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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (9 page)

Pocas semanas después Casandra estaba completamente adaptada como si siempre hubiera vivido con las amazonas de la tribu. Desde que amanecía hasta que anochecía apenas ponía los pies en el suelo, e incluso antes de desayunar se hallaba ya a lomos de la alazana que le habían asignado y a la que llamó Viento del Sur. Con las otras muchachas de su edad montaba la guardia en previsión de la llegada de invasores, y por las noches se cuidaba de mantener reunidos a los caballos mientras contemplaba las estrellas.

Quería a Elaria, que cuidaba de ella como de sus propias hijas, una de once y otra de diecisiete años. Adoraba a Pentesilea, aunque la reina de las amazonas rara vez le dirigía la palabra, excepto para interesarse diariamente por su salud y bienestar. Crecía fuerte, bronceada y sana. En el ardiente sol que inundaba la planicie veía el rostro de Apolo, el Señor del Sol, y le parecía vivir bajo su mirada.

Llevaba ya más de una luna en compañía de las amazonas, cuando un día en que la tribu había bajado de los caballos para tomar el frugal almuerzo de fuerte queso de leche de yegua en un lugar desde donde se veía el ahora lejano monte Ida, se descubrió contando a Pentesilea todo lo referente a su extraña visión.

—Su rostro era tan parecido al mío como si me estuviera viendo a mí misma en el agua —le dijo—. Pero cuando le hablé a mi padre de lo que vi, me golpeó y se enfureció también con mi madre.

Pentesilea se concedió una larga pausa antes de responder, y Casandra se preguntó si iba a repetirse la actitud silenciosa de sus padres. Luego, la mujer dijo lentamente:

—Puedo advertir que tu madre, y en especial tu padre, no quieren hablar de esto, pero no veo razón alguna para que no te digan lo que media Troya sabe. Se trata de tu hermano gemelo, Casandra. Cuando naciste, la Madre Tierra, que es también la Madre Serpiente, envió a mi hermana Hécuba un mal augurio: gemelos. Deberían haberos matado a ambos —terminó con rudeza.

Pero cuando Casandra se echó hacia atrás, con labios temblorosos, se inclinó hacia ella y acarició su cabello.

—Me alegro de que no te mataran —añadió—. Sin duda algún dios puso su mano sobre ti. Tu padre quizá creyó que podía escapar de su destino abandonando al niño; pero como adorador del principio de la paternidad, que es en verdad un culto a la fuerza viril y a la capacidad de engendrar hijos, no se atrevió a renunciar por completo a un hijo, y el niño fue criado en algún lugar lejos del palacio. Tu padre no quiere saber nada de él a causa del mal presagio de su nacimiento; así que se enfureció cuando lo mencionaste. Casandra experimentó un tremendo alivio. Le pareció que toda su vida había caminado sola cuando debería haber tenido a alguien a su lado, muy semejante a ella pero en cierto modo diferente.

—¿No es perverso desear verlo en el agua del cuenco? —Tú no precisas del agua del cuenco —repuso Pentesilea—. Si la diosa te ha proporcionado la visión, sólo necesitas mirar dentro de tu corazón. No me sorprende que estés tan dotada por la divinidad; tu madre poseyó ese don de muchacha y lo perdió al casarse con un habitante de la ciudad.

—Yo creía que la visión... era un don del Señor de Sol —dijo Casandra—. En su templo tuve la primera.

—Quizás —admitió Pentesilea—. Pero recuerda, niña, que antes de que Apolo llegara a regir estas tierras, se hallaba aquí nuestra Madre Caballo..., la Gran Yegua, la Tierra Madre de quien todos procedemos.

Se volvió y, con ademán reverente, colocó sus dos manos sobre la oscura tierra. Casandra imitó su gesto, aunque sólo lo comprendiese a medias. Le pareció que podía sentir una oscura fuerza que se alzaba del suelo y que fluía a través de su cuerpo; era la misma clase de hálito beneficioso que experimentó cuando tuvo en sus manos las serpientes de Apolo. Se preguntó si era desleal con el dios que la había llamado.

—En el templo me dijeron que Apolo mató a Pitón, la gran diosa infernal. ¿Es ésa la Madre Serpiente de la que hablas?

—Ella es la Gran Diosa a la que nadie puede matar porque es inmortal; quizás opte por retraerse en sí misma durante un tiempo, pero existe y existirá siempre —afirmó la reina de las amazonas y Casandra, sintiendo el vigor de la tierra bajo sus manos, tomó sus palabras como una verdad absoluta.

—¿Entonces la Madre Serpiente es la madre del Señor del Sol? —inquirió.

Pentesilea hizo una pausa reverente y le explicó:

—Es la madre tanto de los dioses como de los hombres, la madre de todas las cosas, así que Apolo es su hijo como hijas suyas somos tú y yo.

Entonces... si Apolo quiso matarla. ¿Trataba de matar a su propia madre? Casandra retuvo el aliento al medir toda la maldad del pensamiento. ¿Pero podía ser malvado un dios? Y si ciertos hechos resultaban malvados en los hombres, ¿lo eran también en un dios? ¿Cómo era posible matar a una diosa si como tal poseía la inmortalidad? Aquellas cosas eran misterios y todo su ser se animó de repente con la firme resolución de comprenderlos algún día. Apolo la había llamado y le había confiado sus serpientes; un día la conduciría también hasta el conocimiento de los misterios de la Madre Serpiente.

Las mujeres terminaron su almuerzo y se tendieron sobre el césped para descansar. Casandra no tenía sueño; no estaba acostumbrada a dormir la siesta. Contempló las nubes que cruzaban el cielo y luego las laderas del monte Ida que se erguía muy alto sobre la llanura.

Su hermano gemelo. Le enfureció pensar que todo el mundo lo sabía cuando a ella, a quien importaba más el hecho, se le había ocultado.

Intentó evocar deliberada y conscientemente el estado en que se hallaba cuando vio a su hermano en el agua del cuenco. Arrodillada e inmóvil sobre la hierba, con los ojos puestos en el cielo, la mente en blanco, buscó la cara que había visto una vez y sólo a través de una visión. Por un instante, sus pensamientos de búsqueda se pasaron sobre su propio rostro, y lo vio como si se reflejara en el agua, y el dorado resplandor que en su mente aún asociaba con el rostro y el aliento de Apolo, Señor del Sol.

Luego las facciones ondearon y el rostro fue el de un muchacho. Era su propia cara y sin embargo, de algún modo sutil, no lo era, puesto que estaba marcada por un resentimiento completamente extraño a ella. Supo entonces que había encontrado a su hermano. Se preguntó cómo se llamaría, y si podría verla.

De algún lugar del misterioso lazo que los unía llegó la respuesta: él podría si lo deseaba; pero no tenía razón para buscarla, ni particular interés. ¿Por qué no?, se preguntó Casandra, sin saber aún que había topado con el mayor defecto del carácter de su hermano gemelo: una total falta de interés por todo lo que no se relacionara consigo mismo o contribuyese de alguna manera a su comodidad y satisfacción.

Por un instante, esto la contundió lo suficiente para que perdiera el hilo de la visión; luego se recogió en sí misma para recobrarlo. Sus sentidos estaban llenos del aroma embriagador del tomillo de las laderas de la montaña, donde la intensa luz y el calor de la presencia del Señor del Sol integraban los aceites fragantes de las hierbas y concentraban su aroma en el aire. Mirando a través de los ojos del muchacho, vio el tosco cepillo en sus manos cuando cepillaba los costados de un gran toro e imprimía suaves ondulaciones a los pelos blancos y relucientes de sus flancos. La bestia era más grande que él. Como Casandra, el muchacho era esbelto y de constitución enjuta, delgado más que musculoso. Sus brazos se hallaban quemados por el sol como los de cualquier pastor, sus dedos estaban encallecidos por el trabajo duro y continuo. Permaneció allí con él, moviendo su brazo con el suyo, dibujando ondas sobre la piel del toro. Y cuando su pelaje quedó bien alisado y brillante, dejó a un lado el cepillo. Introdujo entonces un pincel en un recipiente de pintura que tenía cerca, y doró sus cuernos. Los grandes ojos oscuros del toro se clavaron cariñosos y confiados en los de Casandra, aunque con un rastro de extrañeza. Casandra se preguntó si de algún modo el instinto del animal le decía lo que su hermano ignoraba: que no era sólo su dueño quien se hallaba con él.

Cuando concluyó de peinar al animal y de dorar sus cuernos, Paris (no se preguntó cómo sabía ahora su nombre pero lo conocía como si le fuera propio) dispuso una guirnalda de verdes hojas y de cintas en torno del ancho cuello del animal y retrocedió para contemplar su obra con orgullo. Sin duda, el toro era hermoso, el más bello que ella hubiese visto nunca. Casandra compartía los pensamientos de su hermano, sabía que él podía considerar con justicia a aquel magnífico animal, a cuyas apariencia y condición había dedicado sus esfuerzos durante todo el año anterior, como el mejor toro de la feria. Ató con cuidado una soga en torno a su cuello y recogió su cayado y una bolsa de cuero en la que guardaba un buen pedazo de pan, unas cuantas lonchas de carne seca y un puñado de aceitunas maduras. Tras atar la bolsa a su cintura, deslizó los pies dentro de las sandalias. Dio un cariñoso golpecito en el flanco del engalanado toro y comenzó a bajar por la ladera del monte Ida. Con gran sorpresa por su parte, Casandra se halló de vuelta a su propio cuerpo, arrodillado en la planicie entre las amazonas que dormían. El sol había descendido un poco de su cénit y supo que la tribu pronto despertaría y se dispondría a cabalgar.

Había oído que en las islas de los reinos del mar, muy lejos al Sur, al toro se le consideraba sagrado. Había visto en los templos estatuillas de toros sagrados, y alguien le contó la historia de Pasifae, la reina de Creta, de quien Zeus se enamoró. Llegó hasta ella bajo la forma de un gran toro blanco y, según se dice, después Pasifae parió un monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre. Le llamaron Minotauro y fue el terror de todos los reyes del mar hasta que lo mató el heroico Teseo.

Cuando Casandra era una niña pequeña creía en aquel relato; ahora se preguntó qué habría de verdad, si es que había algo, tras esa historia. Luego de haber conocido la realidad que se ocultaba tras la leyenda de los centauros, le parecía que debía existir una cierta verdad, por oscura que fuese, en el seno de todos aquellos relatos.

Existían hombres deformes que eran bestiales tanto en apariencia como en su actuación; se preguntó si el Minotauro habría sido un individuo semejante, con la marca del disfraz de animal de su padre en el cuerpo o en la mente.

Estaba ansiosa por saber lo que había sido de Paris y de su magnífico toro blanco. A las muchachas, sobre todo a las de palacio, jamás se les permitía acudir a las ferias de ganado que se celebraban por toda la comarca, pero había oído hablar de tales ferias y sentía una gran curiosidad.

Pero las mujeres empezaron a agitarse, y en pocos minutos sus movimientos y sus voces acabaron con la quietud necesaria para permanecer en el estado que le hubiera permitido seguirle. Se puso en pie, un poco pesarosa, y corrió a recoger su yegua.

Una o dos veces, en los dos días que siguieron, captó imágenes fugaces de su hermano que conducía al toro engalanado. Vadeó un río (en donde echó a perder sus sandalias) y después se topó con otros caminantes que como él llevaban reses adornadas. Pero ninguno de los animales era tan espléndido ni bello como el suyo.

La luna se tornó llena e iluminó por completo el cielo desde el ocaso al alba. Durante el día, el sol cegaba y hacía brillar en el aire un polvillo blanco. Soñolienta en su montura mientras las yeguas se movían constantemente, pastando en su cercado, Casandra contempló cómo los remolinos de polvo se alzaban y giraban a través de la hierba antes de disolverse. Y pensó en el inquieto dios Hermes, señor de los vientos, del engaño y de los artificios.

Como en sueños, vio agitarse y temblar a uno de aquellos pequeños torbellinos plateados hasta alzarse y tomar la forma de un hombre. Y de este modo siguió al inquieto y mudable viento de poniente a través de la planicie hasta llegar al pie mismo del monte Ida. Bajo la luz cegadora del sol, un haz de sus rayos se agitó y alteró su resplandor hasta tomar la figura de un hombre pero más alto y más resplandeciente que cualquier hombre, con el rostro de Apolo; y ante los dos dioses caminaba un toro.

Casandra había oído hablar de los toros de Apolo, grandes reses relucientes más bellas que las terrenales. Seguramente ésta era una de ellas; de ancho lomo y cuernos relucientes, que no precisaban de dorados ni de cintas para destellar con la luz. Una de las baladas más antiguas que cantaban los juglares de la corte de su padre se refería al modo en que Hermes, de niño, robó la sagrada manada de Apolo y luego aplacó su furia construyéndole una lira con la concha de una tortuga. Ahora el brillo de los ojos del toro sagrado y el lustre de su pelaje empañaban el recuerdo del toro que Paris había adornado con tanto afán. No era justo. ¿Cómo podía un toro mortal aventurarse a ser comparado con las reses sagradas de un dios?

Se inclinó hacia adelante, con los ojos cerrados. Había aprendido a dormir sobre el caballo, relajando su cuerpo con los movimientos del animal. Adormilada, su mente se lanzó en pos de su hermano. Tal vez fue la visión del toro de Apolo la que la condujo hasta el que Paris llevó a la feria.

A través de los ojos de su hermano, Casandra contempló el gran número de reses congregadas, y con la mente de él examinó sus defectos y sus virtudes. Aquella vaca tenía flancos demasiado estrechos; esa otra presentaba en su ubre un feo moteado pardo y rosado; este toro tenía los cuernos inclinados y no aptos para guardar la manada; en aquel otro se destacaba una joroba sobre su cuello. Ni de cerca ni de lejos, pensó Paris con orgullo, se veía una sola res que pudiera compararse con la suya, con el animal que había adornado con tanto esmero y llevado hasta allí. Podía estar seguro de que los honores del día serían para el toro de su padre adoptivo. Éste era el segundo año en que había sido elegido para juzgar el ganado y se sentía ufano de su destreza y orgulloso de la confianza que los pastores, vecinos y compañeros suyos, ponían en él.

Se movió entre las reses, empujando suavemente a alguna hacia adelante para poder examinarla mejor o apartando la vista del animal que no mereciera mayor atención. Había elegido ya la mejor novilla y el mejor ternero y luego, entre murmullos de aclamación, la mejor vaca. Esta era espléndida sin duda, de pálida piel y manchas de un gris tan suave que parecían azules; tenía ojos plácidos y maternales y una ubre tersa y rosada por igual, como el seno de una doncella. Sus cuernos eran pequeños y abiertos y su aliento tenía fragancias de romero.

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