Sin embargo, no parece que la rivalidad musical enturbiara el entendimiento entre los hermanos. Habían mantenido una relación muy afectuosa desde pequeños, cuando se pasaban horas en la sala de estar de la casa de Annandale construyendo fuertes con cojines y mantas.
«Siempre se portó muy bien conmigo. Era muy protector —explica Carine—. Me cogía de la mano cuando íbamos por la calle. Cuando yo estaba aún en primaria y él ya iba al instituto, salía antes que yo de clase, pero me esperaba en casa de un amigo suyo, Brian Paskowitz, para acompañarme a casa.»
Chris heredó los rasgos angelicales de Billie, en particular los ojos, unos profundos ojos negros que delataban todas sus emociones. Pese a su escasa estatura —en las fotografías de la escuela siempre aparece en primera fila y es el más bajo de la clase—, Chris tenía mucha fuerza para su talla y unos reflejos excelentes. Probó con varios deportes, pero le faltaba perseverancia para aprender las técnicas más elaboradas de cualquiera de ellos. Cuando la familia esquiaba en Colorado durante las vacaciones, Chris bajaba sin apenas molestarse en girar. Sencillamente, se ponía en cuclillas con las rodillas pegadas al pecho, como un gorila, separaba las piernas para conservar la estabilidad y se lanzaba pista abajo. Otro tanto le ocurría con el golf, según cuenta Walt. «Cuando intenté enseñarle a jugar al golf, se negaba a admitir que la forma de lanzar lo es todo. Tenía un golpe larguísimo, increíble. En ocasiones alcanzaba los trescientos metros, pero la mayor parte de las veces daba oblicuamente a la pelota y la mandaba a la calle de al lado.
»Chris tenía unas condiciones naturales magníficas —prosigue Walt—. Sin embargo, intentar prepararlo, pulir su técnica y sacar de él el 10% que le faltaba, era como hablarle a la pared. Hacía oídos sordos a todas las instrucciones que le dabas. Cuando tenía 10 años le enseñé a jugar al tenis. Yo juego bastante bien, pero a los 15 o 16 ya me ganaba casi siempre. Era rapidísimo y tenía un saque muy potente, pero cada vez que le sugería que tenía que trabajar los defectos de su juego, no me hacía caso. Una vez, en un torneo, se enfrentó con un hombre de 45 años, un jugador con mucha experiencia. Al principio Chris ganó unos cuantos juegos, pero su contrincante se dedicó a ponerlo a prueba sistemáticamente buscando su punto débil. En cuanto descubrió el golpe con que Chris tenía más problemas, empezó a lanzarle pelotas que no podía devolver. Chris perdió el partido.»
Para Chris, el cálculo, la estrategia y el refinamiento técnico eran pérdidas de tiempo. Sólo concebía enfrentarse a un desafío si era cara a cara, en el mismo instante y sirviéndose de su extraordinaria energía. En consecuencia, sufría decepciones a menudo. No descubrió su vocación hasta que empezó a correr, una actividad que recompensa más la voluntad y la determinación que la astucia o el ingenio. A los 10 años participó en su primera competición atlética, una carrera de fondo de 10 kilómetros por la carretera. Se clasificó el sexagésimo noveno, venciendo a más de 1.000 adultos, y quedó fascinado por la experiencia. Hacia los 18 o 19 años, se había convertido uno de los mejores fondistas de la región.
Cuando Chris tenía 12 años, Walt y Billie regalaron a Carine un cachorro shetland llamado Buckley, y Chris adoptó la costumbre de llevárselo a sus entrenamientos diarios.
«Se suponía que el perro era mío —cuenta Carine—, pero terminaron siendo inseparables. Buck era muy rápido y siempre ganaba a Chris cuando volvían corriendo a casa. Recuerdo que mi hermano estaba muy excitado la primera vez que llegó a casa antes que Buckley. Iba arriba y abajo por la casa gritando: “¡He ganado a Buck!, ¡he ganado a Buck!”»
En el instituto W. T. Woodson —una prestigiosa institución pública de Fairfax, Virginia, con la reputación de poseer uno de los niveles académicos más altos del país y un deslumbrante palmarés en las competiciones nacionales de atletismo—, Chris era el capitán del equipo de cross. El papel lo entusiasmaba, y se inventaba métodos de entrenamiento originales y extenuantes que sus compañeros aún recuerdan.
«Se exigía lo imposible —explica Gordy Cucullu, uno de los miembros más jóvenes del equipo—. Preparó una tanda de ejercicios que bautizó como los Guerreros de la Carretera. Consistía en una serie de itinerarios larguísimos y agotadores. Nos conducía a través de lugares por los que se suponía que no debíamos pasar, como campos de cultivo o solares en construcción, y encima intentaba que nos perdiéramos. Primero corríamos todo lo rápido que podíamos, por caminos extraños, bosques, lo que fuera. La idea era que nos desorientásemos, empujarnos hacia una zona desconocida. Luego solíamos correr más despacio hasta descubrir un camino que nos resultara familiar. A partir de ahí, teníamos que regresar al instituto corriendo a toda velocidad. En cierto sentido, Chris vivió así toda su vida.»
McCandless consideraba que correr era un ejercicio espiritual intenso, rayano en lo religioso.
«Chris apelaba a la espiritualidad para intentar motivarnos —recuerda Eric Hathaway, otro amigo del equipo de cross—. Solía decirnos que pensáramos en la maldad que hay en el mundo, en el odio, y que nos imagináramos que corríamos contra las fuerzas de las tinieblas, contra un muro de maldad que quería impedirnos que rindiéramos al máximo. Creía que hacer el bien era un estado mental, una mera cuestión de aprovechar todas las energías disponibles. Éramos muy jóvenes e impresionables. Esa clase de cosas nos dejaban embobados.»
Pero el atletismo no sólo era un asunto del espíritu; también implicaba una empresa competitiva. Cuando McCandless corría, lo hacía para ganar. «Chris se tomaba el atletismo muy en serio —dice Kris Maxie Gillmer, otra compañera de equipo y quizá la persona con quien mantuvo una amistad más estrecha en el instituto Woodson—. Me acuerdo muy bien de cuando yo estaba de pie en la línea de meta contemplándolo correr, sabiendo cuánto deseaba hacerlo bien y la decepción que se llevaría si el resultado era peor de lo que esperaba. Podía ser muy duro consigo mismo después de una mala carrera o incluso si había hecho un mal tiempo en un entrenamiento. Además, luego no quería hablar de ello. Si intentaba consolarlo, se enfadaba y me rehuía. Interiorizaba la decepción. Se iba solo a algún sitio y se culpaba de lo ocurrido.
»E1 atletismo no era lo único que se tomaba en serio —añade Gillmer—. Era así en todo. En el instituto la gente suele ser bastante superficial y se supone que no tienes que pensar en cosas serias. Pero él lo hacía y yo también, y fue por eso que congeniamos. Solíamos pasarnos la hora del recreo delante de su taquilla hablando de lo divino y lo humano. Yo soy negra, y no atinaba a explicarme por qué todo el mundo convertía la raza en un problema. Chris solía hablarme de ello. Se daba cuenta de que era una estupidez. Siempre lo cuestionaba todo. Lo apreciaba mucho. Era muy buen chico.»
McCandless se tomaba las injusticias muy a pecho. Al llegar al último curso se obsesionó con la segregación racial en Suráfrica. Hablaba seriamente a sus amigos acerca de entrar armas clandestinamente en el país y unirse a la lucha contra el
apartheid
.
«De vez en cuando nos peleábamos a causa de ello —recuerda Hathaway—. No le gustaba tener que hacer las cosas a través de los canales establecidos, trabajar dentro del sistema ni verse obligado a esperar la oportunidad adecuada. Me decía: “Vamos, Eric, podemos conseguir ahora mismo el dinero suficiente para largarnos a Suráfrica. Sólo es cuestión de decidirse.” Yo contraatacaba diciéndole que no éramos más que un par de niños, que nada cambiaría porque nosotros fuéramos allí. Pero no podías discutir con él. Entonces respondía, por ejemplo: “Ya veo, lo que pasa es que te da igual que algo sea justo o injusto.”»
Los fines de semana, mientras sus compañeros de clase iban en busca de fiestas donde emborracharse e intentaban colarse en los bares de Georgetown, McCandless deambulaba por los barrios más sórdidos de Washington, charlando con prostitutas y vagabundos, comprándoles comida y aconsejándoles con la mayor seriedad sobre el modo de salir de la situación en que se encontraban.
«Chris no entendía cómo era posible que la gente pasara hambre, sobre todo en un país tan rico como el nuestro —dice Billie—. Se ponía hecho una furia. Podía estar horas hablando de ello.»
Una vez recogió a un vagabundo por las calles de Washington, se lo llevó al próspero y apacible Annandale, y lo alojó en la caravana Airstream que sus padres tenían aparcada junto al garaje. Walt y Billie nunca llegaron a saber que estaban hospedando a un desconocido.
En otra ocasión, se presentó por sorpresa en casa de Hathaway y le anunció que se iban en coche al centro.
«¡Fenomenal! —recuerda que pensó Hathaway—. Era un viernes por la noche y supuse que iríamos a alguna fiesta en Georgetown. En lugar de eso, Chris aparcó en la calle 14, que en aquella época era bastante peligrosa, y me dijo: “Mira, Eric, por más que leas sobre la cuestión, no hay manera de entenderla hasta que la vives. Esta noche vamos a hacerlo.” Estuvimos horas dando vueltas por sitios espeluznantes, hablando con prostitutas, proxenetas y delincuentes. Yo estaba muy asustado.
»A1 final de la excursión, Chris me preguntó cuánto dinero llevaba encima. Le contesté que cinco dólares. Él tenía 10. Entonces me dijo: “De acuerdo, tú pagas la gasolina y yo voy a por algo de comida.” Se gastó los 10 dólares en una bolsa de hamburguesas. Desde el coche, íbamos repartiendo comida a tipos malolientes que dormían sobre las rejillas de la calle. Fue la noche del viernes más extraña que he pasado en toda mi vida. Sin embargo, Chris hacía cosas así a menudo.»
Poco después de que empezara el último curso en el instituto, comunicó a sus padres que no tenía ninguna intención de ir a la universidad. Cuando Walt y Billie insinuaron que necesitaba un título universitario para tener una profesión con la que realizarse, Chris respondió que los títulos universitarios eran unos degradantes «inventos del siglo XX», que constituían más un lastre que una ventaja, y que agradecía su interés, pero se las apañaría sin el título.
«Nos pusimos bastante nerviosos —admite Walt—. Billie y yo venimos de familias obreras. Tener una carrera universitaria es algo que no nos tomamos a la ligera. Habíamos trabajado de firme para enviar a nuestros hijos a buenos colegios. Así que Billie le dijo muy seria: “Chris, si quieres influir en el mundo, si realmente quieres ayudar a los que son menos afortunados, primero tienes que conseguir que te consideren. Ve a la universidad, estudia Derecho y luego podrás hacer oír tu voz.”»
«Chris era un buen estudiante y llevaba una vida bastante modélica —dice Hathaway—. No se metía en problemas, siempre sacaba notas excelentes y hacía lo que se esperaba de él. Sus padres no tenían ningún motivo de queja, pero no lo dejaron tranquilo hasta que se salieron con la suya. No sé que le dijeron, pero funcionó. Al final terminó yendo a Emory, pese a que seguía pensando que no tenía sentido, que era una pérdida de tiempo y dinero.»
No deja de ser sorprendente que Chris cediera a las presiones de Walt y Billie para que fuese a la universidad cuando en tantas otras cosas había hecho caso omiso de ellos.
Sin embargo, la relación que Chris mantenía con sus padres estaba plagada de aparentes contradicciones. Cuando se quedaba charlando con Kris Gillmer, a menudo se quejaba de Walt y Billie y los describía como unos seres tiránicos, incapaces de razonar. Por contra, cuando hablaba con sus amigos varones —Eric Hathaway, Gordy Cucullu y Andy Horowitz, otra estrella del equipo de atletismo del instituto— casi nunca comentaba nada.
«Sus padres parecían personas agradables —dice Hathaway—. Con franqueza, mi impresión es que no eran muy distintos de mis padres o de los padres de cualquiera. Lo que ocurría era que a Chris no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer. Si le hubieran tocado en suerte otros, también habría sido infeliz. Su problema consistía en que no le gustaba la idea misma de tener padres.»
La complejidad de la personalidad de McCandless era desconcertante. Por un lado, amaba la privacidad y la soledad; por otro, podía ser sociable y gregario hasta extremos insospechados. Pese a su aguda conciencia social, no era uno de esos individuos silenciosos y adustos que hacen siempre lo correcto y fruncen el entrecejo cuando alguien se divierte. Al contrario, le gustaba ir de copas de vez en cuando y era un comediante incorregible.
Quizá la mayor paradoja se daba en relación con sus sentimientos contradictorios acerca del dinero. De jóvenes, Walt y Billie habían conocido la pobreza y, después de mucho luchar para abrirse camino en la vida, no veían nada de malo en disfrutar de lo que tanto les había costado conseguir. «Habíamos trabajado mucho, muchísimo —subraya Billie—. Cuando los niños todavía eran pequeños ahorrábamos todo lo que ganábamos como una inversión para el futuro.» El futuro llegó por fin,
y
aunque no hicieron ostentación de su discreta fortuna, sí que compraron cosas como ropa de marca, joyas para Billie o un Cadillac. Al final, adquirieron también la casa unifamiliar frente a la bahía de Chesapeake y el velero. Llevaron a los chicos a Europa, hicieron un crucero por el Caribe e iban a esquiar a la estación de Breckenridge. Billie reconoce que Chris «se sentía turbado con todos esos cambios».
Su hijo, aquel adolescente de convicciones tolstoianas, creía que la riqueza era vergonzosa, corruptora y maligna por naturaleza; lo que no dejaba de ser irónico, porque al parecer Chris era un capitalista nato con un sexto sentido increíble para los negocios. «Chris siempre actuaba como un empresario —dice Billie entre risas—. Siempre.»
Cuando tenía ocho años, cultivaba verduras en el jardín trasero de la casa de Annandale y luego las vendía por el vecindario de puerta en puerta. «En el barrio, era aquel niño tan pequeño y gracioso que va por ahí arrastrando un carrito lleno de judías, tomates y pimientos —cuenta Carine—. Nadie podía resistírsele. Chris lo sabía perfectamente. Te miraba con expresión de angelito, como diciendo: “Soy tan mono, ¿por qué no me compra unas judías?” Regresaba a casa con el carrito vacío y un fajo de billetes en la mano.»
A los 12 años imprimió unos folletos publicitarios y montó un negocio de fotocopias, Las Fotocopias Rápidas de Chris, con servicio gratuito de recogida y entrega a domicilio. Utilizaba la fotocopiadora de la oficina de Walt y Billie y les pagaba unos centavos por copia. A los clientes les cobraba dos centavos menos que la tienda de la esquina y obtenía unos jugosos beneficios.