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Authors: Vicenç Navarro & Juan Torres López & Alberto Garzón Espinosa

Tags: #prose_contemporary

Hay Alternativas (24 page)

BOOK: Hay Alternativas
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Nosotros creemos que no. En nuestra opinión todo esto no es sino parte de los síntomas que muestran que esta crisis se ha caracterizado también porque se ha producido una extraordinaria inversión de los valores, una degeneración de las lógicas sociales y una concentración de poder en muy pocas manos que ha permitido que quienes han causado todo eso hayan podido disimular sus efectos reales para que nadie se diera cuenta de lo que han ganado con ello.

Por eso entendemos que a la hora de tratar de dar salida a la crisis que vivimos debemos pensar también en estos problemas de fondo.

LO PRIMERO SON LAS PERSONAS

La situación a la que hemos llegado nos muestra, como creemos que claramente indican los hechos que acabamos de mencionar, que todo lo que ha pasado ha podido ocurrir porque se ha dado prioridad al beneficio y al lucro antes que a las necesidades de los seres humanos.

¿Cómo se puede entender, si no, que se permita que los financieros especulen con el precio de las materias primas, del arroz, de los cereales... que constituyen la ingesta básica de millones de personas y que por causa de los incrementos que así se provocan se produzca la muerte por hambre de millones de personas, sin que nadie actúe y no haya autoridades que lo prohíban?

¿No es evidente que si se pusieran en primer lugar las necesidades y los intereses de las personas en España no habría 3,1 millones de viviendas vacías, es decir, 100 sin utilizar por cada una de las personas que no tiene hogar en España y que lo necesita?

¿Acaso se estarían recortando los gastos públicos en educación en España cuando alrededor del 30 por ciento de los adolescentes abandonan antes de tiempo el sistema educativo si primaran sus intereses, los de sus familias o los del conjunto de la población española? ¿Se recortaría el gasto público dedicado a financiar el sistema de cuidados cuando el 89,4 por ciento de las personas que los necesitan (1,1 millones) declaran que sólo lo reciben con carácter informal y sólo el 4 por ciento exclusivamente procedente de servicios públicos?

¿Se permitiría que Telefónica pudiera despedir al 20 por ciento de su plantilla en España el mismo año que ha ganado 10.167 millones de euros si se considerara que el valor económico más importante es la satisfacción de las necesidades humanas?

¿Si se antepusiera el interés colectivo al particular de los banqueros se consentiría que casi un millón de pequeñas y medianas empresas españolas, casi el 90 por ciento del total, tengan dificultades para acceder al crédito que necesitan cuando los bancos que deben financiarlas están recibiendo dinero del Banco Central Europeo al 1 por ciento?

¿De verdad alguien puede creerse que es por alguna razón económica por lo que los multimillonarios españoles tributen sus fortunas, cuando lo hacen, al 1 por ciento, las empresas sus beneficios al 10 por ciento, cuando tributan, y los asalariados, sin posible escapatoria, al 25 o 35 por ciento a poco que tengan un sueldo de clase media?

Reflexionar sobre estas preguntas lleva de forma inevitable a una conclusión que constantemente se procura, con éxito, que no forme parte del debate social: no es verdad que el paro, la crisis, la pobreza o el reparto tan desigual de la riqueza sean el resultado de que fallan unos mecanismos de ingeniería, como los de un reloj, que no tienen nada que ver con los individuos y su posición social y que, por tanto, deban ser resueltos por técnicos, como suelen decir los neoliberales. Todo lo contrario, estas paradojas, estas contradicciones y estos problemas aparecen precisamente como consecuencia de que las personas tenemos una capacidad muy desigual a la hora de dar valor o hacer efectivas nuestras preferencias.

Si todos los seres humanos tuviéramos semejante capacidad para ello, estaríamos de acuerdo en que lo prioritario a la hora de decidir dónde van los recursos no es que el 75 por ciento de la riqueza se la apropie el 1 por ciento más rico, o que el 0,0035 por ciento de la población española controle recursos por valor del 80,5 por ciento del PIB, como hemos visto que ocurre. Sino, por el contrario, que se repartieran entre todos para que todos pudiéramos vivir con nuestras necesidades más o menos igual de satisfechas.

Hacer que las personas sean lo primero significa precisamente eso: obligar, por ejemplo, a evaluar antes de tomar una medida económica a quién va a beneficiar y en qué medida, y dar la posibilidad a la gente para que se pronuncie sobre si, a la vista de ello, quiere que se adopte o no. Y, por supuesto, significa que ningún grupo social, como el de los banqueros y grandes empresarios a los que se llamó a La Moncloa para que dieran sus soluciones a la crisis (a pesar de ser los que más empleo han destruido en España en los últimos años, por cierto), va a tener la posibilidad de imponer sus intereses a los demás sin que medie un método democrático de deliberación y decisión.

Y hacer que las personas sean lo primero supone igualmente que la sociedad asuma un imperativo ético esencial e irrenunciable que obliga a rechazar cualquier asignación de los recursos que implique la desprotección de seres humanos, su empobrecimiento y su exclusión, así como toda decisión económica que quite a los que tienen menos para dar a quienes tienen más y de sobra.

OTRO MODO DE PRODUCIR Y DE CONSUMIR. OTROS VALORES

La crisis que vivimos es el resultado de un fenómeno viejo pero que se ha exagerado en los últimos tiempos de las economías capitalistas: el desarrollo de la producción y el consumo como si dispusieran para sí de recursos inagotables.

Lo que hoy día llamamos economía comenzó siendo en Grecia algo que tenía que ver con la administración de las cosas cercanas a las personas, con lo doméstico, pero a partir de la Edad Media empezó a vincularse sólo a las actividades humanas que tuvieran expresión monetaria. Y así se ha desarrollado hasta hoy. El trabajo doméstico que principalmente realizan las mujeres porque no hay suficiente corresponsabilidad en su reparto por parte de los hombres no se considera económico ni se contabiliza. Las personas que se dedican a ello se consideran económicamente\1«\2»\3aunque dediquen horas y horas a llevarlo a cabo y les suponga mayor esfuerzo que cualquier otro trabajo remunerado.

Como no tiene dimensión monetaria resulta que no se visibiliza económicamente, lo que quiere decir que la economía registrada se desenvuelve sin preocupación respecto de él o, lo que es lo mismo, como si pudiera explotarse sin límite, algo que es evidentemente insostenible.

Así, se pueden recortar gastos en escuelas infantiles o en cuidados porque en cada hogar habrá (casi siempre) una mujer que asumirá la sobrecarga de trabajo que eso suponga gracias a que la sociedad (y ella misma, posiblemente, han asumido valores que imponen o justifican que ésa sea la división del trabajo imperante). Lo que no ocurriría en el mercado laboral, en donde eso conllevaría un sobrecoste (monetario) que regularía el uso del recurso en cuestión. Y la economía tampoco tiene en cuenta, por ejemplo, el gasto de energía que lleva consigo producir un bien o un servicio, o consumirlo. Sólo computa su valor de mercado, monetario.

Y como nada que no tenga expresión monetaria se registra a la hora de valorar la actividad económica, resulta que no se toman en cuenta ni la destrucción del medio ambiente, ni el despilfarro en forma de residuos que no se usan pero que gastan energía o recursos naturales, ni la desaparición de especies, ni por supuesto lo que pueda tener valor puramente sentimental o vital, como la pérdida del horizonte o la belleza de un paisaje.

La consecuencia de no tener nada de esto en cuenta es que la producción y el consumo se incrementan de manera extraordinaria como si fueran mucho menos costosos y así se genera una utilización de recursos excesiva que es muy rentable desde el punto de vista monetario pero materialmente insostenible.

Los economistas convencionales, por ejemplo, sólo se fijan en el Producto Interior Bruto, que registra el valor monetario de la actividad económica que se realiza en un país. Y, como sabemos bien, hacen todo lo que está en su mano para que aumente lo más posible y cuanto antes, pues entienden que de ello depende que haya empleo, beneficios e incluso bienestar.

Pero, si no tienen en cuenta el gasto real de energía, de residuos, en suma, de naturaleza que lleva consigo ese crecimiento, realizan unas cuentas que son extraordinariamente engañosas porque incentivan o promueven la producción y el consumo en cantidades que no es posible soportar en la base natural en que se llevan a cabo y que explotan.

Si tenemos en cuenta el concepto novedoso e interesante que la economía convencional no considera de «huella virtual», resulta que si con él se calcula no sólo el agua que gastamos directamente sino la que ha sido necesaria para producir lo que consumimos, a cada persona le corresponde entre 2.000 y 5.000 litros de agua por día de media (teniendo en cuenta, por ejemplo, que sólo comerse una hamburguesa conlleva gastar 2.400 litros de agua). Una cantidad materialmente insostenible.

La economía tampoco contabiliza, por ejemplo, el coste de la energía que lleva consigo producir, transportar o preparar los bienes y servicios que, en el caso de los alimentos que consumimos, significa un valor seis veces más grande del que suele expresar su valor monetario. Lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que los alimentos que comemos conllevan un transporte, por término medio, de 4.000 kilómetros.

Y sin tener en cuenta esas cosas, la economía convencional tampoco puede percatarse de que la biocapacidad global de España, es decir, el área de la que disponemos para mantener el consumo de los recursos naturales y absorber las emisiones de dióxido de carbono que requiere nuestra actividad económica, se ha superado ya casi tres veces y media. O, dicho de otro modo, que para satisfacer nuestro nivel de producción y consumo actual de bienes y servicios necesitaríamos casi 3,5 Españas.

Como eso es evidentemente imposible, lo que significa es que como otros países ricos estamos colonizando ambientalmente otras superficies del planeta. Pero es de igual manera evidente que eso es imposible que lo puedan hacer todos países y que en cualquier caso lleva a una vía sin salida, insostenible.

Si por el contrario somos realistas y tenemos en cuenta esas limitaciones ambientales, resulta que no podemos aspirar a satisfacer nuestras necesidades, a crear empleo e ingresos simplemente incrementando la dimensión monetaria de la actividad porque sabremos que eso sólo conduce al borde del precipicio.

O, lo que es lo mismo, no podemos seguir considerando como objetivo de la actividad económica el crecimiento de las actividades con expresión monetaria, lo que ahora llamamos «crecimiento económico» medio a través del PIB.

Por eso hay que dar prioridad al incremento de la producción local y de proximidad, a la ecológica y la ahorradora en energía, transporte y materiales.

Eso significa que hemos de aprender a medir y a dar valor de otro modo a las cosas que necesitamos, utilizando otros indicadores y variables para gobernar la vida económica y tomar decisiones. Y, sobre todo, que debemos producir los bienes que necesitemos ajustándonos no sólo, como ahora, a la escasez de recursos valorables monetariamente, sino también a la de todos aquellos que nos proporciona la naturaleza. Algo que en concreto se traduce en que no vale sólo computar el beneficio que produce el ahorro de costes salariales, sino el que se corresponda con la consideración de costes que no se traducen de forma directa en gasto monetario. Lo que seguramente llevaría a desechar, porque entonces no sería rentable, la construcción de docenas de campos de golf, trenes de alta velocidad, autopistas o urbanizaciones sin solución de continuidad, por ejemplo.

Y esos condicionantes que nos marca la exigencia de tener que vivir con la naturaleza como un espacio del que sólo disponemos como prestado y que tenemos que devolver en las mismas condiciones que lo recibimos nos obligan también a modificar nuestra pauta de consumo sobre todo, y a liberarla de la esclavitud que le impone la lógica mercantil ajena a la necesidad y vinculada sólo al lucro.

En la economía de mercado el consumo es también un producto de la producción que además crea un tipo de sujeto, de ser humano adecuado a lo que se produce. La producción de hoy día que las nuevas tecnologías han podido lograr que sea diferenciada a bajo coste es la que crea el consumidor que busca, sobre todo, la diferencia y, por tanto, que cultiva su individualismo como la condición en la que se siente satisfecho. Es el que usa el ordenador personal, el que compra ropa en el gran almacén creyendo que compra un producto exclusivo (sin percatarse de que ésa es la ficción que provoca el sistema de reposición instantánea de mercancías) o el que personaliza su automóvil tratando de que sea diferente de cualquier otro. Y así es como el liberalismo acaba con la sociedad porque, como decía Margaret Thatcher, ésta no existe, sólo existen los individuos.

Unos individuos, entonces, a los que les sobra el sindicato, la organización, el barrio, la compañía y que gracias a ese aislamiento van a permanecer impotentes y sumisos ante cualquier cosa que se les venga encima, que es lo que se busca para que un orden social tan desigual, frustrante e injusto como el que ha impuesto el neoliberalismo se mantenga sin ser puesto en cuestión por esos consumidores individualizados, ensimismados y por tanto deshumanizados que son precisamente quienes más lo sufren. Aunque nunca puedan saberlo porque para ello hay que ponerse al lado del otro y comparar una condición con otra para percibir que es la misma y que tienen destinos comunes que vale la pena recorrer de la mano.

Esa estrategia que es la que justifica que los productores se hayan hecho también con el sistema de mediación social, es decir, con el que permite elaborar y difundir la información, conformar la conciencia, generar las ideas e inocularlas a los demás.

Las alternativas a la crisis pasan, pues, por romper también este cascarón de fantasía consumista y de individualidad en el que están encerrados millones de personas.

Eso significa que hemos de aprender a pensar al revés.

Es decir, no con los códigos del otro sino son los nuestros propios. Pero no sólo para hablar con nosotros mismos sino para crear un relato colectivo. Eso significa que hemos de aprender a desear y a sentir. Pero no para ser esclavos del capricho sino para dominar la necesidad.

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