Read Kafka en la orilla Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (21 page)

Ôkawa lanzó una ojeada a la fotografía y su rostro se ensombreció. Una arruga se le dibujó en el entrecejo y parpadeó varias veces.

—Oye, te estoy muy agradecido por las sardinas. Y no te miento. Pero de eso yo no puedo hablar. Si abriera la boca me las cargaría.

«¿Que si abriera la boca se las cargaría? ¿Se cargaría el qué?», Nakata se sintió completamente desconcertado ante esas palabras.

—Es un peligro. Mal asunto. Oye, ¿quieres un consejo? A ese gato mejor que lo olvides. Y harías mejor no acercándote más por aquí. Te doy este consejo de corazón. Me sabe mal no haber podido ayudarte, pero toma el consejo a cambio de las sardinas.

Tras pronunciar estas palabras, Ôkawa se levantó, echó un vistazo a su alrededor y desapareció entre la maleza.

Nakata exhaló un suspiro, sacó el termo de la bolsa y se bebió el té despacio, con parsimonia.

«Peligroso», había dicho Ôkawa. Sin embargo, a Nakata no se le ocurría qué peligro podía acecharlo en aquel solar. Él solamente estaba buscando a una gatita a rayas blancas, negras y marrones que se había extraviado. ¿Qué había de peligroso en ello? ¿Era acaso aquel cazador de gatos de extraño sombrero, de quien le había hablado Kawamura, lo que era peligroso? Pero Nakata era un ser humano. No era un gato. Y no hay ninguna razón por la cual un ser humano deba temer a un cazador de gatos.

Pero en el mundo había muchas cosas que Nakata no podía imaginar siquiera, y en ellas se ocultaban innumerables razones que Nakata era incapaz de comprender. Así que dejó de reflexionar. Porque, teniendo tan pocas luces como tenía, lo único que conseguía pensando en exceso era que le doliera la cabeza. Y Nakata se tomó con reverencia el último sorbito de té, tapó el termo y lo guardó dentro de la bolsa.

Después de que Ôkawa hubiera desaparecido entre la maleza, durante largo tiempo no apareció ningún gato. Sólo las mariposas revolotearon en silencio por encima de la hierba. Los gorriones se acercaron en bandada, se dispersaron por el solar y, luego, volvieron a agruparse, levantaron el vuelo y se marcharon. Nakata se adormeció repetidas veces, y en cada ocasión se despertó sobresaltado. Sabía la hora por la posición del sol.

Ya casi anochecía cuando el perro aquel se plantó ante Nakata. El perro surgió de la maleza como por ensalmo. Apareció despacio, sin hacer ruido. Un perrazo enorme de color negro. Desde donde estaba sentado Nakata, más que un perro parecía un ternero. Tenía las patas largas; el pelo, corto. Los músculos, forjados en acero. Las orejas, puntiagudas como el filo de una daga. No llevaba collar. Nakata no conocía las distintas razas de perros. Pero de una ojeada comprendió que aquél era un perro feroz… o, al menos, que podía llegar a serlo si la ocasión lo requería. Se trataba del tipo de perro que suelen usar en el ejército.

Su mirada era acerada e inexpresiva, alrededor de la boca, la carne estaba vuelta hacia fuera, colgaba, y tras ella asomaban unos afilados colmillos blancos. En los dientes se veían rastros rojos de sangre, y alrededor de la boca tenía adheridos pequeños jirones de carne pegajosa. La lengua, rojísima, asomaba entre los dientes como una llama temblorosa. No apartaba los ojos de Nakata. Durante largo tiempo, el perro no exhaló ni un sonido, no hizo un solo movimiento. Tampoco Nakata dijo nada. Él no podía hablar con los perros. Los gatos eran los únicos animales con los que podía mantener una conversación. Los ojos del perro se veían turbios como el agua de una charca, fríos como bolas de cristal.

Nakata aspiraba breves y silenciosas bocanadas de aire. No es que sintiera ningún miedo en particular. Era consciente, claro está, de que en aquel instante estaba expuesto a un peligro. Comprendía más o menos (aunque no supiera por qué) que frente a él había un animal hostil lleno de agresividad. Pero eso no quería decir que Nakata llegara a comprender que ese peligro pudiera materializarse y caer sobre él. La idea de la muerte era algo que trascendía los límites de su imaginación. Y del dolor, hasta el momento de experimentarlo, tampoco tenía conciencia. El concepto abstracto del dolor era algo que Nakata no podía comprender. Por lo cual, pese a tener aquel perro ante sí, Nakata no experimentaba temor alguno. Simplemente se sentía un poco confuso.

—¡
Levántate!
—exclamó el perro.

Nakata tragó saliva. El perro le estaba hablando. Sin embargo, en realidad no parecía que lo estuviera haciendo. No movía la boca. Se limitaba a transmitirle a Nakata un mensaje valiéndose de un método distinto al oral.


¡Levántate y sígueme!
—le ordenó el perro.

Nakata se levantó del suelo, tal como le decía. Pensó en saludar al perro, pero se lo pensó dos veces y acabó desistiendo. Aun suponiendo que pudiera hablar con aquel perro, dudaba que eso le fuera de alguna utilidad. En primer lugar, a Nakata no le apetecía en absoluto hablar con él. Ni siquiera le apetecía darle un nombre. Dudaba que, por mucho tiempo que pasara, llegase a hacerse jamás amigo de aquel perrazo.

De repente se le ocurrió que tal vez aquel perro pudiera tener algo que ver con el gobernador. Que tal vez el señor gobernador se hubiese enterado de que Nakata recibía estipendios por buscar gatos y que le hubiese enviado a aquel perro para notificarle que le retiraba la subvención. Tratándose del gobernador, no sería de extrañar que tuviera un perro como aquél. Y, si aquello se confirmaba, Nakata se hallaría en una situación muy comprometida.

Cuando Nakata se levantó, el perro empezó a andar despacio. Nakata se colgó la bolsa al hombro y lo siguió. El perro tenía el rabo corto y, debajo de éste, le colgaban un par de grandes testículos.

El perro cruzó el solar en línea recta y se escurrió a través de la valla. Nakata salió detrás de él. El perro no se volvió una sola vez. En realidad no tenía ninguna necesidad de hacerlo: por el ruido de los pasos sabía que Nakata lo estaba siguiendo. Conducido por el perro, Nakata recorrió las calles. Conforme se acercaban al barrio comercial iba aumentando el número de transeúntes. La mayoría, amas de casa del vecindario que habían salido a hacer la compra. El perro avanzaba con aire amenazador, la cabeza alta, la vista clavada ante sí. La gente que venía de cara, al ver aquel perrazo negro de aspecto tan agresivo se apartaba precipitadamente. Había incluso quien se apeaba de la bicicleta y cambiaba de acera.

Como iba andando en pos del perro, Nakata se sentía como si fuera a él a quien rehuía la gente. Quizá pensaran que había sacado a pasear a aquel perrazo sin atarlo siquiera. Lo cierto es que había personas que le lanzaban miradas hostiles a Nakata, llenas de reprobación. Y eso a él lo llenaba de tristeza. «Esto yo no lo hago por gusto, ¿saben?», hubiera querido explicarles. Era el perro quien lo estaba conduciendo a él, ésa era la verdad. Porque Nakata no era fuerte. Nakata, en realidad, era un ser débil.

Precediendo a Nakata, el perro recorrió un largo camino. Cruzó varias encrucijadas, atravesó diversos barrios comerciales. En los cruces, el perro hacía caso omiso de los semáforos. Como no eran calles muy anchas y los coches no circulaban a gran velocidad, cruzar con el semáforo en rojo no representaba un gran peligro. Al ver el perrazo, todos los conductores pisaban raudo el pedal del freno. Y el perro les mostraba los dientes, les lanzaba miradas hostiles y cruzaba despacio, con aire de desafío, los semáforos en rojo. Y a Nakata no le quedaba otro remedio que hacer lo propio. El perro conocía perfectamente el significado de los semáforos. Se limitaba a ignorarlos. Nakata se dio cuenta de ello. El perro parecía estar acostumbrado a hacer lo que le viniera en gana.

Nakata ya no sabía dónde estaba. Hasta medio camino habían recorrido la zona residencial del distrito de Nakano, que le era muy familiar, pero a partir del instante en que doblaron una esquina, Nakata dejó de saber, de repente, dónde se encontraba. Lo invadió la inquietud. ¿Qué sería de él si se extraviaba y no sabía cómo volver a casa? Quizá ya no se encontraba en Nakano. Nakata miró a su alrededor, pero no descubrió por la zona nada que le resultase familiar.

Libre de toda preocupación, el perro seguía avanzando al mismo paso, con idénticos movimientos. La mirada alta, las orejas erguidas, los testículos balanceándose suavemente como péndulos, avanzaba a una velocidad a la que Nakata pudiera seguirlo sin problemas.

—¿Oiga, todavía estamos en Nakano? —se decidió a preguntarle Nakata.

El perro no respondió. Ni siquiera se dio la vuelta.

—¿Tiene usted alguna relación con el gobernador?

No hubo respuesta, como era de esperar.

—Nakata sólo estaba buscando a un gato. A una gatita a rayas blancas, negras y marrones. Se llama Goma.

Silencio.

Nakata desistió. A aquel perro era inútil dirigirle la palabra.

Era un rincón de algún tranquilo barrio residencial. Los grandes edificios se alineaban uno al lado del otro. No se veía ningún transeúnte. El perro se metió en una de las casas. Un muro de piedra de estilo antiguo, un espléndido portal de dos batientes muy poco común hoy en día. Uno de los batientes está abierto de par en par. En el porche hay estacionado un gran coche. Tan negro como el perro, bruñido y reluciente, sin mácula. La puerta del recibidor también está abierta de par en par. Y el perro entra sin dudarlo, sin detenerse un instante. Nakata se quita las viejas zapatillas de deporte, las encara juntas al revés, hacia el interior de la casa,
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se quita la gorra de alpinista de la cabeza, la mete en la bolsa y, tras sacudirse las briznas de hierba de los pantalones, se adentra en la casa. El perro, que se había detenido esperando a que Nakata estuviera listo, lo conduce, a través de un pasillo de tablas pulidas, hacia la sala de visitas o el estudio que está al fondo.

En el interior de la estancia reina la oscuridad. El sol se está poniendo y, además, la gruesa cortina de la ventana que da al jardín está corrida. No hay una sola luz encendida. En el fondo de la habitación se ve un gran escritorio y, al parecer, hay alguien sentado al lado. Pero los ojos de Nakata todavía no se han acostumbrado a la oscuridad y no puede distinguir bien de qué se trata. Sólo la negra silueta de una persona perfilándose en la oscuridad, como si fuera un dibujo recortado. Al entrar Nakata, la silueta cambia despacio de ángulo. Quien se encuentra allí, al parecer, se ha vuelto hacia Nakata haciendo rodar una silla giratoria. El perro se ha detenido, se ha sentado en el suelo y ha cerrado los ojos. Como indicando que allí concluye su cometido.

—Buenas tardes —saluda Nakata dirigiéndose a la silueta de oscuros contornos.

El otro guarda silencio.

—Me llamo Nakata. Con su permiso. No he entrado con malas intenciones.

No hay respuesta.

—Nakata ha venido porque el perro le dijo que lo siguiera y lo ha traído hasta aquí. Así que me he tomado la libertad de entrar en su casa sin permiso. Le ruego que me disculpe. Y, si usted no tiene inconveniente, me iré ahora mismo…

—Siéntate en ese sillón —dijo el hombre. En voz baja pero incisiva.

—Sí, sí —dijo Nakata. Y se sentó en un sillón que se encontraba allí. Justo a su lado, el negro perrazo permanecía sentado, inmóvil, como si fuera una estatua—. ¿Es usted el señor gobernador?

—Algo parecido —contestó el otro hablando desde las tinieblas—. Si pensar eso hace que las cosas te sean más fáciles de entender, pues lo piensas y en paz. Tanto da.

El hombre se volvió, extendió un brazo, tiró de una cadenita y encendió una lámpara de pie. Era una pálida luz amarillenta de tonalidad antigua, pero alcanzaba a iluminar toda la estancia.

Y allí había un hombre alto y delgado que llevaba un sombrero negro de copa. Estaba sentado en una silla giratoria de cuero y mantenía las piernas cruzadas frente a él. Vestía una estrecha levita de manga larga de color rojo intenso, un chaleco negro debajo, y calzaba unas botas altas negras. Los pantalones eran blancos como la nieve y ceñidísimos. Parecían unos calzoncillos largos. Alzó una mano y se la llevó al ala del sombrero. Como cuando se saluda a una dama. Con la mano izquierda sostenía un bastón negro con un puño redondo de oro. Por la forma del sombrero debía de ser el «cazador de gatos» de quien hablaba Kawamura.

La fisonomía del hombre no era tan peculiar como su atuendo. No era joven, pero tampoco viejo. No era ni guapo ni feo. Las cejas, gruesas y bien delineadas. Las mejillas mostraban un saludable color rosado. Tenía la cara extrañamente tersa, sin barba ni bigote. Los ojos rasgados, y en sus labios flotaba una sonrisa sardónica. Una cara difícil de recordar. Más que sus facciones, lo que captaba la atención al instante era su extraña indumentaria. De haber vestido otras ropas, es probable que resultara difícil reconocerlo.

—Supongo que sabes cómo me llamo.

—No, no lo sé —dijo Nakata.

Una ligera decepción se pintó en el rostro del hombre.

—¿No lo sabes?

—No. Tendría que habérselo mencionado ya, pero Nakata no es muy inteligente, ¿sabe?

—Pero esta imagen te suena, ¿no? —dijo el hombre, se levantó y se puso de perfil, con las piernas flexionadas como si estuviese andando—. ¿Ni siquiera ahora?

—No, lo siento mucho. No recuerdo haberlo visto nunca.

—¡Vaya! Tú no debes de beber whisky, ¿verdad? —dedujo el hombre.

—No. Nakata no bebe. Ni fuma. Nakata es tan pobre que necesita la subvención del ayuntamiento y esas cosas no puede permitírselas.

El hombre volvió a tomar asiento y cruzó las piernas. Cogió un vaso de encima de la mesa y bebió un sorbo de whisky. El hielo tintineó dentro del vaso.

—Pues yo sí voy a permitirme beber. Con tu permiso, claro.

—Sí, a Nakata no le importa lo más mínimo. Beba usted a su gusto.

—Gracias —dijo el hombre. Después clavó de nuevo la mirada en Nakata—. ¿Entonces no sabes cómo me llamo?

—Pues, no. Mil perdones, pero a usted no lo conozco.

El hombre torció levemente los labios. Durante un breve lapso de tiempo, la fría sonrisa se desdibujó —como cuando un rizo turba la superficie del agua—, se borró y, luego, volvió a brotar.

—Un bebedor de whisky me habría reconocido al primer golpe de vista. ¡En fin! ¡Qué más da! Mi nombre es Johnnie Walken.
Johnnie Walken
. La mayor parte de las personas de este mundo sabe quién soy. No es para presumir, pero mi nombre es famoso en toda la faz de la Tierra. Tanto que puede llamárseme icono. No hace falta que te diga que no soy el
auténtico
Johnnie Walken. No tengo relación alguna con la destilería de la Gran Bretaña. Me he limitado a tomar prestados, por las buenas, el nombre y la imagen de la etiqueta. Porque las necesitaba, tanto una cosa como la otra.

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