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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Fuera de la ley (2 page)

—Gracias —musitó mientras aterrizaba en mi hombro. Sus alas temblorosas rozaron mi cuello al posarse. El mes de octubre solía ser demasiado frío para que estuviera fuera pero, teniendo en cuenta que el jardín estaba prácticamente seco y que Matalina necesitaba semillas de helecho, no tenía más remedio que arriesgarse a salir con lluvia para acercarse a una tienda de hechizos.
Haría cualquier cosa por su mujer
, pensé frotándome la nariz, que había empezado a gotearme.

—¿Qué me dices de esa cafetería a dos manzanas de aquí? —sugirió mi madre mientras el amortiguado bip bip de la máquina leyendo los códigos de barras contrastaba con los mundanos olores de la tienda.

—Coge aire, Jenks. Voy a estornudar —le advertí y, él, mascullando cosas que, por suerte, no entendí, voló hasta el hombro de mi madre.

Fue un estornudo liberador, que me desatascó los pulmones y me valió un «Salud» por parte de la dependienta. Desgraciadamente, fue seguido de otro y antes de tener tiempo de enderezarme, un tercero me golpeó. Empecé a respirar de forma superficial para intentar evitar el siguiente y miré a Jenks consternada.

—Mierda —susurré. Había una sola cosa que pudiera hacerme estornudar de aquel modo. Y el sol acababa de ponerse—. ¡Mierda, mierda, mierda! —Me giré hacia la dependienta, que estaba metiendo las cosas en una bolsa. No tenía mi círculo de invocación. El primero se me había roto, y el nuevo estaba apretujado entre dos libros de encantamientos bajo la encimera de mi cocina—. ¡Mierda, mierda, mierda! Debería haber hecho uno del tamaño de un espejo de bolsillo.

«Disculpe —dije soltando una especie de gorgorito y cogiendo el pañuelo de papel que me ofrecía mi madre y que acababa de sacar del bolso—. ¿Tienen círculos de invocación?

La mujer me miró fijamente, claramente ofendida.

—¡Por supuesto que no! Alice, me dijiste que no se dedicaba a tratar con demonios. ¡Salid inmediatamente de mi tienda!

Mi madre soltó un bufido, visiblemente enfadada, pero luego la expresión de su rostro cambió y adoptó una actitud conciliadora.

—Patricia —dijo intentando engatusarla—, Rachel no invoca demonios. Los periódicos publican lo que saben que vende. Eso es todo.

Yo estornudé de nuevo, y esta vez lo hice con tanta fuerza que incluso me dolió. Mierda. Teníamos que salir de allí como fuera.

—¡Eh, Rachel! —me gritó Jenks. Alcé la vista e intenté coger el trozo de tiza magnética envuelto en papel celofán que me lanzaba. Mientras trataba torpemente de abrir el envoltorio, me esforcé por recordar el complejo pentáculo que me había enseñado Ceri. Minias era el único demonio que sabía que yo tenía línea directa con el más allá y, si no le contestaba, cabía la posibilidad de que cruzara las líneas para venir a por mí.

En aquel momento sentí un dolor punzante que provenía de un lugar lejano. Doblada por la mitad, solté un grito ahogado y caí hacia atrás respirando con dificultad.

Jenks chocó contra el techo, dejando atrás una nube de polvo plateado que recordaba a cuando los pulpos expulsan un chorro de tinta. Mi madre, que seguía junto a su amiga, se giró hacia mí.

—¿Rachel? —preguntó con los ojos abiertos de par en par mientras yo me inclinaba hacia delante y me agarraba la muñeca.

En ese preciso instante la mano se me entumeció y solté la tiza. Sentía como si mi muñeca estuviera ardiendo.

—¡Salid de aquí! —grité a las dos mujeres que me miraban como si hubiera perdido la razón.

Todos dimos un salto cuando la presión del aire cambió violentamente. Con los oídos zumbándome, levanté la vista con el corazón a mil y conteniendo la respiración. Estaba allí. No podía verlo, pero el demonio se encontraba allí. En alguna parte. Percibía el olor a ámbar quemado.

Entonces avisté la tiza, la recogí y agarré el celofán, pero mis uñas no con­seguían encontrar la juntura. Me debatía entre el miedo y la rabia. Minias no tenía derecho alguno a molestarme. No tenía ninguna deuda con él, ni él tampoco conmigo. ¿Y por qué demonios no conseguía abrir aquel maldito envoltorio y sacar la tiza?

—¿Rachel Mariana Morgan? —exclamó una voz con el elegante acento británico que se podía esperar de una obra de Shakespeare, y sentí un frío en la cara—. ¿Dóoonde estaaás? —preguntó arrastrando las palabras.

—¡Mierda! —dije entre dientes. No era Minias. Era Al.

Presa del pánico, busqué a mi madre con la mirada. Seguía allí de pie, junto a su amiga, con su limpio y planchado traje de color marrón, su peinado impecable, y la piel alrededor de sus ojos que empezaba a mostrar algunas débiles arrugas. No tenía ni idea de lo que estaba pasando.

—Mamá —le susurré gesticulando desesperadamente mientras ponía espacio entre nosotras—. Meteos en un círculo. ¡Las dos!

Sin embargo, ambas se quedaron mirándome sin pestañear. ¡Mierda! Ni siquiera yo misma lo entendía. Tenía que ser una broma. Una broma perversa y retorcida.

Mis ojos se dirigieron al rápido repiqueteo de las alas de Jenks, que se había acercado y revoloteaba por encima de mi cabeza.

—Es Al, Rache —susurró el pixie—. ¿No dijiste que estaba en prisión?

—¡Rachel Mariana Moooorgaaaaan! —canturreó el demonio mientras yo me quedaba paralizada al oír el golpeteo de sus botas, que se acercaban desde un alto expositor lleno de libros de hechizos.

—¡Maldito pixie! ¡No eres más que un estúpido pedazo de musgo! —se reprochó a sí mismo Jenks—. Hace demasiado frío para sacar mi espada —dijo con una especie de falsete burlón—. ¡Se me va a congelar el culo! Se suponía que tenía que ser un simple día de compras, no una misión. —En ese momento el tono de su voz cambió, volviéndose furioso—: ¡Por el amor de Campanilla, Rachel! ¿No eres capaz de salir de tiendas con tu madre sin invocar a los de­monios?

—¡No lo he llamado yo! —protesté sintiendo que las palmas de mis manos se empapaban de sudor.

—¿Ah, no? Pues el caso es que ha venido —dijo el pixie. Yo tragué saliva cuando el demonio se asomó desde detrás del expositor. Sabía exactamente dónde me encontraba.

Al sonreía con una profunda y sarcástica rabia mientras sus ojos rojos, con aquellas pupilas horizontales y rasgadas como las de una cabra, me miraban a través de un par de gafas redondas con cristales ahumados. Iba vestido con su habitual levita verde de terciopelo arrugado con chorreras, y era la personificación de la elegancia de la vieja Europa, la imagen de un joven lord rozando la grandeza. Sus aristocráticos rasgos, finamente cincelados, incluidas su poderosa nariz y su prominente barbilla, estaban crispados, y mostraban unos afilados dientes preparados para hacer mucho daño.

Yo seguí caminando hacia atrás y él salió desde detrás del expositor.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué feliz coincidencia! —dijo complacido—. Dos Morgan por el precio de una.

¡Oh, Dios! ¡Mi madre! El terror me sacó de golpe de mi estado de shock.

—¡No puedes tocarme! ¡Ni a mí ni a mi familia! —dije mientras intentaba sacar la tiza magnética de su envoltorio de celofán. Si conseguía hacer un círculo, tal vez podría retenerlo—. ¡Lo prometiste!

El repiqueteo de sus botas se detuvo cuando adoptó una de sus regias poses para presumir de su elegancia. Mis ojos calcularon la distancia que nos separaba. Unos dos metros y medio. La cosa no pintaba bien. Pero si me estaba mirando, eso quería decir que estaba ignorando a mi madre.

—Sí, ¿verdad? —dijo. En ese momento dirigió la mirada hacia el techo y mis hombros se relajaron.

—¡Rache! —aulló Jenks.

Al arremetió contra mí. Presa del pánico, di marcha atrás. El miedo me in­vadió cuando alcanzó mi garganta. Agarré sus dedos con fuerza y le clavé las uñas mientras él me cogía en volandas. Su esculpido rostro mostró una mueca de dolor, pero solo tensó los dedos. Las sienes me latían y empecé a sentir que me fallaban las fuerzas mientras rezaba para que quisiera regodearse un poco antes de arrastrarme de nuevo hasta siempre jamás para, con un poco de suerte, matarme.

—¡No puedes hacerme daño! —chillé dudando de si los destellos que veía en uno de los extremos de mi campo visual se debían a la falta de oxígeno o si, en realidad, se trataba de Jenks. Estoy muerta. Estoy muerta sin remisión.

Al emitió un suave gruñido de satisfacción, un largo y profundo murmullo de complacencia. Sin apenas esforzarse, me acercó hacia él hasta que nuestras respiraciones se mezclaron. Sus ojos, detrás de sus gafas, eran rojos, y el aroma a ámbar quemado recorrió mi interior de arriba abajo.

—Te pedí amablemente que testificaras a mi favor, pero tú te negaste. No tengo ningún aliciente para seguir respetando las reglas del juego. Gracias a tu falta de visión, me vi sentado en una minúscula celda. —A continuación me sacudió con fuerza haciéndome castañetear los dientes—. Me despojaron de todas mis maldiciones y ahora solo puedo recurrir a los conjuros que sea capaz de invocar con la palabra. No obstante, alguien me permitió salir a condición de que hiciéramos un trato —añadió maliciosamente—. Y una vez que lo llevemos a la práctica, tú estarás muerta y yo me habré convertido en un demonio libre.

—¡Yo no tengo la culpa de que acabaras en la cárcel! —chillé. La cantidad de adrenalina que generaba hacía que me doliera la cabeza. No podía llevarme a siempre jamás a menos que yo se lo permitiera; hubiera tenido que arrastrarme hasta una línea luminosa.

En algún lugar de mi exhausto cerebro se encendió una lucecita. No podía sujetarme y desvanecerse al mismo tiempo. Gruñendo, levanté la rodilla y le golpeé justo entre las piernas.

Al soltó un gruñido. Me sentí morir cuando me lanzó por los aires y mi es­palda golpeó en un expositor. Empecé a respirar entrecortadamente, sujetando mi garganta magullada mientras un montón de paquetes de hierbas liofilizadas me caía en la cabeza. Al toser aspiré el olor a ámbar quemado, levanté una mano para esquivar los leves golpes y me puse de rodillas para levantarme. ¿
Dónde estará la tiza
?

—¡Maldita perra hija de puta! —rezongó Al encorvado y sosteniéndose como podía. Yo sonreí. Minias me había dicho que, como parte del castigo de Al por haber dejado marchar a su antigua familiar, que sabía cómo almacenar energía de líneas luminosas, se le había despojado de todos los hechizos, encantamien­tos y maldiciones que había acumulado durante milenios. Si le dejaba, aunque no se quedaría totalmente indefenso, al menos estaría reducido a un limitado vocabulario de conjuros. Era obvio que había estado en la cocina recientemente, puesto que la imagen de caballero de la flor y nata de la sociedad inglesa era un disfraz. No quería saber cuál era su verdadero aspecto.

—¿Qué te pasa, Al? —le pregunté con sorna, pasándome la mano por la boca y descubriendo que me había mordido el labio involuntariamente—. ¿No estás acostumbrado a que te planten cara?

Era una sensación jodidamente genial. Allí estábamos, en una tienda de en­cantamientos, y no teníamos nada invocado salvo unos encantamientos para cambiar el aspecto físico y algunos aumentadores de pecho.

—¡Cuidado, Rachel! —gritó mi madre. La cabeza de Al viró en redondo.

—¡Mamá! —le grité cuando ella me tiraba algo—. ¡Sal de aquí!

Los ojos de Al siguieron la trayectoria del objeto. Muerta de miedo, pre­sencié cómo le recorría un negro resplandor de siempre jamás, sanando todo el daño que yo le había causado. Por suerte, la tiza magnética aterrizó sana y salva directamente en mis manos. Inspiré profundamente para gritarle una vez más que saliera de allí, y el resplandor de un círculo de color aculado de siempre jamás se alzó alrededor de ella y de la dependienta, que estaba detrás del mostrador. Estaban a salvo.

Una extraña e inesperada sensación helada me recorrió el cuerpo y me dejó paralizada. Sentí como si el badajo de una campana hiciera repiquetear todos mis huesos. Al, completamente ajeno a lo que me estaba sucediendo, emitió un potente rugido y me embistió.

Con un aullido me tiré al suelo consiguiendo esquivarlo. Desde detrás de mí me llegó un fuerte estrépito justo en el momento en que Al pasaba por en­cima de mí y caía sobre el estante que yo había derribado. Solo tenía algunos segundos. Con el brazo extendido, me senté en el suelo y dibujé como pude un círculo, rodando hacia delante y hacia atrás, mientras presentía, gracias a haber practicado durante años artes marciales, que intentaba alcanzarme.

—¡Esta vez no, bruja! —me espetó.

Con los ojos abiertos como platos, giré sobre mi trasero y alcé el pie para darle una patada. Sin embargo, antes de que pudiera moverme, una explosión sacudió toda la tienda haciendo añicos las ventanas. Me llevé las manos a los oídos y sacudí el pie para librarme de Al, que me lo sujetaba con fuerza. En­tonces recuperé la capacidad auditiva y escuché claramente el chirrido de unos neumáticos patinando sobre la calzada mojada que entraba por la ventana rota junto con los gritos de la gente. ¿Qué habrá hecho mi madre?

—¡Jenks! —grité al sentir el frío húmedo de la noche. Hacía demasiado frío. ¡Podía provocar que entrara en hibernación!

—¡Estoy bien! —exclamó suspendido en el aire y rodeado de una nube de polvo rojizo—. Vamos a por ese cabrón.

Mientras intentaba ponerme en pie, me quedé dudando en cuclillas cuando vi que Jenks se quedaba mirando fijamente por encima de mi hombro y palidecía.

—Quiero decir… cabrones —se corrigió, y un nuevo miedo se apoderó de mí cuando me di cuenta de que Al también se había detenido y que miraba hacia el mismo lugar que Jenks. En el silencio del ruido ambiental de la calle, percibí una oleada de ámbar quemado y de ozono contaminado.

—Hay otro demonio detrás de mí, ¿verdad? —susurré.

Jenks dirigió la vista hacia mí y luego la apartó de nuevo.

—Dos.

Genial
. Jenks salió disparado y yo me moví. Tropecé con mi bufanda y lue­go empecé a patalear cuando sentí que alguien agarraba mi pierna. Conseguí zafarme y, tras tirarme de nuevo al suelo, me giré. Era un brazo con una garra amarilla. Me aferré a su hombro y, tras coger impulso con el pie, balanceándolo como un fulcro, lo lancé por encima de mí.

No se oyó ningún estruendo. Quienquiera que fuera se había desvanecido. ¿Tres demonios? ¿Qué diantre estaba pasando?

Cabreada, me puse en pie y, apenas lo conseguí, una nube borrosa de color rojo justo delante de mí me hizo caer de nuevo. Miré a mi madre. Estaba bien e intentaba zafarse de los brazos de la dependienta, que sufría un ataque de histeria, a salvo en el interior del círculo, con el resto de la tienda destrozada a su alrededor.

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