gota de humedad cayó del techo rozando su mejilla.

—Hace frío y está
húmedo
—añadió. El guarda de barba gris lo observó con mirada sardónica sin abrir la boca. Durante un buen rato nadie pronunció palabra. Aguardaban casi sin pensar en nada, el nivel de su conciencia estaba tan menguado como las luces del exterior.

Nada más entrar en la celda, Cyro Gyres se dirigió a la tarima en la que estaba el enfermo.

Regard era un tipo pesado. Bajo una única sábana, su vasta armazón subía y bajaba con el esfuerzo de la respiración. El rostro sin afeitar, los cañones de la barba le crecían a lo largo de tres grandes y pálidas papadas. Inmóvil junto a él, Cyro se sintió como Mahoma al no tener más remedio que ir a la montaña.

El que esta montaña estuviera inconsciente hacía más fácil la tarea de Cyro. Colocó su brazo desnudo sobre el brazo desnudo de Regard y cerró los ojos. Relajó los músculos y disminuyó la velocidad de la respiración. Con eficiencia, Cyro redujo el número de palpitaciones de su corazón y se concentró en aquel pulso vital hasta que fue alzándose y creciendo y ella pudo sumergirse en él.

Estaba hundiéndose en una bruma de rojo mate, una bruma sin forma, una bruma que se extendía de polo a polo. Pero gradualmente, como espejismo formándose en la distancia, a través de la bruma aparecieron estrías. A medida que su centro perspectivo iba hundiéndose, ampliábase su horizonte; las islas de la sangre se desplazaron para salirle al encuentro. Las islas se movían con el hábito clerical de los buitres, expandiéndose, cambiando de dirección, acelerando la marcha, refundiéndose, y, pese a ello, la mujer se desplegaba entre ellas. Pese a que se estaba moviendo, todo sentido de dirección era confuso y dispar. Las dimensiones no emitían ningún sentido de arriba ni de abajo; hasta lo cercano y lo lejano devenían confusos a la mirada que no era mirada.

No sólo había perdido la noción de la mirada. Salvo la voluntad, todas las demás facultades le habían sido despojadas al sumergirse en el mundo somático de su propio universo corporal, como hombre que se despoja de sus vestiduras antes de introducirse en las aguas de un río. No podía pensar, ni recordar, ni saborear, ni tocar, ni dirigirse, ni comunicarse, ni emprender nada; sin embargo, una sombra de todas estas cosas quedaba en ella; como la larva de libélula, al destacar sus ínfimas espinas del limo, arrastra una vaga imagen de la criatura que será más tarde, así poseía Cyro cierto recuerdo del individuo que había sido. Y este pálido recuerdo permanecía en ella gracias a los años de entrenamiento que había obtenido de la Meditación Médica en Barbe Barber, pues de lo contrario se habría sentido perdida en la trampa más terrible de todas: el universo del cuerpo propio.

Casi sin desearlo, se dejaba arrastrar por la corriente sanguínea. Nadaba ésta (¿o volaba? ¿o reptaba?) a través de un laberinto sin fin, desbordaba la cima de los árboles y se espesaba como melaza habitada por peces, foxinos, caballas, mazas y mantas. Se estaba arrastrando (¿trepando? ¿derivando?) por un desfiladero de vidrio, cuyos muros brillaban con mayor intensidad que el fuego terráqueo. Y así prosiguió hasta aproximarse a un acantilado.

El acantilado dominaba el universo, era elevado como el tiempo, insustancial como la muselina, y aparecía perforado por agujeros, a través de cuyas bocas entraban y salían criaturas fantásticas. Se encaminó hacia el acantilado casi sin oponer resistencia, igual que el plancton es absorbido por la esponja. Ya había atravesado el vestíbulo de la conciencia, la
psique
de la mujer había pasado el brazo de Je Regard, al
soma
del enfermo.

Lo que rodeaba a la mujer era tan extraño, tan ajeno, tan familiar como lo fuera antes. En este nivel celular no podía haber diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino. Y, sin embargo, la había. Desde las boscosidades de la carne del enfermo, unos ojos extraños y siempre invisibles la observaban y una contemplación silenciosa y malévola seguía el curso que ella había recorrido; pues ella era un intruso aventurándose en el interior de un cuerpo ajeno diseñado especialmente para no manifestar la menor misericordia para con los intrusos. Pequeñas viscosidades de muerte se removían a su paso y sólo la seguridad de su camino mantenía las defensas en alto.

Mientras avanzaba, rodeábanla corpúsculos como estrellas e hízose más intensa la actividad del entorno. Nadaba a favor de una densa corriente, deslizándose bajo arcos, por entre ramificaciones y marañas de hierbajos, a través de redes, y el camino que se abría ante ella aumentaba su oscuridad y su parálisis; sin embargo, la aún inequívoca dirección proseguía hacia delante, pese a la creciente dificultad con que dejaban paso los seres medio vivos que la rodeaban entre crudos y azules estallidos de dolor.

Se encontraba ya cerca de los infectados riñones.

Lo único que la conducía ahora era la austera disciplina de la Meditación Médica. La atmósfera era espesa y tan repelente como el revolcarse en una cloaca. Pero la medicina había descubierto hacía tiempo las facultades autoterapéuticas que existían en un cuerpo; el hiper-yo y los yogas en que estaba fundamentada habían señalado el camino que liberaba esos poderes. Hoy en día, con la psique de un miembro de la Orden de Medicina para espolearlos, el cuerpo de cualquier paciente podía regenerarse a sí mismo: y construir un nuevo miembro, un nuevo pulmón, un nuevo hígado. Los médicos, nuevos escafandristas de la piel, se sumergían para poner en orden las fuerzas marciales de la anatomía y lanzarlas contra los invasores.

Cyro apelaba ahora a esas fuerzas. En torno a ella, estrato tras estrato, las células del cuerpo invadido, con sus treinta mil genes cada una, permanecían en silencio y al parecer desoladas. Pero entonces, poco a poco, ante la persistente llamada de congregación, pese a la inicial resistencia, los refuerzos le fueron llegando como las ratas añoran con lentitud a la superficie de las ciudades en ruinas. El enemigo estaba delante; ella puso en marcha las fuerzas, la condujo hacia el horizonte habitado por la tiniebla y se puso al frente. Lenta pero eficiente, las iba ganando para su causa, iluminando la cloaca con sus fuegos interiores.

Se adelantaron unos seres, como murciélagos pequeños y ofensivos, que brotaron de las entrañas de la oscuridad y fueron detenidos, fueron devorados. Entonces, el enemigo lanzó contra ellos el grueso de sus fuerzas. El enfermo golpeó con la violencia de una puerta que se cierra con furia.

¡Era uno, era un millón!

No era nada conocido por los libros de texto, ignorado, ignorable.

Luchó con reglas y poderes contenidos únicamente en su interior.

Fue monstruoso, bestial, oculto; una codicia con colmillos de cobra, un horror retorcido, nuevamente acuartelado. Era tan anonadador que a duras penas podía Cyro sentir el miedo: la pujanza de lo desconocido puede aniquilarlo todo salvo nuestra calma interior. La voluntad femenina sólo tenía noción de que una azarosa partícula radiactiva había tropezado y se había enterrado en un gen escogido al azar, produciendo —con un feroz desafío a las leyes de la casualidad— una célula anómala, una célula mutante con apetitos desconocidos; ninguna cosa en su entrenamiento la había preparado para la comprensión de apetitos tan desconocidos.

Tales apetitos habían permanecido dormidos hasta que
ella
se acercó.
Ella
los había zarandeado, los había despertado. Había extendido el hálito de su conciencia sobre ellos y, de golpe, la célula se había visto inundada con su propia lucidez. Y su lucidez consistía en el deseo de conquista.

Pudo ver, y sentir, y oír, y experimentar cómo se desplazaba a través de las células como un maníaco que recorre habitaciones vacías, una tras otra, y cómo las inundaba con su hálito de rebelión. Las fuerzas salutíferas que la rodeaban se detuvieron y retrocedieron con miedo, quedando a merced de un viento que las mantenía inválidas. También Cyro retrocedió buscando escape. Su propio cuerpo era su único refugio, si es que lograba llegar hasta él.

Pero los torrentes con garras brotaron de la oscuridad y la envolvieron. Abrió ella sus mandíbulas a los dentados extremos y luchó por gritar; de súbito, su boca se vio llena de esponja, de la que rápidamente brotaron pequeñas criaturas que se esparcieron con ciega velocidad por todo su ser, triunfalmente…

Gerund y Jeffy estaban fumando, sentados en un banco, bajo la mirada del esclavo de barba gris, Laslo. Junto a ellos había cubiletes vacíos; Jeffy había preparado bebida caliente en la cocina. Permanecían intranquilos, aguardando a que Cyro reapareciese y su intranquilidad aumentaba a medida que el tiempo pasaba.

—Nunca he visto que tardara tanto —dijo Gerund—.

Cinco minutos es cuanto suele necesitar. Tan pronto ha organizado las fuerzas de recuperación, regresa.

—El ingeniero… parecía muy enfermo —dijo Jeffy.

—Sí, pero es igual… Cinco minutos más, e iré a ver qué pasa.

—Eso no está permitido —declaró el de barba gris; era casi la primera vez que abría la boca. Lo que dijo no era sino la verdad. Las reglas que operaban sobre médicos y pacientes eran muy estrictas; no podían ser visitados juntos salvo por otro médico. Gerund conocía esta norma; ciertamente, se resistía a ver a su mujer en trance, máxime sabiendo que la visita sólo serviría para aumentar el comedimiento que sabía existía entre ambos. De todos modos, Cyro ya hacía media hora que permanecía en aquella habitación; había que hacer algo.

Permaneció sentado dos minutos antes de levantarse y encaminarse hacia la puerta de la celda. Laslo se levantó también, gritando con rabia. Pero al ir a detenerlo, Jeffy le bloqueó el camino.

—Quédese sentado o le romperé la nariz —dijo Jeffy sin manifestar ninguna emoción—. Soy muy fuerte y no tengo nada mejor que hacer.

El viejo, lanzando una mirada a la cara de Jeffy, retrocedió obediente y se sentó. Gerund asintió a su sirviente, abrió la puerta de la celda y se deslizó dentro.

Una rápida mirada le hizo comprender que algo iba mal allí: muy mal. Su mujer y el gordo ingeniero yacían juntos sobre una tarima, los brazos en contacto. Sus ojos estaban abiertos y abultados fríamente como los ojos de un bacalao encima de una tabla, sin contener ninguna clase de vida. Pero sus cuerpos estaban vivos. Con bastante frecuencia, sus armazones vibraban, se hinchaban y deshinchaban de nuevo. El talón derecho de Cyro golpeaba levemente contra la tarima, produciendo un tap-tap sin sentido sobre los pies del lecho de madera. Su piel se estaba cubriendo gradualmente de un tinte carmesí, como invadida por alguna materia colorante; parecía, pensó Gerund, como si cada jirón de su carne se hubiese reducido a pulpa. Durante un rato permaneció allí, clavado por el horror y el miedo, incapaz de componer su juicio y decidir qué hacer.

Una gran cucaracha subía por la pata de la cama. Estaba a seis pulgadas del pie de Je Regard que sobresalía desnudo de la sábana. En tanto avanzaba la cucaracha, una sección de la planta del pie creció repentinamente en forma de tallo, un objeto delicado como hoja de hierba; el tallo se adelantó tan veloz como una lengua y atrapó a la cucaracha que agitó sus patas. Gerund resbaló hasta el suelo presa de un desmayo.

La carne tendida sobre el lecho estaba cambiando ahora con mayor rapidez. Se había organizado a sí misma. Se deslizaba y alteraba su forma o fluía sobre sí con ruidos húmedos. La cucaracha fue absorbida. Luego, comprimiéndose, la masa tomó una forma humana: la de Cyro. Rostro, cuerpo, color de pelo, ojos: todo coincidió con las facciones de Cyro y todos los gajos de carne se comprimieron en la figuración. Mientras se formaba la postrera uña, Gerund recuperó el conocimiento y se incorporó.

Quedó sorprendido al mirar lo que ocupaba la celda.

Le parecía haber estado inconsciente apenas un segundo, y, no obstante, el enfermo había desaparecido. Por lo menos, Cyro parecía encontrarse mejor. Le estaba sonriendo. Tal vez, a fin de cuentas, la ansiedad que lo poseyera le había producido alguna clase de ilusión óptica al entrar en la celda; quizá todo estaba a la perfección. Pero, al mirar más de cerca a Cyro, desapareció la reciente sensación de seguridad.

Algo había ocurrido. ¡Era siniestro! La persona ubicada sobre el lecho era Cyro. Y, sin embargo —y sin embargo—, cada línea del rostro, cada trazo sutil que tanto amaba Gerund, había sufrido una transmutación indefinible. Hasta la textura de la carne había cambiado. Advirtió que sus dedos habían crecido. El todo era excesivamente grueso y alto para ser Cyro, echada sobre la cama, intentando sonreírle.

Gerund permaneció en pie, resistiendo los repetidos embates del desmayo que nuevamente le asaltaban. Se aproximó a la puerta. Pudo haber corrido, haber llamado a Jeffy, tal como su instinto le ordenaba.

En cambio, se hizo dueño de su instinto. Cyro estaba en apuros, en un gran peligro. Era ésta la oportunidad de Gerund, posiblemente su oportunidad postrera para demostrar el afecto que sentía por ella; si la dejaba pasar, no tendría ninguna otra: al menos así se dijo a sí mismo, pues Gerund no podía creer que la frigidez de Cyro descansase en otra cosa que en una desconfianza en su integridad.

Haciendo caso omiso del mismo, volvió al lugar que ocupara antes.

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