La
Arctomecon californica
, una amapola conocida como Garra de oso, es una flor silvestre que no existe en ningún otro lugar del planeta salvo en un recóndito paraje del desierto de Mojave. A finales del verano, produce durante un breve lapso de tiempo una delicada flor dorada, pero durante la mayor parte del año la planta pasa inadvertida y languidece sin ornamentos sobre la tierra agostada.
La Arctomecon californica
es lo suficientemente rara como para estar clasificada como especie en peligro de extinción. En octubre de 1990, unos tres meses después de que McCandless abandonara Atlanta, un guarda del servicio de vigilancia de parques llamado Bud Walsh se adentró en el desolado interior del Área Recreativa Nacional del lago Mead
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con la orden de llevar a cabo un recuento de la población existente de amapolas Garra de oso. La administración federal quería conocer mejor hasta qué punto escaseaban.
La
Arctomecon californica
sólo crece en una clase de suelo yesoso que se da en abundancia a lo largo de la orilla sur del lago Mead, así que Walsh condujo hacia allí a su equipo de guardas para realizar el reconocimiento botánico. Dejaron la carretera de Temple Bar, condujeron tres kilómetros a campo traviesa hasta llegar a la ancha torrentera conocida como la Corriente Detrítica, aparcaron sus camionetas cerca de la ribera del lago y empezaron a trepar por el empinado margen oriental de la torrentera, una cuesta de yeso blanquecino y desmenuzado de la que se desprendían terrones y guijarros a medida que subían. Unos minutos más tarde, cuando estaban a punto de coronar la cuesta, uno de los guardas se detuvo para recobrar el aliento y miró hacia abajo.
—¡Eh, mirad que hay allí! —exclamó—. ¿Qué demonios es eso?
Justo al lado del cauce seco, en una mata de orzaga próxima al lugar donde habían aparcado, se veía un gran objeto oculto bajo una lona impermeabilizada parduzca. Cuando los guardas retiraron la lona, descubrieron un viejo Datsun amarillo que carecía de las placas de matrícula. Una nota pegada al parabrisas rezaba: «Esta mierda de máquina ha sido abandonada. Si alguien consigue sacarla de aquí, puede quedársela.»
Las portezuelas del vehículo no estaban cerradas con llave. Las alfombrillas aparecían cubiertas de barro, al parecer a causa de alguna riada reciente. Cuando miró en el interior, Walsh encontró una guitarra Gianini, un cazo que contenía monedas por valor de 4 dólares con 93 centavos, un balón de fútbol, una bolsa de basura llena de ropa vieja, una caña y diversos avíos de pesca, una maquinilla de afeitar eléctrica nueva, una armónica, varios cables de arranque sueltos y un saco de arroz de 12 kilos. La llave de contacto estaba en la guantera.
Según Walsh, los guardas inspeccionaron los alrededores por si veían «algo sospechoso» y luego se marcharon. Cinco días después, otro guarda volvió hasta al vehículo abandonado, consiguió ponerlo en marcha sin grandes dificultades y lo llevó al parque móvil que tiene el servicio de vigilancia en Temple Bar.
«Vino hasta aquí a más de noventa kilómetros por hora —recuerda Walsh—. Me comentó que no tenía ningún fallo mecánico. El motor iba a las mil maravillas.»
Con el fin de averiguar el nombre del propietario, los guardas difundieron por teletipo un boletín destinado a los principales departamentos de policía y emprendieron una búsqueda informática minuciosa a través de los bancos de datos del suroeste del país para comprobar si el número de serie del bastidor estaba relacionado con algún delito. La investigación no dio ningún resultado.
Al final, los guardas siguieron la pista del número del bastidor hasta dar con los propietarios iniciales, la compañía Hertz. La Hertz les comunicó que lo había vendido muchos años atrás como vehículo usado después de retirarlo de su flota de alquiler y que no tenía ningún interés en reclamarlo. Walsh recuerda que pensó: «¡Anda, genial! Un regalo de los dioses de la carretera. Perfecto para operaciones encubiertas contra el narcotráfico.» Dicho y hecho. Durante los tres años siguientes, el servicio de vigilancia utilizó el Datsun como tapadera para operaciones encubiertas de compra de droga que condujeron a la detención de numerosos traficantes dentro del Área Nacional Recreativa, infestada de criminalidad. Entre otras operaciones, participó en una redada en la que cayó uno de los principales proveedores de metanfetaminas de la región, quien actuaba desde un poblado de caravanas situado en las afueras de Bullhead City.
«Todavía hacemos muchos kilómetros con ese viejo coche —explica Walsh con orgullo a los dos años y medio de haber encontrado el Datsun—. Unos dólares de gasolina y funciona todo el día. Nunca se estropea. Siempre me he preguntado por qué no apareció nadie que lo reclamara.»
El Datsun, claro está, pertenecía a Chris McCandless. Después de salir de Atlanta, el 6 de julio llegó al Área Recreativa Nacional del lago Mead dejándose llevar por un vertiginoso arrebato digno de Emerson. Despreciando las señales que advierten que circular fuera de la carretera está terminantemente prohibido, McCandless abandonó la calzada en un punto donde ésta cruza el amplio cauce arenoso de la Corriente Detrítica. La recorrió a lo largo de unos tres kilómetros en dirección a la orilla sur del lago. La temperatura llegaba a los 49°C. El desierto vacío se extendía en la distancia, reverberando a causa del calor. Rodeado de nopales y abrojos, así como del cómico corretear de escurridizos lagartos de collar, McCandless levantó su tienda de campaña bajo la raquítica sombra que le ofrecía un tamariz y disfrutó de la libertad recobrada.
El curso de la Corriente Detrítica va desde las montañas situadas al norte de la ciudad de Kingman hasta el lago Mead y drena las lluvias de la región. Durante la mayor parte del año, la torrentera está tan seca como una tiza. Sin embargo, durante los meses de verano, de la tierra abrasada surgen bolsas de aire extremadamente caldeadas que se elevan hacia el cielo formando turbulentas corrientes de convección, como las burbujas que suben del fondo de una tetera hirviendo. A menudo, estas corrientes ascendentes crean las células de compactos cumulonimbos en forma de yunque que pueden llegar a situarse a una altura de 9.000 metros o más sobre el desierto de Mojave. Dos días después de que McCandless instalara su campamento junto al lago Mead, una espesa cortina de amenazadores nubarrones apareció en la lejanía del cielo de la tarde y poco después se desencadenó una fuerte tormenta sobre gran parte de la Corriente.
McCandless estaba acampado justo en la orilla de la torrentera, en una terraza apenas un metro más alta que el lecho. Cuando el flujo de agua y lodo proveniente de las partes altas empezó a inundar el lugar, sólo tuvo el tiempo suficiente de recoger su tienda y sus pertenencias para evitar que fueran arrastradas por la riada. Sin embargo, no pudo desplazar el coche hacia ninguna parte, ya que la única vía de salida se había convertido en un río caudaloso. A medida que la tormenta amainaba, la riada fue perdiendo la fuerza necesaria para llevarse el vehículo e incluso para ocasionarle daños irreparables, pero dejó el motor húmedo, tanto que no arrancó cuando al cabo de unas horas McCandless quiso poner el coche en marcha. Presa de la impaciencia, ahogó la batería.
Con la batería ahogada no tenía manera alguna de sacar el Datsun de allí. Si lo que esperaba era volver a situar el coche en la carretera, la única opción que le quedaba era echar a andar y comunicar a las autoridades que había sufrido un percance. Sin embargo, si acudía a los guardas en busca de ayuda, le harían preguntas bastante embarazosas: ¿por qué había hecho caso omiso de las señales de tráfico y había ido por la torrentera?, ¿era consciente de que el permiso de circulación del vehículo había expirado hacía dos años y no lo había renovado?, ¿sabía que su carné de conducir también había caducado?, ¿sabía además que circulaba careciendo de seguro?
Era improbable que una respuesta sincera a tales preguntas fuera bien recibida por los guardas. Podía intentar explicar que se regía por un código de orden superior; argumentar que, como moderno seguidor de las ideas de Henry David Thoreau, había adoptado como evangelio el ensayo titulado
Sobre el deber de la desobediencia civil
y consideraba que no someterse a unas leyes opresivas e injustas era una obligación moral. No obstante, no cabía esperar que unos representantes de la administración federal compartieran semejante punto de vista. Tendría que tramitar un montón de papeles. Le impondrían multas que se vería obligado a pagar. Sin duda, los guardas se pondrían en contacto con sus padres. Sólo había un modo de evitar males mayores: abandonar el Datsun y, sencillamente, reanudar su odisea a pie. Y eso es lo que decidió hacer.
En lugar de sentirse angustiado por el curso que habían tomado los acontecimientos, éstos le sirvieron de estímulo: vio la riada como una oportunidad para librarse del equipaje innecesario. Ocultó el coche lo mejor que pudo bajo una lona marrón, arrancó las placas de matrícula con el distintivo de Virginia y las escondió. Enterró el Winchester para cazar ciervos y algunas pertenencias por si algún día quería recuperarlas y luego, en un gesto del que Thoreau y Tolstoi se habrían sentido orgullosos, apiló sobre la arena todo el papel moneda que llevaba encima —un lastimoso fajo de billetes de 1, 5 y 20 dólares— y le prendió fuego con una cerilla. Un total de 123 dólares de curso legal quedaron reducidos de inmediato a cenizas.
Conocemos estos detalles gracias a que McCandless describió la quema de los billetes y la mayor parte de lo que sucedió a continuación en un cuaderno que le servía a la vez de diario y álbum fotográfico. Más adelante, antes de partir rumbo a Alaska, entregaría ese cuaderno a Wayne Westerberg para que lo guardase en lugar seguro. Por más que el diario esté escrito en tercera persona con un estilo afectado y artificioso y a menudo tienda al melodrama, toda la información de que disponemos indica que no confundía realidad y ficción: para él, contar la verdad constituía un artículo de fe.
El 10 de julio, después de cargar las pocas pertenencias restantes en una mochila, McCandless se encaminó hacia el lago Mead para hacer autostop. Como él mismo anotó en su diario, resultó ser «un tremendo error […]. Las altas temperaturas del mes de julio son enloquecedoras». Pese a sufrir una insolación, consiguió hacer señas a los remeros de una canoa, quienes lo llevaron hasta Callville Bay, un centro de deportes acuáticos cercano al extremo occidental del lago. Allí siguió a dedo por la carretera.
Durante las siguientes dos semanas, estuvo recorriendo a pie el Oeste, cautivado por la vastedad y fuerza del paisaje, sintiendo la embriagadora emoción provocada por sus pequeños encontronazos con las fuerzas del orden y saboreando la compañía intermitente de los otros trotamundos que encontraba por el camino. Dejó que fueran las circunstancias las que configuraran su existencia: llegó en autostop al lago Tahoe, se adentró por Sierra Nevada y se pasó una semana andando en dirección norte por la ruta conocida como la Senda de la Cresta del Pacífico, antes de abandonar las montañas y volver a la carretera.
A finales de julio, fue recogido por un hombre que se hacía llamar Ernie
el Loco
, quien le ofreció trabajo en un rancho situado en el norte de California. Las fotografías del rancho muestran una casa con los muros desconchados, medio en ruinas, rodeada de cabras y gallinas, somieres, televisores rotos, carritos de supermercado, viejos electrodomésticos y montones y más montones de papeles, trapos y cacharros. Después de trabajar durante 11 días con otros seis vagabundos, se hizo patente que Ernie no tenía intención alguna de pagarle, así que de entre aquel cúmulo de porquería robó una bicicleta roja equipada con un cambio de 10 velocidades, fue pedaleando hasta Chico y se deshizo de la bicicleta en el aparcamiento de un centro comercial. Desde Chico prosiguió su constante peregrinar sin rumbo fijo, dirigiéndose primero hacia el norte y luego hacia el oeste a través de Red Bluff, Weaverville y Willow Creek.
En Arcata, una pequeña ciudad californiana envuelta por los húmedos bosques de secuoyas de la costa del Pacífico, dejó la interestatal 101 y se dirigió hacia el mar. Unos 100 kilómetros al sur de la frontera entre Oregón y California, en las inmediaciones del pueblo de Orick, una pareja de trotamundos que iba en un anticuado camión caravana se detuvo en el arcén para consultar el mapa. Se percataron de la presencia de un chico que estaba agachado detrás de unos arbustos que había junto a la carretera.
«Llevaba pantalones largos y un sombrero ridículo —dice Jan Burres, una “vagabunda motorizada” de cuarenta y un años que viaja por el Oeste junto con su novio, Bob, y se dedica a vender baratijas y objetos usados en mercadillos y rastros—. Tenía una guía de plantas en la mano y estaba utilizándola para recoger frutos silvestres, que guardaba en un envase de leche, cortado por la parte de arriba. Daba tanta pena que le pregunté si necesitaba que lo llevaran a alguna parte. Pensé que a lo mejor podíamos darle algo de comer.
»Nos pusimos a charlar. Era muy simpático. Nos dijo que se llamaba Alex. Era evidente que estaba muy hambriento, pero se le veía contento y feliz. Nos dijo que había vivido de las plantas comestibles que reconocía por la guía, como si se sintiera muy orgulloso de ello. Nos contó que estaba recorriendo el país a pie, viviendo una gran aventura. También nos contó que había abandonado el coche en el desierto y quemado el dinero que llevaba. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, me aseguró que no necesitaba el dinero para nada. Tengo un hijo más o menos la misma edad al que no veo desde hace algunos años, así que le dije a Bob: nos los vamos a llevar, necesita que le des algunas clases. Subió a la caravana y se vino con nosotros. Estábamos instalados en la playa de Orick y acampó allí durante una semana. Era un chico estupendo, de verdad. Digno de admiración. No esperábamos volver a tener noticias suyas, pero él no quiso perder el contacto. Durante los dos años siguientes nos mandó una postal o una carta cada uno o dos meses.»
Desde Orick, McCandless subió hacia el norte siguiendo la costa. Pasó por Pistol River, Coos Bay, Seal Rock, Manzanita, Astoria; Hoquiam, Humptulips, Queets; Forks, Port Angeles, Port Townsend y Seattle. Como James Joyce escribió de Stephen Dedalus, el joven artista adolescente: «Estaba solo, despreocupado, feliz, cerca del corazón salvaje de la vida. Estaba solo con su juventud, terquedad y valor, solo en medio de una inmensidad de aire libre y agua amarga, de una cosecha marina de algas y conchas, de la luz velada y gris del sol.»