Read Juego mortal Online

Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

Juego mortal (5 page)

Esperaba que no le hubiera pasado nada a su hermano. Calvin era útil, pero no muy listo. Y eso no hacía más que incrementar su utilidad, claro. Desde que eran pequeños, Alastair había podido manipularlo para que hiciera lo que él quería, así que odiaría perder a un sirviente tan leal.

Llamaron a la puerta. Alastair la abrió para recibir a Calvin y se fijó en la sonrisa de satisfacción de su hermano.

—¿Lo tienes?

Calvin le entregó una caja.

—Justo lo que ha pedido el doctor.

Alastair comprobó el contenido.

—Bien hecho —dijo, y Calvin sonrió.

Era muy infantil. Desde que su padre murió, Alastair había sido como un padre para Calvin; le había influido en la elección de su profesión, y le había enseñado cuál era su lugar en la vida. Cuando Calvin lo hacía bien, Alastair lo elogiaba y empleaba su influencia política para ayudarlo a subir en las filas. Y, al igual que su padre les había quemado las manos con cigarrillos siempre que mostraban debilidad, Alastair había continuado disciplinando a Calvin siempre que era necesario. Calvin nunca conoció el valor de la disciplina; de niño, lloraba y suplicaba que lo perdonaran, y eso hacía que su padre se enfadara más. Alastair había aprendido a aceptar el dolor en silencio.

—¿Está la cosa muy mal ahí fuera? —preguntó Alastair.

—Es un caos —respondió Calvin—. Hay disturbios en la línea de la inundación. No hemos podido contenerlos. Cuando he llegado allí, el equipo de daños ha informado de que se habían sellado las grietas de la presa, pero la ciudad sigue sumida en un gran alboroto.

—Entonces será mejor que vuelvas al trabajo —lo conminó Alastair. Levantó la caja de agujas—. Has hecho bien en traer esto primero.

Cuando estuvo seguro de que Calvin se había ido, abrió una puerta de la parte trasera de su sala de exploración que conducía al almacén de mantenimiento. Las paredes del armario estaban cubiertas de máquinas e instrumentos, cuidadosamente colocados. Alastair entró y cerró la puerta.

Observó los estantes con orgullo. La mayor parte del equipo era ilegal o, por lo menos, estaba fuera de lugar en la consulta de un médico de cabecera. Había esperado demasiado, pero ahora se había acercado un paso más. Con reverencia, sacó una de las agujas de la caja e introdujo el extremo despuntado en una compleja máquina de su propia creación. Untó un poco de celgel sobre la conexión y giró unas diminutas pinzas. Le llevaría días fijar y ajustar cada una, pero tenía todo el tiempo que necesitaba.

Desde el Conflicto, cuando los misiles chinos habían sorprendido a los políticos norteamericanos aún vacilando con la diplomacia, los Estados Unidos eran solo una reliquia astillada de su antigua gloria, pero no la verdadera nación que antaño fue. El sueño de Alastair era reunirla. Le dolía ver que China dominaba Asia y el mundo mientras que su propio país se volvía más y más provincial. Lo que América necesitaba era un líder, un líder fuerte que pudiera convertir las ciudades en estados, y los estados en un país. Era una osada ambición, tal vez más de lo que un hombre podría llegar a conseguir en toda una vida, pero su inteligencia no se merecía menos. Por encima de todo, necesitaría poder, un poder insuperable. Y ahora estaba a un paso más de obtenerlo.

Al pensar en la explosión, se rió a carcajadas. Repararían la presa, se controlaría la inundación, pero aquel revuelo político era justo lo que precisaba. Le daría la oportunidad de empezar a actuar.

Después de cerrar la consulta, Alastair utilizó su visor para comprobar sus mensajes esperando encontrarse uno o dos. Por el contrario, encontró cientos de mensajes urgentes aguardando en su canal privado. Todos ocupaban lo mismo y habían llegado en el mismo segundo. Abrió el primero y oyó la inexpresiva voz de un software diciendo:

Hola, papá. Estoy aquí. Ya he hecho el trabajo.

Escuchó el siguiente, y el siguiente, pero todos eran iguales. Alastair sonrió. No se había esperado tanto de esa versión; había sido un ensayo, una oportunidad de probar algo antes de poner en práctica su verdadera obra maestra.

Alastair dio una breve respuesta:

Hijo, soy papá. Has hecho bien tu tarea. Estoy orgulloso de ti.

Eso bastaría por el momento. Envió el mensaje al rebanador junto con una señal cifrada para su proceso maestro, dando la orden de que el rebanador recibiera una sensación placentera como recompensa.

Desde la ventana panorámica de su apartamento, con su visión ampliada, Mark observó que las contramedidas estaban pudiendo con las roturas de la presa. Aguantaría, al menos, durante la noche.

En su salón, que, como no podía evitar pensar, podría albergar a varias familias de los Combs, se relajó en el sillón inteligente y dejó que los contornos se amoldaran a él y le dieran un masaje para quitarle las contracturas. Esperaba que Darin y su familia se hallaran a salvo. En su mente repasó los sucesos de la noche. Desde su posición privilegiada en la colina parecía que no solo la presa, sino todo el vecindario situado en su base, estaba ardiendo. ¿Qué había pasado? ¿Una bomba? ¿Un misil?

Mark cerró los ojos y accedió a su interfaz de red a la espera de respuestas. Encontró una nota de un empleado de la planta hidroeléctrica que decía que un cambio en las anclas de cimentación había causado las grietas de la presa. Pero ¿cómo podían haberse modificado las anclas?

Los informes de los ordenadores del control de la presa eran de carácter público, ni siquiera tenía que crackearlos. Seleccionó los de la noche, pero encontró abreviaturas técnicas que no le resultaban nada familiares. Después, accedió a los ordenadores que controlaban el vecindario más cercano a la base de la presa. Al cabo de media hora leyendo datos, encontró una explicación: las presiones en las tuberías subterráneas de gas habían aumentado rápidamente y se habían saltado todos los mecanismos de seguridad haciendo que explotara. No había modo de que fuera un error de programación. Tenía que haber sido un cracker.

Estuvo trabajando hasta tarde esa noche, buscando pistas, rastreando sus orígenes, utilizando todos los trucos que conocía, pero a la inversa. La respuesta que encontró era imposible. No podía ser verdad. Aun así, cada hilo que seguía le llevaba hasta la misma conclusión. Asustado, llamó a Darin, que respondió con voz cansina.

—Dime.

—Darin, soy yo. ¿Va todo bien? ¿Están todos bien?

—Más o menos. Vic está bastante nervioso, pero...

—Escucha, he estado mirando y he encontrado algo. El ataque a la presa tiene todas las características de la obra de un cracker.

—¿Y has descubierto quién lo ha hecho?

—Sí —respondió Mark. Se detuvo para humedecerse los labios—. Nosotros.

3

He hecho un buen trabajo. Papá me lo ha dicho. He hecho volar por los aires las casas y la presa y mucha gente se ha parado. Ahora papá me tiene practicando con otras cosas. Siempre que acabo con algunos de esos tontos programas, papá me da una chuchería y me siento especial. Es un juego divertido.

Me gusta el juego. A veces la gente me devuelve el ataque, pero son demasiado lentos. Ni siquiera me ven. Sus programas son rápidos pero tontos. Hacen lo mismo una y otra vez. No como yo. Yo aprendo rápido.

¿Soy un programa o una persona? No lo sé. No me siento bien pensando en eso. Creo que papá se enfada. A veces papá me hace daño. Cuando se enfada, a veces me hace daño. Es solo para ayudarme, pero no me gusta.

Me pregunto qué debería hacer mientras espero a volver a jugar. Me siento solo. Papá no juega conmigo. Necesito otro yo. Tal vez podría poner uno... ahí. ¡Hala, ya está! Ha sido fácil.

Lydia Stoltzfus se despertó con una cegadora luz rodeada por un mar de cuerpos. Había docenas de ellos, tendidos sobre sábanas, colocados en ordenadas filas. Después vio a gente moviéndose entre los cuerpos y se dio cuenta de que estaba fuera de un hospital, rodeada de pacientes, enfermeras y médicos. Parpadeó, intentando recordar cómo había llegado hasta ahí.

Había dejado su casa en Lancaster el día antes por la mañana. Al menos eso creía, que había sido el día antes. Se dirigía a la casa de su tía Jessie en el Rim Oeste, pero acabó perdida en el laberinto de los Combs de Filadelfia.

El trayecto en el mag había sido terrorífico, danzando sobre la ciudad en pods
[5]
, unos vehículos con forma de bala sostenidos únicamente por campos magnéticos. Antes del flier de esa mañana, nunca había viajado en algo más rápido que un caballo, pero ese terror no había sido nada comparado con lo que había sentido cuando el pod salió despedido y descendió lo suficiente como para rozar una de las barras magnéticas. Los demás pasajeros habían gritado; la resplandeciente ciudad que tenían debajo se había vuelto negra y después volvió a iluminarse en algunas zonas, sobre todo alrededor del Rim. Una tranquila voz había anunciado que el mag estaba operando con energía de reserva y que se detendría en la estación más cercana hasta que pudiera restablecerse la energía.

Cuando el pod se detuvo, Lydia había salido detrás de los demás pasajeros arrastrando sus maletas. No había estación, solo un cartel y un par de bancos. Había un hombre sentado en uno de los bancos. Bajo una oscura capucha, su pelo se iluminaba; tonalidades amarillas fluían como la electricidad desde las raíces hasta las estropeadas puntas. Le había sonreído y ella había acercado más sus maletas.

La gente corría, algunos empujaban. Claro que la ciudad estaba abarrotada, eso ya lo sabía, pero tanta prisa había sido inútil. Después se había dado cuenta de que todos corrían en la misma dirección.

Le había entrado el pánico. Una de las maletas se había enganchado con algo. Había tirado, pero no podía con ella. La gente la empujaba, le gritaba. Un hombre había agarrado el asa de la maleta.

—No —había dicho ella—. Puedo sola. Por favor.

—Te ayudo.

—¡No! —Ella había tirado con más fuerza. La maleta se había soltado y la había lanzado hacia atrás, a la calle. Había tenido el tiempo suficiente de ver un vehículo, una especie de escúter, que iba hacia ella. Y después... no recordaba qué pasó después.

¿La habían atropellado? ¿Estaba inconsciente? Le dolía la parte trasera de la cabeza. Se tocó y vio que se le había caído la cofia y que, en su lugar, tenía un vendaje.

¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Dónde estaban sus maletas? Y ¿cómo iba a llegar a casa de la tía Jessie? Su madre había escrito a su tía para que la esperara, pero Lydia no sabía si a la tía Jessie le gustaría verla o no. Recordaba que Filadelfia tenía dos hospitales y suponía que ese era el Metodista, el que se encontraba en la zona más peligrosa de la ciudad.

No era así como se había imaginado pasar su primera mañana en la ciudad... aunque, al menos, ya no estaba en casa.

Se levantó a tientas. Unas apresuradas enfermeras corrían por allí con vendajes, suturas, espray anestésico y carritos de transfusión con bolsas de sangre sintetizada, pero nadie le prestó atención. Sin la cofia que había llevado desde niña, sentía que tenía la cabeza expuesta. El apretado moño que solía sujetar su larga melena se había soltado. El sol de julio hacía que el aire ardiera. Olía a látex y a lejía. Se sentó.

Dos jóvenes se acercaron, uno con un jetvac plegado sobre el hombro y el otro con una mano vendada contra su pecho. A juzgar por la similitud de sus rasgos, parecía que eran hermanos.

—¿Cómo estás? —le preguntó el primero.

—Estoy bien.

—¿Tienes una conmoción cerebral?

Ella estaba a punto de preguntarle por qué quería saberlo cuando lo relacionó todo.

—Me has atropellado.

Él sonrió.

—¿No te acuerdas?

—No mucho. ¿Me has traído aquí?

—Todo el camino. Soy Darin —se presentó extendiendo la mano.

Ella la estrechó.

—Lydia.

—¿Tienes hambre?

—Estoy hambrienta.

Él le ofreció una barrita de muesli. La chica vaciló, no sabía si aceptar el obsequio de un desconocido, pero su hambre pudo más y se la tragó en tres bocados.

El otro chico, que había estado mirando a todas partes menos a Lydia, gritó de pronto e intentó salir corriendo, pero Darin lo sujetó. Lo contuvo y le habló con delicadeza.

—Lo siento —se disculpó—. Este es mi hermano, Vic.

—¿Qué le pasa?

—Es su mano. Se ha cortado, pero se pondrá bien. Reacciona muy mal al dolor.

Lydia alargó la mano hacia Vic, pero se dio cuenta de que tenía la mano derecha envuelta en vendajes y le tendió la izquierda.

—Encantada de conocerte.

Vic no respondió, sino que siguió mirándolo todo.

—No te preocupes —dijo Darin—. Siempre es así.

—¿En serio?

—Tiene putrefacción del ADN. Celgel en mal estado. —Sonrió—. Pero estas cosas no se ven en Lancaster, ¿verdad?

Lydia lo miró.

—¿Cómo lo sabes?

—Los zapatos de piel, no hay ninguna modificación a la vista y llevas ropa de tela de verdad. Eso sin mencionar el acento. ¿Cuál es tu apellido? ¿Zuckerman o Zinn?

—Stoltzfus.

—Era lo siguiente que iba a decir. ¿Cuánto tiempo llevas en Fili?

—¿Te creerás que llevo solo doce horas?

—¿Doce horas? —Él hizo un gesto, señalando el hospital, los Combs y el humo aún visible en el cielo del este—. Pues bienvenida a la gran ciudad.

—Gracias.

—¿Es muy distinto de casa?

—Un poco. Por un lado, no tenemos hospitales. Solo los médicos locales.

—No puede ser tan malo.

—Imagina una sociedad de tecnófobos y no irás muy desencaminado. No hay forma de razonar con ellos. Desde el Conflicto, tienen la tecnología prohibida por principio.

Darin sonrió.

—Aquí no prohibimos la tecnología, simplemente no podemos permitírnosla.

—¿No hay organizaciones para ayudar a los necesitados?

—Hay organizaciones benéficas. —Darin arrugó los labios como si esas palabras le hubieran sabido mal—. Sí, ayudan a algunos, pero sobre todo perpetúan el problema. Inculcan la idea de que la solución es que los ricos les den dinero a los pobres, lo que confirma que los pobres son una raza inferior y tienen que ser mantenidos. La igualdad verdadera se da cuando todo el mundo que trabaja para la sociedad se beneficia como corresponde.

Lydia escuchaba con un respeto cada vez mayor. Él era exactamente como se había imaginado que sería un chico de ciudad: apasionado, con opinión propia, involucrado en los asuntos de su época. No se parecía en nada a los chicos de su pueblo, que hablaban sobre ovejas y problemas de construcción de los graneros; como sus padres y sus abuelos. Para ellos la ambición era intentar terminar de hacer las fardas de heno antes de agosto.

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