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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (4 page)

Anna Pávlovna por su parte miraba intranquila a su alrededor viendo que el relato se volvía más comprometido por momentos.

—Así pues —continuó el vizconde—, el nuevo sultán de
Las mil y una noches
no despreció con frecuencia la ocasión de pasar la tarde con la más bella y encantadora mujer de Francia. Y mademoiselle Georges... —aquí calló, encogiéndose de hombros expresivamente—... debió convertir la obligación en virtud. El afortunado Bonaparte acostumbraba visitarla por las noches sin previo aviso.

—¡Ay! Me estoy imaginando qué va a pasar y se me está ocurriendo un chiste —dijo la bella princesita encogiendo los torneados y esponjosos hombros.

La dama entrada en años, que había estado sentada toda la urde al lado de la tía, se trasladó al grupo del narrador meneando la cabeza y sonriendo significativa y tristemente.

—¿No es terrible? —dijo ella aunque era evidente que no había escuchado el comienzo de la historia. Nadie prestó atención ni a lo inoportuno de su comentario ni a ella misma.

El príncipe Hippolyte repuso alto y rápidamente:

—¡Georges en el papel de una asombrosa Clitemnestra!

Anna Pávlovna estaba callada e intranquila, sin haber decidido aún terminantemente si lo que contaba el vizconde era decente o indecente. Por un lado estaban las visitas nocturnas a la actriz, pero por el otro si ya el vizconde de Mortemart, emparentado con los Montmorency por parte de los Rohan, el mejor representante de Saint-Germain, iba a decir en una reunión algo indecente, entonces, ¿qué es lo que se considera decente o indecente?

—Una noche —continuó el vizconde mirando a sus oyentes y animándose—, esta Clitemnestra, habiendo cautivado a todo el teatro con su asombrosa representación de la obra de Racine, volvió a casa y pensó en descansar de la fatiga y el bullicio. No esperaba al sultán.

Anna Pávlovna se estremeció al oír la palabra «sultán». La princesa bajó los ojos y dejó de sonreír.

—Cuando de pronto la criada le informó de que el gran vizconde Roqueroi deseaba ver a la artista. Roqueroi era como el duque se llamaba a sí mismo. El duque fue recibido —añadió el vizconde y guardó silencio durante unos segundos, para dar a entender que no decía todo lo que sabía, y continuó—: La mesa resplandecía con la cristalería, los esmaltes, la plata y la porcelana. Pusieron dos servicios, el tiempo voló imperceptible y placenteramente...

A esta altura del relato el príncipe Hippolyte emitió inesperadamente unos extraños ruidos, que unos tomaron por tos, otros por catarro, murmullo o risa y fue rápidamente a coger los impertinentes que había descuidado. El narrador se detuvo sorprendido. Anna Pávlovna interrumpió con espanto las placenteras descripciones que el vizconde narraba con tan buen gusto.

—No nos atormente, vizconde —dijo ella.

El vizconde sonrió.

—Las horas y los minutos transcurrieron gozosamente, cuando de pronto se escuchó un timbre y la asustada doncella fue a anunciar temblando que el que llamaba era un horrible mameluco bonapartista y que ese terrible señor estaba esperando en la entrada...

—Excepcional —murmuró la princesita enhebrando de nuevo la aguja como queriendo decir que el interés y el encanto del relato la impedían trabajar.

El vizconde apreció esta silenciosa alabanza y agradeciéndolo con una sonrisa quiso continuar, cuando en el salón entró un nuevo invitado y se hizo una necesaria pausa.

IV

E
STE
nuevo invitado era el joven príncipe Andréi Bolkonski, el marido de la princesita. No solamente por el hecho de que el joven príncipe llegara tan tarde, pues todos los que llegaron tarde fueron recibidos por la anfitriona de la misma afectuosa manera, sino por el modo en el que entró en la habitación, resultaba evidente que era uno de esos jóvenes de mundo que están tan malcriados por la vida social que incluso la desprecian. El joven príncipe tenía la boca pequeña, era muy guapo, moreno y delgado, con ligero aspecto de agotamiento, tenía la piel tostada y vestía de una manera extraordinariamente elegante con los puños y las perneras bordadas. Todo en su aspecto, empezando por la mirada cansada y aburrida, hasta su paso débil e impreciso, presentaba el más intenso contraste con su pequeña y bulliciosa mujer. Era evidente no solo que conocía a todos los que estaban en el salón, sino que estaba ya tan harto de ellos que mirarles y escucharles era para él algo muy tedioso porque podía prever todo lo que iban a hacer o a decir. Y de entre todos los rostros el que le resultaba más tedioso de mirar parecía ser el de su bonita esposa. Con un agrio gesto se puso de espaldas a su hermoso rostro como si pensara en francés: solo faltabas tú para que toda esta gente me acabara de desagradar. Besó la mano de Anna Pávlovna con tal aspecto como si estuviera dispuesto a dar lo que fuera para librarse de tan pesada obligación y entornando, casi cerrando los ojos, y frunciendo el ceño miró a todos los presentes.

—Tienen ustedes una reunión —dijo él con voz fina e inclinó la cabeza a alguno, y a alguno presentó su mano para que se la estrecharan.

—¿Se va usted a la guerra, príncipe? —dijo Anna Pávlovna.

—El general Kutúzov —repuso pronunciando la última sílaba
sov
como un francés, quitándose el guante de una blanquísima y minúscula mano y frotándose con él los ojos—, el general en jefe Kutúzov ha solicitado mis servicios como ayudante de campo.

—¿Y su esposa Liza?

—Se marchará al campo.

—Comete usted un pecado al privarnos de su encantadora esposa. —El joven ayudante de campo abombó los labios emitiendo un ruido desdeñoso, tal como únicamente hacen los franceses y no respondió.

—Andréi —le dijo su esposa, dirigiéndose a él en el mismo tono de coquetería con el que se dirigía a los extraños—, venga aquí, siéntese, escuche qué historia cuenta el vizconde sobre mademoiselle Georges y Bonaparte.

Andréi entornó los ojos y se sentó en otro lado, como si no hubiera escuchado a su esposa.

—Continúe, vizconde —dijo Anna Pávlovna—. El vizconde nos estaba contando cuando el duque de Enghien se encontraba en casa de mademoiselle Georges —añadió dirigiéndose a los circundantes para que él pudiera continuar con el relato.

—La ficticia rivalidad entre el duque y Bonaparte por Georges —dijo el príncipe Andréi con tal tono como si para alguien fuera gracioso no saber esto y derrumbándose en la butaca. En ese momento el joven con gafas llamado monsieur Pierre, que desde que había entrado el príncipe Andréi en el salón no retiraba de él sus ojos alegres y amistosos, se dirigió a él y le tomó de la manga. El príncipe Andréi era tan poco curioso que sin mirar apartó la cara arrugándola con una mueca, expresando su enojo hacia quien le cogía de la charretera; pero habiendo visto el rostro sonriente de Pierre, el príncipe Andréi también sonrió y de pronto toda su cara se transformó. Una expresión bondadosa e inteligente apareció de pronto en ella.

—¿Cómo? ¿Tú aquí, mi querido caballero de la guardia real? —preguntó el príncipe con alegría, pero con un matiz arrogante y paternalista.

—Sabía que
usted
estaría —contestó Pierre—. Voy a ir a su casa a cenar —añadió por lo bajo, para no molestar al vizconde que seguía con su relato—. ¿Puedo?

—No, es imposible —dijo el príncipe Andrés, riendo y volviéndose, aunque con su apretón de manos daba a entender a Pierre que no tenía ni que preguntarlo.

El vizconde narraba cómo mademoiselle Georges rogó al duque que se escondiera y que el duque dijo que él no se había escondido nunca de nadie y cómo mademoiselle Georges le dijo: «Su Alteza, vuestra espada pertenece a la corona y a Francia», y cómo el duque se escondió bajo las sábanas de otra habitación y de cómo Napoleón se comportó groseramente y el duque salió de debajo de las sábanas y se encontró frente a Bonaparte.

—¡Excepcional, admirable! —Se escuchaba entre los oyentes.

Incluso Anna Pávlovna, reparando en que la parte más embarazosa de la historia ya se había superado felizmente y tranquilizándose, pudo disfrutar del relato. El vizconde se acaloró y hablaba tartamudeando con la animación de un actor.

Su enemigo en casa, el raptor del trono, aquel que encabezaba su nación, estaba allí, frente a él, tendido en el suelo inmóvil y puede que ante su último suspiro. Como decía el gran Corneille: «Una rabiosa alegría apareció en su corazón y solamente su ultrajada grandeza le ayudó a no entregarse a ella».

El vizconde se detuvo y disponiéndose a continuar de forma aún más intensa su relato sonrió como tranquilizando a las damas que ya estaban demasiado agitadas. Durante esta pausa y de manera totalmente inesperada la princesa Hélène miró al reloj, intercambió una mirada con su padre y se levantó a la vez que este y con este movimiento desordenó el grupo e interrumpió el relato.

—Vamos a llegar tarde, papá —dijo simplemente ella sin dejar de resplandecer dirigiendo a todos su sonrisa.

—Me perdonará, querido vizconde —se dirigió el príncipe Vasili en francés, cogiéndolo cariñosamente de las manos y empujándolo hacia la silla para que no se levantara—. Esta inoportuna fiesta en la embajada me priva a mí de la satisfacción de escucharle y le interrumpe a usted.

—Me entristece mucho abandonar su maravillosa velada —dijo a Anna Pávlovna.

Su hija la princesa Hélène, sujetándose ligeramente los pliegues del vestido, pasó entre las mesas y la sonrisa continuó aún más deslumbrante en su hermosísimo rostro.

V

A
NNA
Pávlovna le pidió al vizconde que la esperara y fue a acompañar al príncipe Vasili y a su hija a la otra sala. La dama entrada en años, que había estado sentada al lado de la tía y que después había mostrado un torpemente interés hacia la historia del vizconde, se levantó apresuradamente y alcanzó al príncipe Vasili en el recibidor.

De su cara desapareció totalmente la expresión anterior de fingido interés. Su bondadoso y lloroso rostro expresaba solamente miedo e inquietud.

—¿Qué puede decirme, príncipe, de mi Borís? —dijo ella alcanzándole en el recibidor (pronunciaba el nombre Borís con una particular entonación en la
o
)—. No puedo quedarme por más tiempo en San Petersburgo. Dígame, ¿qué noticias puedo llevar a mi pobre pequeño?

A pesar de que el príncipe Vasili escuchaba con disgusto y casi descortésmente a la dama, llegando incluso a mostrar impaciencia, ella le sonreía cariñosa y conmovedora, y para que él no se marchara le cogió de la mano.

—¿Qué le cuesta decirle una palabra al emperador y que mi hijo entre enseguida en la guardia? —solicitó ella.

—Créame que haré todo lo que pueda, princesa —contestó el príncipe Vasili—, pero me es difícil pedirle nada al zar; le aconsejaría que se dirigiera usted a Razumovski a través del príncipe Golitsyn, sería mucho más sensato.

La dama entrada en años era la princesa Drubetskáia, una de las mejores familias de Rusia, pero era pobre, hacía tiempo que no frecuentaba la sociedad y había perdido las relaciones. Había ido entonces a fin de conseguir un puesto en la guardia para su único hijo. Solo para eso, para ver al príncipe Vasili se había anunciado y había ido a la velada de Anna Pávlovna, solo para eso había escuchado la historia del vizconde. Le asustaron las palabras del príncipe Vasili; su rostro, bello en otro tiempo, mostró por un momento desprecio, pero solo duró un minuto. Ella sonrió de nuevo y apretó con más fuerza la mano del príncipe Vasili.

—Escúcheme, príncipe —dijo—. Nunca le he pedido y nunca le pediré nada y nunca le he recordado la amistad que tenía con mi padre. Pero ahora le suplico en nombre de Dios que haga esto por mi hijo y yo le consideraré mi benefactor —añadió ella apresuradamente—. No se enoje, pero prométamelo. Se lo he pedido a Golitsyn y ha rehusado. Sea el buen muchacho que siempre ha sido —dijo ella intentando sonreír mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Papá, llegaremos tarde —dijo la princesa Hélène, que esperaba en la puerta, volviendo su hermosa cabeza sobre los hombros clásicos.

Pero las influencias en este mundo son un capital que se ha de reservar para que no se pierda. El príncipe Vasili lo sabía y se había hecho cargo de que, si empezaba a pedir por todos los que le pedían a él, pronto le hubiera sido imposible pedir nada para nadie y por lo tanto rara vez utilizaba sus influencias. A pesar de ello en el tema de la princesa Drubetskáia, sintió, después de su nueva súplica, una especie de remordimientos. Ella le recordaba la verdad: sus primeros pasos en el servicio de las armas se los debía a su padre. Aparte de eso vio en su forma de actuar que ella era una de esas mujeres, sobre todo una de esas madres, que una vez que se les mete algo en la cabeza, no abandonan hasta cumplir con sus deseos y en caso contrario están dispuestas a seguir molestando diariamente, a cada instante, hasta llegar a provocar una escena. Esta última consideración fue la que le venció.

—Querida Anna Mijáilovna —dijo con su habitual familiaridad y aburrimiento en la voz—, para mí es prácticamente imposible hacer lo que usted me pide, pero para demostrarle lo mucho que la quiero y lo mucho que venero la memoria del difunto conde, su padre, haré lo imposible. Su hijo entrará en la guardia, aquí tiene usted mi mano. ¿Está satisfecha?

Y él besó su mano tirando de ella hacia abajo.

—¡Querido mío, mi bienhechor! No esperaba otra cosa de usted. —Así mentía y se humillaba la madre—: Yo sabía que era usted bueno.

Él quería ya marcharse.

—Perdone, solo dos palabras. Una vez que él entre en la guardia... —ella se calló—. Usted está en buenas relaciones con Mijaíl Lariónovich Kutúzov, recomiéndele a Borís para que sea su ayudante de campo. Entonces yo estaría tranquila y entonces ya...

Anna Mijáilovna, como una gitana, pedía para su hijo más cuanto más le daban. El príncipe Vasili se sonrió.

—Eso no se lo puedo prometer. No sabe usted de qué manera asedian con peticiones a Kutúzov desde que ha sido nombrado comandante en jefe. Él mismo me ha dicho que todas las grandes señoras de Moscú se han puesto de acuerdo para ofrecerle a sus hijos como ayudantes de campo.

—No, prométamelo, o no le dejaré partir, querido bienhechor mío...

—Papá —repitió la bella en el mismo tono—, llegaremos tarde.

—Tendrá que disculparme. Ya lo oye usted.

—¿Así que mañana informará al emperador?

—Sin falta, pero sobre Kutúzov no prometo nada.

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