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Authors: Leandro Palencia

Hollywood queer (34 page)

Con
La gran aventura de Silvia
Cukor hizo una de sus obras más personales y según él «quizá es mi favorita... Me parece estimulante hacer actuar a Katharine Hepburn durante mucho rato en un papel de muchacho (siempre) me había impresionado que (ella) tuviese cualidades de
garçonne».
En la película Silvia (Hepburn) debe transformarse en Silvestre para ayudar a su padre, cortarse el pelo y vestir como un hombre. Mientras lo hace jura que no será nunca más una chica débil y tímida sino un chico rudo y fuerte. En una escena Silvestre rechaza el beso de su madrastra Maudie cuando ésta le asegure que «Tienes la cara tersa y suave como la de una chica», le pinte un bigote a lo Ronald Corman y Maudie se pregunte «cómo debe ser besar a alguien con un bigote así». En otra escena un pintor muy viril se siente fascinado —«esa sensación tan extraña cuando te miro»— por Silvestre, e ignora porqué. Silvestre le hace ojitos sin que a él parezca importarle. Cuando el pintor descubra que en realidad es una chica se lanzará a besarla. Lo mismo hará el compinche de Silvestre (Cary Grant). Una amiga del artista que entra y ve a Silvia vestida de mujer le pregunta «¿Eras una chica vestida de chico o eres un chico vestido de chica?». La cinta fue condenada por la Legión de la Decencia. Su narrativa inesperada —fluye entre el drama y la comedia— trata de unos personajes en perpetúa transformación —de estafadores a mimos, los
Pierrots Rosas-.
Y en perpetuo movimiento, además de que intercambian sus parejas. Los personajes huyen de cualquier identidad que les fije, todo debe ser mutable.
Queer. La gran aventura de Silvia
es la primera cinta en que Cary Grant tiene un papel destacado. Cuando le ve, Silvia, ya vestida de hombre, le silbará. Así es como se autodefinía el personaje de Grant: «Yo voy contra el sistema. Soy libre. Vivo la vida. Así como viene se vá. Ese es mi lema».

HITCHCOCK, ALFRED

Alfred Joseph Hitchcock

13 de agosto de 1899 en Leytonstone (Reino Unido) — 29 de abril de 1980 en California (EE.UU.)

A menudo es catalogado como el peor de los homófobos por su tendencia a hacer de los homosexuales protagonistas de sus bromas más crueles. Pero para una persona que estaba asustada de la vida, de la gente, del rechazo de las relaciones, resulta sorprendente que, tal como manifestó una actriz allegada, siempre estuviera «completamente cómodo con los homosexuales y los bisexuales» y que le gustara utilizar actores que transmitieran una sexualidad ambigua. Como Montgomery Clift en
Yo confieso
(1953), Cary Grant en
Sospecha
(1941) y
Encadenados
(1946) o Ivor Novello en
El asesino de las rubias
(1926).

Durante el rodaje de esta última Novello (1893-1951) no dejó de flirtear con el equipo masculino y Hitchcock no dejó de sacarle junto a jarrones, esculturas o flores para denotar que era gay. El amor de Novello fue el actor Robert Andrews, con quien vivió de 1917 hasta su muerte en 1951. W. Somerset Maugham dijo que Winston Churchill le contó que él y Novello se habían acostado. Otros actores homosexuales con los que trabajó Hitchcock fueron Cyril Ritchard, John Gielgud, Charles Laughton, Marlene Dietrich, Judith Anderson, Farley Granger, Raymond Burr o Anthony Perkins. Hitchcock también colaboró con muchos autores homosexuales como Noel Coward
(El jardín de la alegría,
1925), Somerset Maugham
(El agente secreto,
1936), Thornton Wilder
(La sombra de una duda,
1943), Daphne du Maurier
(Rebeca
y
Los pájaros,
1940 y 1963) o Cornell Woolrich
(La ventana indiscreta,
1954). A pesar de ser un profundo católico
Victoriano,
Hitchcock sentía curiosidad por los homosexuales y, de hecho, en muchas de sus películas se les puede reconocer, como la señora Danvers en
Rebeca
o Bruno Anthony en
Extraños en un tren
(1951). En
Asesinato
(1930) nos encontramos con el andrógino asesino Handell Fane. En
Alarma en el expreso
(1938) con la pareja Caldicott y Charters, además, la protagonista que desaparece, ¿no es el símbolo de que la subjetividad y la sexualidad femenina son reprimidas por el control falocéntrico del orden simbólico? La
ventana indiscreta
al igual que el cine de Jean Cocteau se estructura al ritmo de un erotismo anal. En
De entre los muertos
(1958) James Stewart interpreta a un héroe mayor y soltero que vive a pie de calle en la famosa Lombard Street de San Francisco, más interesado en vestir a la protagonista que en llevársela a la cama.

Dos de los proyectos de Hitchcock en los años sesenta contaron con una subtrama homosexual. En
Psicosis
(1961) un Norman Bates travestido. En
Cortina rasgada
(1966) tuvo que eliminarse cuando se contrató a las estrellas, Paul Newman y Julie Andrews.

Ese mismo año, igualmente, Hitchcock debió abandonar una idea sobre un desfigurado asesino psicópata homosexual. Sin embargo, cuando en los años sesenta las películas empezaron a tratar abiertamente la homosexualidad él declaró que no pensaba filmar ese tema porque no era «divertido». Según Robert Samuels, las películas de Hitchcock presentan múltiples formas de identificación sexual y de deseo. Facilitando una posición bisexual para cada sujeto ya que a menudo sus protagonistas toman la identidad de otro.

HOMOEROTISMO

El cine satisface el erotismo de todo espectador. No sólo por ofrecer estrellas sensuales sino también por las típicas manifestaciones de cada género. A veces, dada la ambigüedad de la representación de las relaciones entre individuos del mismo sexo, es posible entenderlas como un subtexto homoerótico que sugiere homosexualidad. Quizá en el cine de aventuras sea más fácil ver esas parejas criptohomosexuales. Como en
Master and Commander: Al otro lado del mundo
(Peter Weir, 2003) donde el Dr. Stephen Maturin (Paul Bettany) es
queer
para el capitán Jack Aubrey (Russell Crowe), ya que ambos viven casi como un matrimonio. La carga homoerótica de estas líricas amistades ha estado presente a lo largo de la historia del cine, y sino recuérdese lo que le dijo Henry Hathaway a John Kobal sobre su película
Tres lanceros bengalíes
(1935): «Fue la primera vez que rodamos una historia de amor entre dos hombres y no entre un hombre y una mujer. Porque en esa película no hay ninguna mujer. Surgió de un ciclo de producciones que realizó Louis D. Lighton (para Paramount). Sustentaba la opinión de que un hombre entraba en la historia de otro, resolvía los problemas y se largaba». En otras ocasiones, la insinuación no está tan oculta. Tal como escribe Roger Eckert sobre
Lawrence de Arabia
(David Lean, 1962), «Hay un momento de la película en el que Peter O'Toole, vestido con las ondulantes túnicas blancas de jeque del desierto, interpreta una danza de victoria en el techo de un tren turco descarrilado, como si estuviera posando para una revista de moda». Una escena que hace "alarde" de estereotipos gays. Y eso que del montaje final había desaparecido una caricia velada entre el protagonista y un árabe para no implicar la homosexualidad de Lawrence.

Si el género de aventuras rebosa erotismo
camp
es porque lo atlético y lo espectacular de los cuerpos masculinos es lo que hace avanzar la acción. Y la acción a menudo tiñe las escenas de una atmósfera homoerótica al presentarse en imagen la semidesnudez de los protagonistas. Esto sobre todo es palpable en las superproducciones de los años cincuenta ambientadas en la exótica y
glamourosa
Antigüedad, plena de elementos
kitsch
y
camp,
donde hasta las reinas del pasado parecían unas
drag queens
con sus imposibles y recargados trajes. Steve Reeves, que trabajó en numerosas películas de romanos de esa época, se convirtió en el ídolo de determinados admiradores. Al igual que le pasó a Kirk Morris, Gordon Scott, Mickey Hargitay, Victor Mature, Charlton Heston o Kirk Douglas. Fuera de Hollywood,
Las aventuras de Hércules
(Cario Ludovico Bragaglia, 1960) fue una película de culto gay. Lo que más se anhelaba de esos
peplums
era cuando los personajes masculinos exhibían semidesnudos su musculatura. Al igual que sigue pasando hoy en producciones tipo
Troya
(Wolfgang Petersen, 2004)
o Alejandro Magno
(Oliver Stone, 2005). Si bien ni éstas dos ni ninguna otra han reflejado aún que en aquella época las relaciones homosexuales eran una cosa muy común (por ejemplo, de
Troya
se escamotea que la relación Aquiles-Patroclo era de carácter gay) o que en el mundo grecolatino no existía la dicotomía homosexualidad/heterosexualidad, quedando las relaciones sexuales solventadas según la oposición masculino/femenino. Los griegos consideraban las relaciones homosexuales compatibles con las heterosexuales. Para ellos no existían definiciones exclusivas, sólo existía lo sexual. Uno no era esto o aquello sino sexual. De
Alejandro Magno,
Warner Brothers suprimió escenas homosexuales porque «el público no está preparado para ver eso», subsistiendo tan sólo poco más que unas ridiculas miradas insinuantes entre Colin Farrell y Jared Leto.

Las películas de compañeros, por ser los lazos masculinos más importantes que cualquier otra relación, poseen en subtexto un tono homoerótico potencial. Un ejemplo clásico de una escena dramática así, que no tiene porqué afirmar un vínculo homosexual, es
Alas
(William A. Wellman, 1928). Mientras Richard Arlen (David Armstrong) se muere en los brazos del otro héroe aviador, Charles "Buddy" Rogers (Jack Powell), éste le dice «no hay nada en el mundo que signifique tanto para mí como tu amistad» y besa en los labios al cadáver de su amigo. Los
buddies films
proliferan especialmente en los años ochenta, aunque es interesente recordar dos producciones de la década anterior. En el taquillazo
Defensa
(John Boorman, 1972), un grupo de hombres muy machos no pierden la oportunidad de sodomizar a punta de pistola a uno de sus compañeros. Y en una escena de
Los rompepelotas
(1974) los dos amigos heterosexuales, Gérard Depardieu y Patrick Dewaere, tienen sexo entre sí. Si al día siguiente el segundo está avergonzado y lleno de remordimientos Depardieu le tranquiliza asegurándole que es algo normal entre amigos de verdad.

Esta homosociabilidad se propicia principalmente en los géneros bélico y del
western.
Géneros en los que abundan las posibilidades del deseo homoerótico gracias a las relaciones de camaradería. Sobre todo en el bélico por dos motivos. Porque se propone idealiza-damente el valor y la lealtad de un grupo de compañeros que se deleitan en ese gusto por la camaradería, aunque dentro de la misma el hombre esté orgulloso de su sexualidad heterosexual. Y porque se desarrolla en un escenario donde se produce la virtual ausencia de mujeres, significando la supuesta privación de sexualidad y, por tanto, generándose un espacio en el que pueda aflorar el deseo inconsciente de unos hombres por otros. Tal como ocurre en
El sargento
(John Flynn, 1968). En ella Rod Steiger interpreta a un gay reprimido que se suicida tras no serle correspondido un beso en la boca. Si bien Steiger declaró que la película no trataba «de homosexualidad sino de soledad». O
Cruz de hierro
(Sam Peckinpah, 1977), donde un pelotón está unido por una carga sexual muy evidente.

En ciertas instituciones que solían ser exclusivamente masculinas —como el ejército— era posible que se practicara la homosexualidad situacional. En esas comunidades existía la idea de que un homosexual lo es menos si adopta un rol activo que si toma otro pasivo. Ya que pervive el mito de que los gays son siempre pasivos. Y es que tradicionalmente los gays han sido definidos como mujeres, una traición al hombre verdadero.

En el Oeste histórico algunos vaqueros sin mujeres sí recurrieron a la homosexualidad situacional puesto que por lo general habitaban sociedades exclusivamente masculinas. Sus duras vidas intensificaban las relaciones masculinas que hacían posibles las
queer.
Lo que quizá dé otro significado a la broma de uno de sus emblemáticos protagonistas en la pantalla, Gary Cooper, «En los
westerns
te dejaban besar al caballo pero nunca a la chica». El
western
es un género que se basa en la doble cuestión masculina de la sexualidad y de la identidad nacional. En el
western
quedaban marginadas las mujeres, fueran esposas o prostitutas. Desde
El forajido
(Howard Hughes, 1947) a
Dos hombres y un destino
(George Roy Hill, 1969) la rivalidad/camaradería de dos hombres por una mujer no ha disimulado bastante que la mujer se inscribía en el contexto de los lazos homosociales entre dos hombres, siendo simplemente ella una intermediaria entre ambos. La amistad masculina —relación de amor y odio— era mucho más importante. Existe un subtexto homoerótico en la mayoría de los
western.
Y específicamente en obras como
El hombre de las pistolas de oro
(Edward Dmytryk, 1959) o
El zurdo
(Arthur Penn, 1958) podemos encontrar un cariz homoerótico simbólico o latente en los personajes de Henry Fonda, Anthony Quinn y Paul Newman. En
Siete mujeres
(John Ford, 1966), drama psicológico que sucede en una remota misión cristiana en Asia, se puede encontrar ese homoerotismo en al menos seis de las mujeres del título. La moral religiosa ha reprimido sus deseos inconscientes resignándolas a la amargura y a la frustración. Al igual que pasa en las películas de mujeres que se desarrollan en un lugar cerrado sin hombres, como cárceles o conventos, la autoridad femenina se presenta como represiva, histérica y desequilibrada. La lesbiana más evidente es Miss Andrews (Margaret Leighton), una mujer mayor que lidera el grupo con mano de hierro, dulcificada ante la presencia de la joven Sue Lyon. Quien a su vez está más interesada en Anne Bancroft, la protagonista, lo que pondrá celosa a Miss Andrews. Bancroft se identifica como masculina: tiene el pelo corto, viste pantalones y fuma, y cuando aparece por primera vez en imagen la cofunden con un hombre, «Al menos un montón de hombres han bromeado sobre ello». Al final elige la muerte antes que someterse a la dominación sexual masculina.

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