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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (42 page)

—O sea, que crees que la señora Saeki encontró las palabras en una dimensión distinta, un sueño, por ejemplo.

—En los grandes poemas siempre sucede más o menos de esa forma. Si las palabras que contiene el poema no logran encontrar un túnel profético que las conecte con el lector, el poema no cumple su función como tal.

—Pero hay muchos poemas que se limitan a fingirlo —digo.

—Exacto. Fingirlo es fácil. Basta con aprenderse el truco. Se utilizan palabras que parecen simbólicas y ya se tiene algo que se parece a un poema.

—Pero en la poesía de
Kafka en la orilla del mar
puedo percibir algo sincero.

—Soy de la misma opinión. Las palabras de ese poema no son palabras vacías. Claro que ya no puedo calibrar con exactitud el poder de persuasión que poseen las palabras del poema por sí solas. Porque, dentro de mi cabeza, la letra y la melodía ya se han fundido en una sola cosa —dice Ôshima—. En fin, sea como sea, la señora Saeki poseía un enorme talento natural y, a la vez, un gran sentido musical. También tenía el suficiente sentido práctico como para saber aprovechar la oportunidad cuando se le presentó. Si no hubiera sucedido aquel desgraciado suceso que la dejó fuera de circulación, su talento se habría manifestado en toda su amplitud. Aquello representó, en diferentes sentidos, una gran pérdida.

—¿Y ese talento adónde ha ido a parar? —pregunto.

Ôshima me mira.

—Me estás preguntando que adónde ha ido a parar el talento de la señora Saeki después de la muerte de su novio. ¿Es eso?

Asiento.

—Si consideramos que el talento es energía natural, alguna salida deberá de encontrar, ¿no crees?

—No lo sé —dice Ôshima—. Nadie puede predecir adónde se dirigirá el talento. A veces desaparece sin más. Otras, al igual que una corriente subterránea, se hunde en las profundidades de la tierra y fluye, tal cual, hacia otra parte.

—Quizá la señora Saeki haya encauzado su talento hacia otra cosa diferente de la música —digo.

—¿Otra cosa? —dice Ôshima intrigado frunciendo el entrecejo—. ¿Como qué?

No se me ocurre nada.

—Pues no lo sé. Sólo me ha dado esa impresión. No sé, en algo…, algo que no tiene forma.

—¿En algo que no tiene forma?

—O sea, algo que no se puede ver, una búsqueda personal. Tal vez se la podría llamar una labor interna.

Ôshima se lleva la mano a la frente y se echa el pelo para atrás. Algunos mechones asoman entre sus finos dedos.

—Una opinión muy interesante. Es muy posible que, después de abandonar la ciudad, en algún lugar que desconocemos, la señora Saeki encauzara su talento, su capacidad hacia eso que tú dices, hacia
algo que no tiene forma
. Pero ella permaneció fuera ni más ni menos que veinticinco años, o sea, que a menos que se lo preguntes a ella, no hay manera de saber qué estuvo haciendo o dónde.

Tras dudar unos instantes, me lanzo.

—Oye, ¿puedo preguntarte algo terriblemente estúpido?

—¿Algo terriblemente estúpido?

Me sonrojo.

—Una cosa absurda.

—No importa. Yo no tengo nada en contra de las estupideces absurdas.

—¿Sabes, Ôshima? Ni yo mismo acabo de creerme que vaya a preguntarle esto a alguien.

Ôshima ladea un poco la cabeza.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que la señora Saeki sea mi madre? —digo.

Ôshima enmudece. Apoyado en el mostrador, busca las palabras despacio. Mientras tanto, yo sólo escucho el tictac del reloj.

Él dice:

—A lo que tú te refieres, en resumen, es lo siguiente: la señora Saeki, a los veinte años, desesperada, se va de Takamatsu y lleva una vida solitaria en alguna parte, pero, por casualidad, conoce a tu padre, el señor Kôichi Tamura, se casan y naces felizmente tú. Sin embargo, cuatro años después, por una razón u otra, ella se marcha de casa y te abandona. Luego, tras un misterioso vacío, ella regresa a su tierra, a Shikoku. Viene a ser eso, ¿no?

—Sí.

—¡Imposible no es. Quiero decir que, en el punto donde nos encontramos, no tengo ningún fundamento para rebatir tu hipótesis. Eso es todo. Gran parte de su vida está envuelta en el misterio. Había rumores de que estaba viviendo en Tokio. Además, tiene la misma edad aproximadamente que tu padre. Sólo que ella volvió sola a Takamatsu. Claro que también existe la posibilidad de que tenga una hija y de que ésta lleve una vida independiente en alguna parte. Por cierto, ¿qué edad tendría tu hermana?

—Veintiún años.

—Como yo —dice Ôshima—. Pero yo, por lo que parece, no soy tu hermana. Tengo padres, y un hermano mayor. Todos son de mi sangre, una familia demasiado buena para mí.

Ôshima se cruza de brazos y se me queda mirando unos instantes.

—Por cierto, yo también quiero preguntarte una cosa —dice Ôshima—. ¿Has mirado en el registro civil? Si lo haces, enseguida podrás saber cómo se llama tu madre y la edad que tiene.

—Pues claro que lo he mirado.

—¿Y cuál era el nombre de tu madre?

—No constaba ningún nombre —digo.

Ôshima se sorprende al oírlo.

—¿Que no constaba ningún nombre? ¡Pero si eso es imposible!

—Pues no había ninguno.
De verdad
. Por qué no lo había, eso yo no lo sé. Pero, según el registro civil, yo no tengo madre. Ni tampoco hermana mayor. Allí sólo aparecen el nombre de mi padre y el mío. Es decir, que legalmente yo soy hijo natural. Hijo ilegítimo, vamos.

—Pero tú, en realidad, tenías madre y una hermana.

Asiento.

—Hasta los cuatro años yo tenía, en efecto, una madre y una hermana. Vivíamos los cuatro, como una familia, en la misma casa. Lo recuerdo muy bien. No son imaginaciones mías ni nada parecido. Y, justo después de cumplir yo los cuatro años, ellas dos se marcharon.

Saco de mi cartera la fotografía en la que aparecemos mi hermana y yo jugando en la playa. Ôshima la contempla unos instantes, sonríe y me la devuelve.


Kafka en la orilla del mar
—me dice Ôshima.

Asiento y vuelvo a guardar la vieja fotografía en la cartera. El viento danza lanzando ráfagas de lluvia contra los cristales. Las luces del techo proyectan nuestras sombras en el suelo. Parece que las dos mantengan una funesta conversación secreta en un mundo invertido.

—¿Recuerdas la cara de tu madre? —pregunta Ôshima—. Si viviste con ella hasta los cuatro años, debes de acordarte aunque sólo sea un poco de su rostro, ¿no?

Sacudo la cabeza.

—Por más que lo intento no logro acordarme. No sé por qué, pero en mi memoria sus rasgos están teñidos de negro, como una sombra.

Ôshima reflexiona un poco sobre ello.

—Oye, ¿podrías explicarme con un poco más de detalle en qué te basas para suponer que la señora Saeki es tu madre?

—Ya basta, Ôshima —digo—. Cambiemos de tema. Seguro que estoy yendo demasiado lejos.

—No importa. Saca todo lo que tienes en la cabeza —dice Ôshima—. Después ya decidiremos entre los dos si estás yendo demasiado lejos o no.

La sombra de Ôshima que se refleja en el suelo se mueve al menor movimiento de su dueño. Pero lo hace de forma un poco más exagerada que el original.

—Es que entre la señora Saeki y yo hay un número increíblemente grande de coincidencias —digo—. Son como piezas de un rompecabezas que van encajando a la perfección. Lo comprendí escuchando
Kafka en la orilla del mar
. Mira, en primer lugar, yo vine a esta biblioteca arrastrado por el destino. Casi en línea recta, del distrito de Nakano a Takamatsu. Esto, pensándolo bien, es muy, muy extraño.

—Sí, la verdad es que parece el conflicto de una tragedia griega —comenta Ôshima.

Entonces digo:

—Y creo que estoy enamorado de ella.

—¿De la señora Saeki?

—Sí, quizá sí.

—¿Quizá? —pregunta Ôshima frunciendo el entrecejo—. ¿Quieres decir que la persona de quien estás enamorado es
quizá la señora Saeki?
¿O que
quizás estas enamorado
de la señora Saeki?

Me sonrojo.

—No sé explicarme bien —digo—. Es todo muy complicado, hay muchas cosas que no entiendo todavía.

—¿Pero tú quizás estás enamorado de la señora Saeki?

—Sí —digo—. Muchísimo.


¿Quizá
, pero muchísimo?

Asiento.

—A pesar de que, al mismo tiempo, creas que es posible que ella sea tu madre.

Asiento una vez más.

—Estás acarreando solo un fardo demasiado pesado para un niño de quince años al que aún no le ha salido el bigote. —Ôshima bebe con cuidado un sorbo de café, deja la taza en el platillo—. No digo que esté mal. Pero todas las cosas tienen un límite.

Permanezco en silencio.

Ôshima se queda reflexionando unos instantes con los dedos posados en las sienes. Luego cruza los finos dedos sobre el pecho.

—¡Intentaré conseguirte lo antes posible la partitura de
Kafka en la orilla del mar
. A partir de ahora ya me encargaré yo del trabajo. Tú mejor que vuelvas a tu habitación.

A la hora del almuerzo sustituyo a Ôshima detrás del mostrador. A causa de la lluvia hay menos visitantes de lo habitual. Al volver del descanso, Ôshima me entrega un sobre de gran tamaño con una copia de la partitura. Dice que la ha impreso directamente desde el ordenador.

—¡Qué práctico es este mundo! —exclama Ôshima.

—Gracias —le digo.

—Si no te importa, ¿podrías llevar una taza de café arriba? Haces un café muy bueno.

Vuelvo a preparar café, lo pongo en una bandeja y se lo llevo a la señora Saeki al primer piso. Sin azúcar ni crema de leche. La puerta está abierta de par en par, como de costumbre. Ella se encuentra sentada frente a la mesa escribiendo. Cuando le dejo el café sobre la mesa, alza la cabeza y me sonríe. Luego le pone el capuchón a la estilográfica, la deja sobre el papel.

—¿Qué tal? ¿Te vas acostumbrando a la biblioteca?

—Sí, poco a poco —contesto.

—¿Tienes un momento?

—Sí, sí que lo tengo —digo.

—Entonces, siéntate aquí —me indica la señora Saeki señalando una silla de madera que está al lado de la mesa—. Hablaremos un rato.

Vuelven a oírse truenos. Aún retumban a lo lejos, pero parece que se van acercando. Me siento en la silla, tal como me ha dicho.

—Por cierto, ¿cuántos años tenías? ¿Dieciséis?

—La verdad es que tengo quince. Acabo de cumplirlos —respondo.

—Y te has escapado de casa, ¿verdad?

—Sí, así es.

—¿Y tenías alguna razón concreta para hacerlo?

Sacudo la cabeza. ¿Qué diablos debería decirle?

La señora Saeki coge la taza y, mientras espera mi respuesta, toma un sorbo de café.

—Es que tenía la sensación de que, si me quedaba, acabaría perdiéndome sin posibilidad de retroceder —digo.

—¿Perderte? —pregunta la señora Saeki entornando los ojos.

—Sí —digo.

Ella hace una pequeña pausa, luego dice:

—Me resulta extraño oír la palabra «perdido» en boca de un chico de tu edad. Podríamos decir que me intriga… ¿A qué te refieres concretamente con ese «perdido»?

Busco las palabras. Ante todo, reclamo la presencia del joven llamado Cuervo. Pero él no aparece por ninguna parte. Debo hallar las palabras por mí mismo. Tardo tiempo. Pero la señora Saeki espera pacientemente. Centellea un relámpago y, poco después, retumba un trueno a lo lejos.

—Pues que harían que fuera como no debo ser.

La señora Saeki me mira con interés.

—Pero, en la medida en que el tiempo exista, todo el mundo irá perdiéndose al fin, pasando a ser algo distinto. Antes o después.

—Sin embargo, aunque acabes perdiéndote alguna vez, necesitas un lugar al que poder retroceder.

—¿Un lugar al que poder retroceder?

—Un lugar al que valga la pena volver.

Me mira de frente, con fijeza.

Me sonrojo. Pero me armo de valor y alzo la cara. La señora Saeki lleva un vestido de manga corta de color azul marino. Al parecer, tiene vestidos de diferentes tonalidades de azul. Un fino collar de plata y un reloj de pulsera con la correa de piel de color negro son sus únicos adornos. Busco en ella a la jovencita de quince años. Enseguida la descubro. Está oculta en el bosque de su corazón como un dibujo de «buscar la figura escondida», durmiendo en secreto. Pero, si fijo la mirada, puedo distinguir su figura. Mi corazón vuelve a latir con un sonido seco. Alguien está clavando un largo clavo con un martillo en las paredes de mi corazón.

—Para tener quince años recién cumplidos, hablas con mucha sensatez. —No sé qué responderle. Permanezco callado—. Yo también, cuando tenía quince años, quería irme a un mundo distinto —dice la señora Saeki sonriendo—. A un lugar donde nadie pudiera encontrarme. A un lugar donde no transcurriera el tiempo.

—Pero, en este mundo, no existe ningún lugar así.

—Exacto. Por eso vivo aquí. En un mundo donde las cosas no dejan de perderse, los sentimientos no dejan de cambiar, donde el tiempo transcurre sin pausa. —Y, como si quisiera aludir al paso del tiempo, permanece unos instantes en silencio—. Pero, a los quince años, yo estaba segura de que en este mundo existía un lugar así. De que la entrada a un mundo distinto estaba escondida en alguna parte y de que yo podría encontrarla.

—¿Estaba usted sola a los quince años?

—En cierto sentido sí. Lo estaba. No es que no tuviera a nadie a mi lado, pero me encontraba terriblemente sola. Y era porque sabía que jamás volvería a ser tan feliz como lo estaba siendo entonces. Era lo único que sabía con certeza. Por eso quería encontrar un lugar donde aquellos momentos se hicieran eternos, donde el tiempo no transcurriese.

—Lo que yo quiero es crecer lo más rápido posible.

La señora Saeki se echa un poco para atrás para leer la expresión de mi cara.

—Tú eres más fuerte de lo que yo era entonces, y eres independiente. Yo, a tu edad, tenía la cabeza llena de fantasías, quería evadirme de la realidad, y tú, en cambio, miras la realidad de frente y luchas. Hay una gran diferencia.

Yo no soy fuerte, ni tampoco independiente. Sólo que la realidad me ha empujado, a la fuerza, hacia delante. Sin embargo, no digo nada.

—Me recuerdas a un chico de quince años a quien yo conocía.

—¿Se parecía a mí? —pregunto.

—Tú eres más alto y más fuerte. Pero sí, en algo te pareces. Él no tenía mucho que decirles a los otros chicos de su edad y siempre estaba solo en su habitación, leyendo y escuchando música. Cuando hablaba de algún tema complicado, se le marcaba una arruga en el entrecejo, como a ti. Y me han dicho que también a ti te gusta mucho leer.

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