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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (11 page)

—Lo que me figuro es que si el doctor no habla de ello, es porque tiene miedo.

—¿Miedo?

—Sí, miedo. El recuerdo es, realmente, espantoso y, además, porque durante su prisión perdió la conciencia de sí mismo. Y como no sabe cómo perdió la inteligencia, ni cómo la ha recobrado, no puede tener la seguridad de que no la perderá otra vez. Y ya comprendéis que el asunto no es nada agradable.

—Es verdad —contestó el señor Lorry después de admirar la profunda observación de su interlocutora—. Pero me temo que no sea muy conveniente para el doctor Manette guardar en su interior estos recuerdos y estos temores.

—No se puede evitar —replicó la señorita Pross—. Y es mejor no hablarle de ello.

Muchas veces, a altas horas de la noche, le oigo pasear por su cuarto, arriba y abajo. Su hija ya sabe que, cuando eso ocurre, su pobre padre pasea mentalmente de un lado a otro de su calabozo. Entonces acude a su lado y lo acompaña en su paseo, hasta que se tranquiliza. Pero él no dice nunca una palabra acerca de su agitación y la pobre niña cree mejor no hablarle tampoco de ello. Y silenciosos, pasean los dos, hasta que el amor y la compañía de su hija hacen que el doctor se calme.

Mientras estaban así hablando, se oyeron pasos y la señorita Pross exclamó:

—Aquí vienen, y pronto vamos a tener centenares de visitas.

Aparecieron pronto el padre y la hija, y la señorita Pross acudió a su encuentro. En cuanto llegó Lucía, la buena señorita Pross le quitó el sombrero, lo golpeó con su pañuelo para quitarle el polvo, y ahuecó el dorado cabello de la joven, tan satisfecha como si fuera el suyo propio y ella fuese la mujer más hermosa del mundo. Lucía la abrazó, protestando de tales cuidados, pero no se opuso a ello para que la pobre mujer no se retirara llorando a su habitación. El doctor miraba sonriendo a las dos mujeres, diciendo que la señorita Pross echaba a perder a Lucía, en tanto que el señor Lorry contemplaba la escena y daba gracias a la Providencia de los solterones por haberle deparado un hogar en los últimos años de su vida. Pero por el momento no se presentaban los centenares de visitantes y el señor Lorry esperaba en vano que se cumpliese la predicción de la señorita Pross.

Llegó la hora de la cena y los centenares de visitantes sin dejarse ver. La señorita Pross gobernaba la casa, y las cenas que preparaba, aunque modestas, estaban exquisitamente guisadas y no se podía pedir nada mejor.

El día era muy caluroso y, después de comer, Lucía propuso ir a tomar el vino bajo el plátano. Lo hicieron así, pero los centenares de visitantes no daban señales de vida. A poco, sin embargo, llegó el señor Darnay, pero éste no era más que uno.

El doctor Manette lo recibió con la mayor bondad y también Lucía lo acogió con la mayor amabilidad. La señorita Pross se sintió algo indispuesta y se retiró a su habitación. El doctor estaba muy bien y parecía más joven de lo que era en realidad, y en tales ocasiones la semejanza que tenía con su hija se acentuaba considerablemente.

Habían estado hablando de diversos asuntos, cuando Darnay preguntó de pronto:

—Decidme, doctor, ¿habéis tenido ocasión de visitar la Torre?

—Con Lucía la visitamos una vez, pero sin fijarnos gran cosa.

—Ya sabéis que estuve allí —dijo Darnay sonriendo y ruborizándose ligeramente—, aunque no como visitante y desde luego sin facilidades para verlo todo. Pero mientras estuve allí me refirieron una cosa curiosa.

—¿Qué es ello? —preguntó Lucía.

—En cierta ocasión en que se hicieron algunas obras, unos obreros llegaron a un antiguo calabozo, que permaneció olvidado durante muchos años. Todas las piedras de las paredes estaban cubiertas de inscripciones grabadas por los presos y que se referían a fechas, a nombres, a quejas y a plegarias. En un ángulo un preso que, probablemente, fue ejecutado, esculpió cuatro letras, desde luego con un instrumento poco apropiado, con alguna prisa y con manos poco hábiles. Al principio se leyeron como G. A. V. A., pero examinándolo mejor, se advirtió que la primera letra era una C. No había rastro de ningún preso a cuyo nombre pudieran corresponder estas iniciales y se hicieron muchas conjeturas para explicar el significado de aquellas letras, hasta que alguien dijo que no eran iniciales, sino que formaban una palabra: «Cava». Entonces se examinó cuidadosamente el suelo, al pie de la inscripción, y en la tierra, debajo de una losa o de un ladrillo se encontraron restos de papel juntamente con los restos de un saquito de cuero. No se pudo leer lo que escribiera el desconocido preso, que sin duda escribió algo y lo enterró para que el carcelero no se enterase.

—¡Padre mío! —exclamó en aquel momento Lucía. ¿Estáis enfermo?

En efecto, el doctor se puso repentinamente en pie y el aspecto de su rostro asustó a todos.

—No, querida mía, no estoy enfermo. Han caído algunas gotas de lluvia y me he sobresaltado. Mejor sería que entrásemos.

Casi enseguida se repuso. En efecto, caían gruesas gotas de lluvia, pero el doctor no hizo el más pequeño comentario acerca de la historia que acababa de referir Darnay, y aunque, de momento, el señor Lorry se alarmó, al observar su aspecto, pudo creer que se había engañado.

Llegó la hora del té, que sirvió la señorita Pross, y a todo eso no se habían presentado aún los centenares de personas que parecían empeñados en no darse a conocer. Es verdad que llegó Carton, pero sumándolo a Darnay, solamente eran dos personas.

La noche era tan calurosa que, a pesar de tener abiertas todas las ventanas, los reunidos estaban bañados en sudor.

Mientras tanto, como era evidente que se acercaba la tormenta, aprovechando aquellos momentos de relativa calma, pues apenas llovía, se oyó el rumor de numerosos pasos de las personas que echaban a correr en busca de cobijo.

—Parece como si contra nosotros viniese una multitud —observó Lucía a sus compañeros—. Como si amenazasen a mi padre y a mí.

—Que vengan contra mí —dijo Carton—. En este momento está dispuesta a venir contra nosotros una muchedumbre… la veo a la luz del rayo —añadió en el momento en que un rayo teñía el firmamento de viva luz—. Y ahora me parece que la oigo —añadió en cuanto resonó el trueno—. Aquí viene toda esa gente, a toda prisa, furiosa…

En aquel momento empezó a diluviar de tal manera que el ruido casi apagó la voz de Carton. A la lluvia se mezclaron los relámpagos y los truenos, de manera que el estruendo era ensordecedor, y así continuó largo rato hasta que salió nuevamente la luna.

Resonó en San Pablo la una de la madrugada, cuando el señor Lorry salía escoltado por Jeremías que llevaba un farol encendido.

—¡Vaya una noche! —exclamó el anciano dirigiéndose al señor Roedor—. ¡Como para que salieran los muertos de sus tumbas!

—No he visto nunca una noche así, señor —replicó Jeremías—, ni que sea capaz de hacer eso que decís.

—Buenas noches, señor Carton —dijo el anciano banquero.

—Buenas noches, señor Darnay. ¿Volveremos a ver juntos una noche como ésta?

Tal vez. Quizás, también, verían cómo la multitud feroz y rugidora se arrojaría sobre ellos.

Capítulo VII

Monseñor en la ciudad

M
onseñor, uno de los grandes señores que gozaban del favor de la Corte, daba su reunión quincenal en su hermoso hotel de París. Monseñor estaba en su habitación particular, el sagrario para la multitud de adoradores que esperaba en las habitaciones exteriores. Monseñor se disponía a tomar el chocolate. Con la mayor facilidad, Monseñor podía tragar infinidad de cosas, y hasta algunos maliciosos lo suponían capaz de tragarse a Francia entera y con la mayor rapidez; pero el chocolate que tomaba por las mañanas no podía pasar por el gaznate de Monseñor sin el auxilio de cuatro hombres vigorosos, además del cocinero.

Sí, en eso empleaba cuatro hombres, todos ellos adornados con muchas condecoraciones, y el jefe de ellos no habría podido vivir sin llevar dos relojes de oro en su bolsillo, impulsado por la emulación, y los cuatro eran necesarios para que el feliz chocolate llegase a los labios de Monseñor. Un lacayo llevaba la chocolatera hasta la sagrada presencia; otro picaba el chocolate con un instrumento expresamente reservado para este menester; el tercero presentaba la favorecida servilleta y el cuarto (el de los dos relojes) vertía el chocolate en la taza. Le habría sido imposible a Monseñor prescindir de uno sólo de aquellos hombres para tomarse el chocolate y así ocupaba su alto sitio bajo la admiración de los cielos. Sin duda alguna habría caído una gran mancha en el blasón del señor si tomara el chocolate servido solamente por tres hombres, pero de haber sido servido solamente por dos, no hay duda de que ello hubiese sido causa de su muerte.

Monseñor asistió la noche anterior a una cena de confianza, en la que estaban representadas, de un modo encantador, la Comedia y la Opera. Muchas noches cenaba Monseñor en agradable compañía, y Monseñor era tan exquisitamente amable y tan fino, que la Comedia y la Opera tenían en él más influencia en los engorrosos asuntos y secretos de Estado que las necesidades de Francia.

Monseñor tenía una noble idea de los negocios públicos, que consistía en dejar que cada cosa siguiera su natural curso. En cuanto a los, negocios particulares, Monseñor tenía también la noble idea de que todo debía seguir su camino corriente, es decir, que habían de redundar en beneficio de la autoridad y del bolsillo de Monseñor. Con respecto a sus placeres, generales y particulares, Monseñor tenía otra noble idea y era la de que el mundo se había hecho para ellos. Su divisa, era la siguiente: «La tierra y todo lo que contiene es mía».

Sin embargo, Monseñor se había percatado de que en sus negocios, tanto públicos como particulares, surgían las dificultades cada vez mayores; por eso, aunque a regañadientes, no tuvo otro remedio que aliarse con un Arrendatario General que debía cuidar de la hacienda pública, porque Monseñor no entendía nada de ello, y para que cuidase de su hacienda particular, porque los Arrendatarios Generales eran ricos, y Monseñor, después de varias generaciones de antepasados que vivieron con el mayor lujo, se estaba empobreciendo. Por eso Monseñor saco a una hermana suya del convento, antes de que profesara y la dio como premio a un riquísimo Arrendatario General de humilde familia. El cual, empuñando un bastón adornado por una manzana de oro, se hallaba con los demás en las habitaciones exteriores, mirado con el mayor desprecio por todos, incluyendo a su propia esposa.

El Arrendatario General era un hombre muy suntuoso. Tenía treinta caballos en las cuadras, veinte criados estaban desparramados por sus antesalas y seis doncellas atendían a su esposa. Y en su calidad de hombre que pretendía no dedicarse más que a pillar y saquear donde podía, el Arrendatario General, a pesar de que sus relaciones matrimoniales debían de haberlo conducido a la moralidad social, era, por lo menos, el más real y sincero entre los personajes que aquel día habían acudido al hotel de Monseñor.

Aquellos salones, a pesar de que ofrecían un aspecto magnífico y digno de ser contemplado, pues estaban espléndidamente decorados y alhajados con todo el gusto y el arte de la época, en aquellos salones los asuntos no andaban bien, como habrían opinado los desarrapados que no estaban muy lejos. En efecto, había allí militares que no tenían el más pequeño conocimiento militar; marinos que ignoraban por completo lo que era un barco; empleados civiles que carecían de la menor noción de los negocios; eclesiásticos desvergonzados, de ojos sensuales, sueltas lenguas y costumbres muy liberales; todos ellos inútiles para los cargos que desempeñaban. Abundaban también las personas que desconocían los caminos honrosos en la vida, los doctores que hacían fortunas curando imaginarios males a sus pacientes, arbitristas que tenían remedios para todos los pequeños males que sufría la nación, filósofos ateos que trataban de arreglar el mundo con palabras y que conversaban con químicos también ateos, que perseguían la transmutación de los metales. Exquisitos caballeros de la mejor cuna se daban a conocer por la indiferencia que demostraban por todo asunto de interés humano. Y en los hogares que dejaran las notabilidades que llenaban los salones, los espías de Monseñor, que por lo menos eran la mitad de los concurrentes, no habrían podido hallar una mujer digna de ser madre. En realidad, a excepción de poner una criatura en el mundo, cosa que no da casi derecho al título de madre, poco más conocían aquellas mujeres de tan sagrado ministerio. Las campesinas conservaban a su lado a sus hijitos desprovistos de elegancia y los criaban y educaban, pero en la Corte las encantadoras abuelas de sesenta años se vestían y bailaban como si tuviesen veinte años.

La lepra de la ficción desfiguraba a todos los que acudían a hacer la corte a Monseñor. En una de las estancias más retiradas había, tal vez, media docena de individuos excepcionales, que, durante unos años sintieron el temor de que las cosas no marchaban bien. Y con el deseo de ver si las mejoraban, la mitad de ellos habían ingresado en la secta fantástica de los convulsionistas, y deliberaban entre sí acerca de la conveniencia de echar espumarajos por la boca, rabiar, rugir y ponerse catalépticos, para ofrecer así a Monseñor un indicio que pudiera guiarle en lo futuro. Además de estos derviches había otros tres que ingresaron en otra secta, que arreglaba todos los asuntos hablando confusamente de un «Centro de la Verdad» y sosteniendo que el Hombre había salido de este Centro de la Verdad, pero que no había salido de la circunferencia, y que debía tenderse a que no saliera de ella y regresara al Centro, por medio del ayuno y de las visitas de los espíritus.

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