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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (4 page)

En este tercer milenio antes de nuestra era aparece también por el solar hispano el vaso campaniforme, es decir, la vasija en forma de campana, más bien de tulipán, «muy apta para beber cerveza» (Blanco Freijeiro), cuyo origen, según algunos, es oriental. Su intensa difusión demuestra que ya había una cierta comunicación entre los hombres y los pueblos, no sólo de España, sino también de Europa.

La edad del bronce

En el segundo milenio a. J.C., la península Ibérica era un cajón de sastre, en el que coexistían distintas comunidades, unas más adelantadas que otras. La gran novedad fue la aparición de un invento revolucionario: el bronce, un metal mucho más fuerte que el cobre.

La fórmula secreta —fundir cobre y estaño en proporción uno a nueve- se comenzó a difundir más o menos hacia el -1200, primero por las costas del sur, más tarde por el centro y el norte.

En las zonas ricas en metales (Almería, Jaén, el Algarve...), surgieron potentes comunidades metalúrgicas y una floreciente industria de instrumentos, armas y joyas (porque también trabajaban la plata y el oro).

El yacimiento de El Algar, en Almería, da la pauta del nuevo período. Muchos individuos se hacían sepultar con rico ajuar de puñales y armas. En esto, y en las rudimentarias murallas que rodean los poblados, se puede ver la importancia que adquirió la guerra en las sociedades metalúrgicas. Además, el poblado se construía en un cerro amesetado, de fácil defensa, bañado por un río que asegurara el suministro del agua y el riego para las huertas. Desde el cerro, se vigilaban las tierras de labor, las sementeras de cereal, los caminos y los pastizales.

Los habitantes del poblado argárico vestían prendas de lana, de lino y de piel, y se adornaban con anillos, collares y brazaletes de cobre y plata, y más raramente de oro. Guardaban el grano en recipientes cerámicos y lo trituraban en rudimentarios molinos de piedra a la puerta de sus chozas. Eran hábiles artesanos del metal y el barro. Muchos sucumbían al culto de la apariencia, y si no podían costearse los recipientes metálicos, procuraban imitarlos en cerámica bruñida y lisa, sin adornos.

Una moda oriental determinó un cambio sustancial de las costumbres funerarias. Se abandonaron los grandes panteones colectivos del período megalítico por otros individuales, mucho más modestos, en cajitas de piedra (cistas).

La cultura argárica irradió en la zona de Levante, entre Murcia y Málaga. Historiadores y arqueólogos señalan hasta una docena de variedades regionales de la cultura del bronce (Galicia y norte de Portugal; sur de Portugal; Castilla la Vieja; Cataluña y Aragón; Levante...), quién sabe si dejándose influir algo por la división política de nuestros pecadores días, con tanta nacionalidad, diputación y autonomía.

En el ranking ibérico, las regiones mineras eran las privilegiadas; detrás venían las agrícolas y, a continuación, las ganaderas, que vivían del pastoreo de ovejas y cabras. El bronce llegaba a todas, llevado por infatigables buhoneros, que iban de un lado a otro con sus cacharros, por precarios caminos, entre el inmenso entinar.

La edad del hierro

Hacia el -800 aparece en España el hierro, un metal nuevo y más fuerte que el bronce. La posesión de armas de hierro, restringida al principio a la casta guerrera, acentuó aún más la diferenciación social.

En este tiempo, comenzaron a visitar la Península gentes de fuera: por los pasos del Pirineo catalán, entraban grupos venidos de Europa; fenicios y griegos desembarcaban en las costas mediterráneas.

Los que accedían por el norte eran indoeuropeos de raza celta, que según avanzaban por Cataluña, Aragón, Navarra y la meseta iban dejando sus características necrópolis o campos de urnas (en las que enterraban las cenizas de sus difuntos). En el cerro de la Cruz, en Cortes de Navarra, se ha excavado una aldea construida por estas gentes. A diferencia de las chozas circulares, anárquicamente dispuestas, de los poblados y castros indígenas, los celtas construyen cabañas rectangulares adosadas, con las que forman calles rectas. Las viviendas del poblado del cerro de la Cruz constan de tres estancias: vestíbulo, despensa y salón, con el lar para el fuego, donde se cocinaba. Las casas eran de adobe sobre zócalo de piedra, y la techumbre, de ramas y barro, e inclinada hacia la fachada. Otra gran innovación de los pueblos de los campos de urnas fue probablemente el arado tirado por animales. Ya ve el escéptico lector: Europa aporta la urbanización y la mecanización. ¡Que inventen ellos!

CAPÍTULO 5
Tartessos y las colonias

«Por voluntad de los dioses, una tempestad arrastró una nave de Samos que se dirigía a Egipto y la llevó a Tartessos, más allá de las columnas de Hércules [estrecho de Gibraltar]. Como aquel mercado estaba todavía intacto, los de la nave obtuvieron fabulosas ganancias... »

Así cuenta Heródoto el descubrimiento de Tartessos por los griegos, por casualidad o por voluntad de los dioses. «Aquel mercado todavía estaba intacto», dice. Lo llama
mercado
y asegura que sus descubridores regresaron con ganancias nunca vistas. Para los griegos, Tartessos era El Dorado, Jauja, la tierra de los metales, de la plata, del oro y del estaño, el país donde ataban los perros con longaniza.

Para comprender cabalmente el mito de Tartessos será mejor que nos traslademos a las lejanas tierras de Oriente Medio. Por aquellos pedregales y desiertos discurrían el Tigris, el Éufrates y el Nilo, tres caudalosos ríos, cuyas crecidas anuales inundaban los llanos; al retirarse el agua, quedaban cubiertos de un limo espeso, un excelente fertilizante sobre el que se criaban estupendas cosechas de cereal y hortalizas.

Vistas sobre el mapa, las tres cuencas fluviales dibujan una media luna, el Creciente Fértil. Pues bien, en este Creciente Fértil florecieron, a partir de la revolución neolítica, una serie de Estados que son la cuna de nuestra civilización: Sumer, Babilonia, Akad, Asiria, Persia, Israel, Fenicia y Egipto.

Hoy día, el progreso industrial de un país es directamente proporcional a su consumo de petróleo, pero los países más avanzados son deficitarios en petróleo y se ven obligados a importarlo de los productores, principalmente de los países de Oriente Medio. En la antigüedad, ocurría algo parecido. El subsuelo de los países desarrollados, que eran los del Creciente Fértil, era pobre en metales. Había que importar el estaño, la plata, el oro, el cobre, que constituían el motor del progreso.

Había otro país en el Creciente Fértil, Fenicia, que no disponía de cuenca fluvial alguna en la que criar ubérrimas cosechas. Sus ríos eran mezquinos, y la franja costera donde se asentaba estaba aislada del continente por una cadena de montañas. Los fenicios, «el pueblo botado al mar por su geografía» (Heródoto), sólo disponían de los espléndidos bosques de cedros y del mar, pero también de la astucia y el sentido común necesarios para advertir que estaban predestinados a la construcción naval y al comercio marítimo. Su pericia marinera era proverbial. Baste decir que, hacía el año -600, una expedición exploratoria fenicia financiada por el faraón Necao II dio la vuelta a África partiendo del mar Rojo, para regresar, tres años después, por el estrecho de Gibraltar: una hazaña en la cual invertirían todo un siglo las carabelas portuguesas dos mil años después, en la época de Colón.

Los fenicios poseían la flota y el conocimiento del ancho mundo, con sus mercados y sus minas. Por lo tanto, se convirtieron en suministradores de metales de los países ricos de la zona, todos ellos de interior y nada inclinados a las aventuras marítimas. Además, siempre atentos a la mejora del negocio, los fenicios legaron a la humanidad dos inventos fundamentales: el dinero y el alfabeto, tan necesarios para las transacciones y la correspondencia comercial. Por cierto, estas letras en que yo escribo y usted lee, el alfabeto latino, son las mismas que inventaron los fenicios hace tres mil años (si acaso, algo alteradas ya, después de pasar por los griegos, por los etruscos y por el ordenador).

En Fenicia el comercio lo determinaba todo, incluso el sistema político. En una región en la que todos los países estaban gobernados por reyes divinizados y despóticos, los fenicios constituían una federación de ciudades que eran, más bien, grupos de empresas. El verdadero gobierno de cada ciudad estaba en manos de una oligarquía financiera, la asamblea de ancianos, una especie de consejo de administración, aunque, por cuestiones de protocolo, existía también una dinastía real representada por la familia más poderosa. Los fenicios no tenían ejército. En caso necesario, contrataban mercenarios. De todos modos, sus ciudades estaban defendidas por el mar, porque las asentaban sobre islas próximas a la costa (Tiro, Arados) o sobre penínsulas de estrechos istmos (Biblos, Sidón, Beritos [hoy, Beirut]).

Los marinos fenicios practicaban una navegación de cabotaje, sin perder de vista la costa, y procuraban establecer colonias y factorías distantes entre sí un día de navegación. Una de estas colonias fue Cartago, en la actual Túnez, que crecería hasta convertirse en una gran potencia mundial, rival de la propia Roma, como veremos en seguida.

El mayor suministrador de materias primas de los fenicios era el legendario reino de Tartessos, que se extendía por el Levante y el sur de España. Allí había de todo en gran abundancia. Filones de plata (en Huelva, sierra Morena y Cartagena); minas de cobre (en Huelva); vetas de estaño (en sierra Morena, aunque, cuando creció la demanda, hubo que traerlo también de Galicia y de las islas Casitérides, las del estaño, es decir, las Británicas). El comercio de los metales se complementaba con el de otros productos igualmente valiosos: pieles, esclavos y esparto.

Apurando el símil petrolero, podríamos equiparar a la aristocracia de Tartessos con los nuevos ricos de los países del petróleo, esos jeques que no saben ya en qué gastar sus prodigiosos ingresos y que, en el espacio de una generación, han pasado de la vida frugal e incómoda en una jaima a la ostentación de palacios; los que se han apeado del apestoso y bamboleante camello para repantigarse en fabulosos automóviles y matar el tiempo en cruceros de placer a bordo de magníficos yates. Estos patanes encumbrados por el azar de la historia constituyen la réplica lejana de los aristócratas tartesios, que posiblemente habitaban en viviendas modestas, poco más que chozas, pero perdían la cabeza por los adornos lujosos y atesoraban kilos de preciosas joyas de recargado diseño (petos, collares, brazaletes, pendientes...) y se hacían importar lujosas vajillas orientales (jarros cincelados, páteras, objetos exóticos, adornos de marfil) desde los mejores talleres chipriotas. Como un Taiwan de la época, Fenicia comerciaba en objetos pequeños y valiosos, producidos en serie y fáciles de transportar: tejidos, joyas, perfumes, adornos, amuletos, vajilla, figuritas de marfil, huevos de avestruz y otra pacotilla. Con estos productos, inundaron los mercados allá donde encontraron metales con los que comerciar. No intentaban ser originales, ni les importaba armonizar los más dispares estilos, creando una especie de
kitsch
que debió de ser muy apreciado por sus clientelas indígenas. Se limitaban a fabricar aceptables imitaciones de todo producto griego, mesopotámico, egipcio o de Asia Menor que se vendiera bien. Por eso, sus producciones son de difícil clasificación y causan quebraderos de cabeza en los museos. También comerciaban, me temo, con objetos robados. En Almuñécar se han descubierto urnas egipcias de alabastro procedentes de una tumba en el valle del Nilo. En la antigüedad existía un activo comercio de objetos de lujo egipcios robados en las tumbas. Y es que el personal, cuando ventea negocio, no respeta nada.

Fenicios en España

Entre el año -1000 y el -600, año arriba, año abajo, los fenicios fundaron algunas colonias en las costas andaluzas (Gades, Malaka, Sexi, Abdera; es decir: Cádiz, Málaga, Almuñécar, Adra en Almería) y una serie de factorías o fábricas, cuya lista se va ampliando a medida que progresan los hallazgos arqueológicos (Aljaraque, Toscanos, Morro de las Mezquitillas, Guadalhorce...). Eran pequeños poblados situados junto a la desembocadura de los ríos para cumplir la triple función de atracadero y base de buques cargueros, de fábrica de algunos productos y de centro de almacenamiento y de distribución.

Los fenicios no explotaban directamente las minas. Suministraban a los jefes indígenas la tecnología necesaria y, luego, monopolizaban el comercio del metal extraído. El interlocutor indígena que aparece en los textos relativos a España es Tartessos.

¿Qué era Tartessos? Probablemente un reino de imprecisos límites, sucesor de las culturas megalítica y argárica florecidas en la zona. Uno de los reyes de Tartessos, Argantonio (¿-670? al ¿-550?), es mencionado elogiosamente por los griegos como prototipo de monarca rico, feliz, pacífico y longevo.

Después de brillar durante siglos, de pronto, en el espacio de muy pocos años, Tartessos desapareció del mapa. ¿Qué había sucedido?

Algunos autores sugieren que pudieron arrasarlo los propios fenicios cuando descubrieron que andaba en tratos con los griegos. ¿Acaso pretendía librarse del abusivo monopolio fenicio? Esta explicación se puso de moda hace un siglo, cuando Oswald Spengler formuló su teoría de la catástrofe como causa de la decadencia de los imperios. El caso de Troya, arrasada por los griegos, o de la talasocracia cretense, supuestamente destruida por un maremoto, parecían suficiente probanza. ¿Por qué no pensar que el repentino ocaso de Tartessos se debió a su destrucción por los fenicios o por los primos de éstos, los cartagineses?

Hoy se acepta una explicación menos dramática: Tartessos se esfumó porque se quedó sin mercados. Así de sencillo. El año -573 los asirios conquistaron Tiro, la ciudad fenicia de la que dependía casi todo el comercio tartésico, y las delicadas vías comerciales de la ciudad se desconcertaron.

El hueco dejado por Tiro lo ocuparon en seguida los avispados griegos foceos que llevaban siglos intentando arrebatar a los fenicios el comercio de los metales. El Fértil Creciente no podía quedar privado de sus suministros de estaño. ¿De dónde procedía casi todo el estaño? De Bretaña y las islas Británicas. Los griegos foceos se hicieron cargo de la cartera de clientes de los fenicio-tartesios y derivaron el estaño por la ruta del Ródano y Saona hacia Marsella, su gran emporio comercial.

Cuando Cartago, la sucursal africana de Tiro, logró reaccionar y tomar el relevo de los fenicios, se encontró con que los griegos se habían alzado con la parte más sustanciosa del negocio. Griegos y cartagineses llegaron a las manos en la sonada batalla naval de Alalia (-535), después de la cual establecieron sus respectivas zonas de influencia: los griegos comerciarían con el norte de la Península, y los cartagineses con Levante y el sur. El trato duró hasta que fueron expulsados por los romanos, como en su momento se verá.

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