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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Cuentos

Historias desaforadas (15 page)

—¡Che, soy un Juan de afuera, que no pertenece a la Academia, que ni siquiera es médico!

—Yo no me preocuparía —aseguró Gaviatti. Me miró un poco, me dio una palmada y formuló, no creo que en broma, un comentario del que no me repuse inmediatamente:

—Con esa pelada tuya, en pleno avance, no vas a desentonar.

Oí también que me decía: «El viernes próximo, a las diecinueve horas… Ya invitamos a la mujer de Abreu… Si quieres que vaya algún conocido tuyo, llámalo al secretario, para que te mande tarjetas».

Lo vi partir mientras me ocupaba en contar los días que faltaban hasta el viernes. No más de cinco. Tiempo de sobra tal vez para estos caballeros, que sin dificultad preparan un discurso de la noche a la mañana. No para mí. «Lo mejor», me dije, «para evitar sobresaltos» (qué ingenuo ¿no es cierto?) «será que me vaya a casa y me ponga a trabajar». Aunque lo conocía a Abreu desde siempre, o tal vez por eso, ignoraba si tenía tema para muchas horas o para unos minutos.

En cuanto llegué me examiné atentamente en el espejo del baño y recordé lo que una amiga me había dicho: «A cierta edad todas las mañanas uno se asoma con recelo al espejo, para ver qué novedades le trae el nuevo día». En mi caso la novedad revistió el carácter de una amarga revelación. Por dos entradas laterales la frente avanzaba profundamente en el cuero cabelludo. Éste, en algunas partes, raleaba.

Me pareció que si yo procedía con lógica me probaría a mí mismo que me había sobrepuesto a la amargura. Sin demora empezaría a trabajar y también a tomar el tónico de Abreu. Menos mal que me quedaba un frasco.

Entiendo que el discursito me salió bien. Si ahora lo releo con ánimo de encontrar defectos, quizá descubra que no me he demorado debidamente en las situaciones destinadas a conmover al lector; pero quiero creer que la falla está compensada por la virulencia de los párrafos en que denuncio la bárbara incomprensión de quienes encarcelaron a un sabio. En cuanto a mí, en un arrebato de soberbia (lo que parece casi incompatible con mi índole) llegué a pensar que nadie debía juzgar mi lealtad a Francisco Abreu por lo que yo hice, o no hice, en Bagdad, sino por la pieza oratoria que había escrito en su defensa. No cabe duda que trabajé expeditiva y vigorosamente. Quizá yo debiera algo de mi empuje al famoso tónico o elixir, que de manera regular tomaba con el desayuno, con el almuerzo y con el té de la tarde.

El día del acto desperté rebosante de coraje y muy seguro de mí. No se me cruzó por la mente la posibilidad de que los nervios me jugaran una mala pasada. Si me distraía un poco, me veía a mí mismo como un pugilista que se dispone a la pelea, no como un pacífico individuo que va a pronunciar un discurso.

Cuando entré en el anfiteatro, el público lo llenaba, o poco menos. En el estrado me incorporé a un corrillo en que un señor preguntaba si la impuntualidad no sería un grave defecto de los argentinos. Otro me dijo:

—Estamos, fíjese usted, sobre la hora y el doctor Osán no llega.

Me pareció que la frase continuaba, o se apagaba, en un murmullo. Olvidé a mi interlocutor, a los demás académicos, a la concurrencia. Una visión maravillosa me subyugaba. Doña Salomé, con una sonrisa tristísima y abriendo los brazos, venía a mi encuentro. Puedo asegurar que en un principio la aparición me trajo a la memoria una emotiva sucesión de imágenes de ese matrimonio tan querido. Un cambio físico se operó entonces en mí, una verdadera revulsión, en la que todo mi ser tendía hacia doña Salomé, con irresistible premura.

No es necesario que me explaye sobre lo que pasó después. Al respecto la opinión pública no carece de información. Intuyo, sin embargo, que la descripción del suceso que ofrecieron los diarios menos inclinados a una cautelosa reserva reflejó pálidamente la realidad. Con pesadumbre, con vergüenza, admito los hechos. En cambio rechazo de plano la responsabilidad total, que algunos tratan de endosarme. Creo que mi culpa sólo consiste en no haber comprendido enseguida algo que hoy parece evidente. Como Colón, Abreu logró un descubrimiento extraordinario, pero no el que buscaba. Estas páginas mías refieren dos o tres episodios que respaldan el aserto. Si todavía alguien requiere mayor confirmación, la encontrará en una noticia que últimamente difundió la prensa. El cónsul en Bagdad, el mismo que se lavó las manos en el asunto de Abreu, fue detenido por atentar en plena calle contra una mujer no muy joven, que llevaba el ropaje tradicional, con velo y todo.

EL CUARTO SIN VENTANAS

Después de cinco o seis días en Berlín Oeste, me pregunté si Berlín Este no quedaba demasiado cerca, para emprender la vuelta sin verlo. Una discreta indagación, a través de conversaciones aparentemente casuales, me persuadió de que nadie consideraba la visita al sector Este como un acto de arrojo.

A unos doscientos metros del hotel, tomé el ómnibus, que ya estaba repleto de turistas. Me acuerdo de que pensé: «Mientras no me aparte de este rebaño, nada me pasará». Conseguí el último asiento libre. A mi lado iba un hombre de ojos vivaces, de mirada fuerte, parecido a una famosa estatua de Voltaire viejo, que vi no sé dónde. Era de mediana edad y de color aceituna.

En el puesto fronterizo cambiamos de chofer y de guía. Quedamos estacionados, del otro lado de la línea divisoria, no menos de veinte minutos, al rayo del sol, frente a la aduana y al destacamento policial. Era un día de verano muy caluroso. Una señora protestó en voz alta. Cuando un policía, que la encañonó con su ametralladora, le dijo que se callara, la mujer pareció al borde de un ataque de nervios. Procedieron los policías a una aparatosa inspección del vehículo. Miraron todo, aun debajo de los asientos, donde no cabía nadie. Examinaron pasaportes, cotejaron caras y fotografías. ¡Cómo envidié a los compañeros de excursión, casi todos turistas norteamericanos, ingleses y franceses, que mostraban pasaportes con fotografías grandes y nítidas! Por culpa de la mía, apenas mayor que una estampilla y un poco borrosa, pasé momentos de ansiedad. Los policías no se resolvían a creer que yo fuera el fotografiado. El compañero de asiento me dijo:

—Calme esos nervios, mi buen señor. El pésimo trato que nos dan los polizontes no es más que un estilo. La policía de aquí es famosa por el temor que infunde y, usted sabe, cuando alguien alcanza la fama, procura mantenerla.

Hablé como un pedante:

—Maltratar a las visitas fue siempre una falta de urbanidad. El turista es una visita.

—Cuando no un agente secreto. ¿O supone que todos estos americanos, con su aire de granjeros, son tan inocentes como parecen?

—Me atengo a los hechos. Se demoraron los policías con mi pasaporte. Al suyo prácticamente lo pasaron por alto.

—No se preocupe. Usted es argentino. Un ente irreal para ellos. Algo que está fuera de la conciencia del policía
tedesco
. En cambio yo soy un italiano de Berlín Este, que vive en Berlín Oeste. Un poco de mala suerte, y una de estas excursiones puede costarme caro. Sin embargo, aquí me tiene.

El italiano se presentó. Se llamaba Ricardo Brescia. Tenía pelo negro, echado para atrás, frente alta, ojos de mirada firme, nariz y pómulos prominentes, manos movedizas, traje arrugado, de tela ordinaria, marrón. Me preguntó de qué me ocupaba.

—Soy escritor —contesté.

—Yo, cosmógrafo.

—Lo que dice me trae a la memoria mi primera preocupación intelectual. Es raro: no se vinculaba a la literatura, sino a la cosmografía.

—¿Cuál era esa primera preocupación?

—Tal vez no deba llamar así a la perplejidad de un chico. Yo me preguntaba cómo sería el límite del universo. Alguna forma, algún aspecto, debía de tener. Porque el límite del universo, por lejos que esté, existe.

—Desde luego. ¿Llegó a imaginarlo?

—Vaya uno a saber por qué imaginaba un cuarto desnudo, sin ventanas, con las paredes descascaradas y musgosas, con el piso gris, de cemento.

—No se equivocaba demasiado.

—Lo que más me preocupaba era que del otro lado de las paredes no hubiera nada, ni siquiera el vacío.

Sin pedir autorización, algunos turistas empezaron a fotografiar, desde el ómnibus, edificios, monumentos y aún a la gente que andaba por la calle. Temí que se produjeran altercados con el guía. Nada ocurrió, pero mis nervios, que se habían calmado, afloraron de nuevo.

Nos detuvimos en una avenida, entre una hilera de quioscos para la venta de recuerdos y el gran portón de un parque. Mientras el guía explicaba que recorrer ese parque nos llevaría poco más de media hora, Brescia me dijo por lo bajo:

—Sígame. Le voy a mostrar algo que le va a interesar.

—No quiero disgustos —repliqué—. Si la orden es recorrer el parque, voy a recorrerlo. Mientras no me aleje del grupo, me siento protegido.

—No le va a pasar nada. El paseo dura exactamente cuarenta y cinco minutos. Tiempo de sobra para que le muestre algo que le va a interesar.

El italiano estaba tan seguro de que su proposición era razonable, que no tuve fuerzas para oponerme. Sin duda hay circunstancias en que la mente funciona de modo inesperado. Lo que poco antes se me presentaba como una locura, ahora me atraía como un buen pretexto para evitar una larga caminata. Recuerdo que pensé: «No vine a Berlín a visitar árboles».

Si no me engaña la memoria, estábamos en lo alto de una moderadísima loma de la llanura berlinesa. Mientras los turistas, en grupo, se encaminaban al portón, Brescia y yo descendimos una barranca, larga y sinuosa, que había detrás de los quioscos. Finalmente nos internamos por una calle de casas bajas, que me recordó, tal vez por sus chiquilines jugando al fútbol, barrios periféricos de Buenos Aires. «Quién estuviera allá», me dije. Este pensamiento nostálgico reavivó, vaya uno a saber por qué, mis recelos. Debo admitir que la voz de Brescia me comunicó tranquilidad. Decía:

—Mi casa.

Era una casa baja, con balcones a los lados, puerta en el medio y terraza arriba. La cerradura debía de estar rota, porque una cadena con candado sujetaba las dos hojas de la puerta. El italiano sacó del bolsillo una llave de gran tamaño y abrió. Por un zaguán oscuro, de piso de mosaicos, llegamos a un cuarto interior. No podía creer lo que estaba viendo. El cuarto era idéntico al que imaginé cuando era chico. Cerca de uno de sus ángulos había una escalera de caracol, de hierro, pintada de marrón y descolorida, con su guarda de agujeritos, a modo de puntilla, debajo del pasamanos, por ahí se iba a la terraza. Preguntó el italiano:

—¿Qué me cuenta, señor? El límite del universo, tal cual usted lo soñó.

—Con la diferencia…

Me interrumpió para explicar:

—De los cuatro ángulos de este cuarto, el que está junto a la escalera mira al sur.

—Un detalle que no prueba nada.

—Tal vez. Pero hágame el favor de mirarlo.

—Está bien —dije, y me coloqué frente al ángulo—. ¿Ahora qué hago?

—Sepa, nomás, que está viviendo un momento solemne.

Casi le digo: «Y viendo una telaraña». Espesa, polvorienta, cubría el ángulo, a una cuarta del piso. Comprendí que Brescia hubiera interpretado mi observación como una burla y procuré discutir en serio.

—Que el cuarto se parece al que imaginé, la pura verdad, pero que estoy viendo el límite del mundo…

—Del mundo no, mi estimado amigo.

—Ya me parecía —dije.

Brescia continuó:

—Del universo, del universo. La caja grande, con el juego completo. La totalidad de sistemas solares, de astros y de estrellas.

—Con la salvedad —insistí— que del otro lado siguen los cuartos y las casas.

—Haga el favor de molestarse a la azotea.

Mientras de mala gana lo seguí escaleras arriba, miré el reloj. Había pasado poco menos de media hora. «No tenemos que descuidarnos», pensé. La escalera llevaba a una garita muy angosta de madera reseca, pintada de gris. Abrimos la puerta, salimos a la terraza. Era de baldosas coloradas, rodeada por lo que parecía una franja blanca: el borde superior de las paredes medianeras, que sobresalía de las baldosas unos veinte o treinta centímetros. Había tres terrazas más. Dos en frente, una a la derecha. Todas eran idénticas y estaban rodeadas de idénticas franjas blancas. Para dejar ver que mantenía mi libertad de criterio, dije:

—Parecen canchas de tenis.

—Con la salvedad —contestó, con una sonrisa— que tienen garitas.

En cada terraza había una, de modo que las cuatro rodeaban el ángulo que miraba al sur y que, según Brescia, era el vértice del universo. Como quien hace una concesión, comenté:

—Desde luego, este ángulo es el vértice de las cuatro terrazas.

—¿Está queriendo decir que sólo es eso? —preguntó, y me urgió en seguida:

—Hágame el favor de bajar por cualquiera de las otras escaleras.

—¿Qué me propone? ¿Una violación de domicilio? No estoy loco.

—No habrá violación de domicilio.

—¿Usted es el dueño de todas las casas? —pregunté con un dejo de respeto.

—Ya que no entiende —contestó— crea en mí y haga lo que le digo. Baje por cualquiera de las otras escaleras. Haga el favor.

—¿Está seguro de que no me voy a llevar un disgusto?

—Estoy seguro.

Muy nervioso, en puntas de pie, tratando de no meter ruido y de ver si en la penumbra había alguien, bajé por la escalera que venía a quedar justo en frente del ángulo que miraba al sur. Me encontré en un cuarto idéntico al de un rato antes, con una particularidad que me extrañó: como si el cuarto se hubiera dado vuelta mientras yo bajaba, el ángulo, que ahora estaba viendo del lado opuesto, miraba como el del otro cuarto, hacia el sur. Había un detalle más increíble todavía: cerca del piso, un telaraña igual. Esa telaraña fue demasiado para mí. Creo que por unos minutos perdí la cabeza y corrí escaleras arriba, a lo mejor con el propósito de sorprender el fraude. Me introduje en otra garita, estruendosamente bajé por otra escalera y de nuevo me encontré en el mismo cuarto, con el mismo ángulo mirando al sur, con la misma telaraña cerca del piso. De nuevo corrí hacia arriba y bajé por la escalera que me faltaba. Encontré todo igual, incluso la telaraña. Estaba tan perplejo que al oír una voz a mis espaldas me sobresalté. Brescia me preguntaba:

—¿Satisfecho?

—No —dije sinceramente—. Mareado. En las cuatro piezas a la redonda el ángulo mira al sur.

—Y tiene la telaraña —apuntó Brescia.

—Por más que me quede aquí, no voy a entender. Volvamos a su casa.

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