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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (31 page)

BOOK: Fundación y Tierra
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Trevize miró a su alrededor, como si esperase que otros sillones brotasen del suelo.

—¿Podemos sentarnos? —preguntó.

—Como queráis —respondió Bander.

Bliss se sentó en el suelo, sonriendo, y Pelorat lo hizo a su lado.

Trevize continuó en pie con expresión terca.

—Dime, Bander —preguntó Bliss—, ¿cuántos seres humanos viven en este planeta?

—No lo sé de fijo. No nos contamos. Tal vez mil doscientos.

—¿Sólo mil doscientos en todo el planeta?

—Más o menos. Pero vosotros contáis por números, mientras que nosotros lo hacemos por calidad. Tampoco entendéis la libertad. Si existe otro solariano que pueda disputarme mi absoluto dominio sobre cualquier trozo de mi tierra, sobre cualquier robot o cosa viviente u objeto, mi libertad queda limitada. Y como existen otros solarianos, la limitación de la libertad debe ser eliminada todo lo posible separándoles hasta el punto de que el contacto sea virtualmente inexistente. Solaría puede tener mil doscientos solarianos en condiciones próximas al ideal. Añadió más, y la libertad quedará palpablemente limitada y el resultado será insoportable.

—Eso significa que los nacimientos deben equilibrar las defunciones —dijo Pelorat de pronto.

—Cierto. Debe ser así en cualquier mundo con una población estable…, tal vez incluso en el vuestro.

—Y como es probable que haya pocas defunciones, tiene que haber pocos niños.

—Así es.

Pelorat asintió con la cabeza y, guardó silencio.

—Lo que yo quisiera saber es cómo hiciste volar mis armas por el aire —dijo Trevize—. No lo has explicado.

—Os propuse la brujería o la magia como explicación. ¿Te niegas a aceptarlas?

—Claro que me niego. ¿Por quién me has tomado?

—Entonces, ¿crees en la conservación de la energía y en el necesario aumento de la entropía?

—Sí. Lo que no puedo creer es que, incluso en veinte mil años, hayáis cambiado estas leyes o las hayáis modificado un milímetro.

—Y no lo hemos hecho, media-persona. Pero, ahora, considera esto. Fuera, hay luz del sol —dijo, haciendo un extraño y gracioso ademán, como señalando aquella luz a su alrededor—. Y aquí hay sombra. Hace más calor bajo la luz del sol que a la sombra, y el calor fluye espontáneamente de la zona soleada a la que está en sombras.

—Eso ya lo sabía —dijo Trevize.

—Pero tal vez lo sabes tan bien que no piensas en ello. Por la noche, la superficie de Solaria está más caliente que los objetos situados más allá de su atmósfera, de manera que el calor fluye espontáneamente de la superficie del planeta al espacio exterior.

—Esto también lo sé.

—Y, sea de día o de noche, el exterior del planeta está más caliente que su superficie. Por consiguiente, el calor fluye espontáneamente del interior a la superficie. Supongo que también sabes esto.

—¿Adónde quieres ir a parar, Bander?

—El flujo de calor de lo más caliente a lo más frío, que debe cumplirse por la segunda ley de la termodinámica, puede utilizarse para hacer un trabajo.

—En teoría, sí, pero la luz del sol es diluida, el calor de la superficie del planeta lo es todavía más, y el grado en que el calor escapa del interior hace que éste sea el más diluido de todos. La cantidad de calor aprovechable no bastaría, probablemente, ni para levantar un guijarro.

—Depende del aparato que emplees para ese fin —dijo Bander—. El instrumento usado por nosotros fue desarrollado en un período de miles de años, y es nada menos que una parte de nuestro cerebro.

Bander levantó los cabellos de ambos lados de su cabeza, descubriendo la porción de cráneo de detrás de las orejas. Volvió la cabeza a un lado y a otro, y detrás de cada oreja se podía percibir un bulto del tamaño y la forma del extremo más ancho de un huevo de gallina.

—Esta porción de mi cerebro y tu carencia de ella es lo que marca la diferencia entre un solariano y tú.

Trevize miraba de vez en cuando la cara de Bliss, cuya atención parecía concentrada por entero en Bander. Trevize estaba seguro ahora de saber a qué venía todo aquello..

Bander, a pesar de su canto a la libertad, encontraba irresistible esa oportunidad única. No podía conversar con los robots sobre una base de igualdad intelectual, y, por supuesto, tampoco con los animales. Hablar a sus compañeros solarianos le resultaría desagradable, y cualquier comunicación que estableciese con ellos sería forzada y nunca espontánea.

En cuanto a Trevize, Bliss y Pelorat, podían ser medio humanos, para Bander y tan inofensivos para su libertad como un robot o una cabra; pero, intelectualmente, eran sus iguales (o casi iguales), y la oportunidad de hablarles era un lujo único del que nunca había disfrutado hasta ahora.

No era de extrañar, pensó Trevize, que se divirtiese de aquella manera. Y Bliss (Trevize estaba doblemente seguro de ello) le animaba, incitando a la mente de Bander con delicadeza para que hiciese precisamente lo que tanto deseaba.

Tal vez, Bliss partía de la suposición de que, si Bander seguía hablando, podía decirles algo de utilidad concerniente a la Tierra. Era tan lógico para Trevize que, aunque no hubiese sentido tanta curiosidad por el tema en discusión, se habría esforzado en continuar la conversación.

—¿Qué hacen esos lóbulos cerebrales? —preguntó.

—Son transductores —explicó Bander—. Se activan merced al flujo de calor y convierten éste en energía mecánica.

—No puedo creerlo. El flujo de calor es insuficiente.

—Tú no piensas, pequeño medio-humano. Si hubiese aquí muchos solarianos juntos, cada uno de ellos tratando de utilizar el flujo de calor, entonces, sí, la cantidad de éste resultaría insuficiente. Sin embargo, yo tengo más de cuarenta mil kilómetros cuadrados que son míos, sólo míos. Puedo recoger el flujo del calor de cualquier número de esos kilómetros cuadrados, sin que nadie me lo dispute, y, gracias a ello, la cantidad es suficiente. ¿Comprendes?

—¿Tan sencillo es recoger el flujo de calor de una zona extensa? El mero acto de la concentración requiere muchísima energía.

—Tal vez sí, pero yo no me doy cuenta. Mis lóbulos transductores están concentrando calor constantemente, de modo que éste actúa en el momento en que debe hacerlo. Cuando te arrebaté las armas, un volumen particular de la atmósfera iluminada por el sol perdió parte de su exceso de calor en favor de un volumen de la zona en sombra, de manera que utilicé energía solar para aquel fin. Sin embargo, en vez de utilizar ingenios mecánicos o electrónicos para llevarlo a cabo, empleé un aparato neurónico. —Tocó suavemente uno de los lóbulos transductores—. Actúa con rapidez, eficacia, constantemente…, y sin esfuerzo.

—Increíble —murmuró Pelorat.

—En absoluto —dijo Bander—. Considera la complejidad del ojo y del oído, y cómo pueden convertir pequeñas cantidades de fotones y de vibraciones del aire en información. Esto parecería increíble a quien lo experimentase por primera vez. Los lóbulos transductores no son más increíbles y no os lo parecerían si fuesen familiares para vosotros.

—¿Y qué hacéis con esos lóbulos transductores operando constantemente? —preguntó Trevize.

—Regimos nuestro mundo —respondió Bander—. Cada robot de esta vasta finca obtiene su energía de mí, o, mejor dicho, del flujo de calor natural. Cuando un robot establece un contacto, o tala un árbol, la energía es derivada de la transducción mental, de mi transducción mental.

—¿Y si estás dormido?

—El proceso de transducción persiste tanto si estás despierto como durmiendo, pequeño medio-humano —dijo Bander—. ¿Acaso dejas tú de respirar cuando duermes? ¿Deja de latir tu corazón? Por la noche, mis robots siguen trabajando a costa de enfriar un poco el interior de Solaria. El cambio es incalculablemente pequeño a escala global y nosotros sólo somos mil doscientos, de manera que toda la energía que empleamos no abrevia sensiblemente la vida de nuestro sol ni agota el calor interno de nuestro mundo.

—¿Se te ha ocurrido pensar que podrías utilizarlo como arma?

Bander miró a Trevize con fijeza, como si éste fuese algo singularmente incomprensible.

—¿Quieres decir con esto que Solaría podría enfrentarse con otros mundos con armas energéticas fundadas en la transducción? ¿Por qué tendríamos que hacerlo? Aunque consiguiésemos triunfar de sus armas energéticas basadas en otros principios, lo cual es casi seguro, ¿qué ganaríamos con ello? ¿El control de otros planetas? ¿Y qué nos importan los demás, si tenemos el nuestro que es ideal? ¿Por qué habríamos de querer establecer nuestro dominio sobre los medio-humanos y emplearlos en trabajos forzados, si poseemos nuestros robots que son mucho mejores que vosotros para este fin? Lo tenemos todo. No queremos nada, salvo que nos dejen en paz. Mira, te contaré otra historia.

—Adelante —dijo Trevize.

—Hace veinte mil años, cuando las medio-criaturas de la Tierra empezaron a invadir el espacio y nosotros nos retiramos bajo tierra, los otros mundos Espaciales resolvieron oponerse a los nuevos colonizadores terrícolas. Para ello, atacaron la Tierra.

—¡La Tierra! —exclamó Trevize, tratando de disimular su satisfacción por el hecho de que por fin se hubiese suscitado el tema.

—Si, el centro. Una maniobra lógica, en cierto modo. Si se desea matar a una persona, no se la hiere en un dedo o en un talón, sino en el corazón. Y nuestros compañeros Espaciales, no muy diferentes de los propios seres humanos en pasiones, consiguieron inflamar de radiactividad la superficie de la Tierra, de modo que gran parte de aquel mundo se volvió inhabitable.

—¡Conque eso fue lo que ocurrió! —dijo Pelorat, cerrando un puño y moviéndolo rápidamente, como para fijar una tesis—. Sabía que no podía tratarse de un fenómeno natural. ¿Cómo lo consiguieron?

—No lo sé —respondió, indiferente, Bander—; además, en todo caso, les sirvió de poco a los Espaciales. Ésta es la moraleja de la historia. Los colonizadores continuaron proliferando y los Espaciales… murieron. Habían tratado de competir y desaparecieron. Nosotros, los solarianos, nos retiramos, renunciando a competir, y aquí estamos todavía.

—También están los Colonizadores —dijo Trevize, frunciendo el ceño.

—Si, pero no para siempre. Los invasores tienen que luchar, que competir y, en definitiva, que morir. Esto quizá tarde decenas de millares de años en ocurrir, pero nosotros podemos esperar. Y cuando suceda, los solarianos, enteros, solitarios, liberados, poseeremos la galaxia. Entonces, podremos utilizar, o no, cualquier mundo fue deseemos además del nuestro.

—Pero hablando de la Tierra —insistió Pelorat, chascando los dedos con impaciencia—, ¿es leyenda o historia lo que nos has contado?

—¿Y cómo saber la diferencia que hay, medio-Pelorat —dijo Bander—. Toda la Historia es leyenda, más o menos.

—Pero, ¿qué indican vuestros documentos? ¿Podría ver los que tratan de este tema, Bander? Debes comprender que los mitos, la leyendas y la Historia primitiva son mi especialidad. Soy un erudito que estudia estas materias, y en particular las que se refieren a la Tierra

—Yo sólo repito lo que he oído contar —replicó Bander—. No hay documentos sobre el tema. Los que tenemos tratan únicamente de los asuntos de Solaría, y sólo mencionan otros mundos cuando ésos chocan con nosotros.

—Desde luego, pero la Tierra os amenazó —dijo Pelorat.

—Es posible, pero, en tal caso, ocurrió hace mucho, muchísimo tiempo, y la Tierra es, entre todos los mundos, el que más nos repugna. Si alguna vez tuvimos documentos sobre ella, estoy seguro de que fueron destruidos por pura repulsión.

Trevize apretó los dientes, desolado.

—¿Los destruisteis vosotros mismos? —preguntó.

Bander volvió su atención hacia él.

—No había nadie más que pudiese hacerlo.

Pelorat no estaba dispuesto a abandonar el asunto.

—¿Qué, más oíste decir referente a la Tierra?

Bander pensó un rato y dijo:

—Cuando era joven, un robot me contó la historia de un terrícola que visitó Solaria, en una ocasión, y conoció a una mujer solariana que se fugó con él, convirtiéndose en un personaje importante de la Galaxia. Sin embargo, en mi opinión, es un cuento inventado.

Pelorat se mordió el labio.

—¿Estás seguro?

—¿Cómo se puede estar seguro de algo en estas cuestiones? —dijo Bander—. Sin embargo, parece inverosímil que un terrícola se atreviese a venir a Solaria, o que Solaria le permitiese la entrada. Y todavía es más improbable que una mujer solariana (aunque entonces éramos todavía medio-humanos) abandonase voluntariamente este mundo. Pero venid, os mostraré mi casa.

—¿Tu casa? —preguntó Bliss, mirando a su alrededor—. ¿No estamos en ella?

—No —dijo Bander—. Esto es una antesala. Una especie de Salón de proyección. En él veo a mis compañeros solarianos cuando surge necesidad de ello. Sus imágenes aparecen en aquella pared o, tridimensionalmente, en el espacio de delante de la pared. Por consiguiente, esta habitación es, en cierto modo, lugar de reunión y no parte de mi hogar.

Venid conmigo.

Echó a andar sin volverse para ver si le seguíamos. Los cuatro robots salieron de sus rincones y Trevize comprendió que, si él y sus compañeros no seguían a Bander de manera espontánea, los robots les obligarían amablemente a hacerlo.

Los otros dos se pusieron en pie y Trevize murmuró al oído de Bliss:

—¿Has sido tú quien ha conseguido que no parase de hablar?

Bliss le apretó la mano y asintió con la cabeza.

—De todos modos, quisiera saber cuáles son sus intenciones —dijo ella, con un tono de inquietud en —su voz.

Siguieron a Bander. Los robots se mantuvieron a cortés distancia, pero su presencia era sentida como una constante amenaza mientras andaban por un pasillo.

Trevize murmuró con desaliento:

—En este planeta no hallaremos nada útil sobre la Tierra. Estoy seguro de ello. Sólo otra variación sobre el tema de la radiactividad —murmuró Trevize con desaliento y encogiéndose después de hombros—. Tendremos que pasar a la tercera serie de coordenadas.

Una puerta se abrió ante ellos, revelando una pequeña habitación.

—Venid, medio-humanos —dijo Bander—, quiero mostraros cómo vivirnos.

—Disfruta como un niño con esta exhibición —comento Trevize en voz baja—. Me gustarla hundirlo.

—No quieras competir en infantilismo con él —dijo Bliss.

Bander les hizo pasar a los tres a la habitación. Uno de los robots los siguió también. Bander contuvo a los otros con un ademán y entró a su vez. La puerta se cerró a su espalda.

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